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EL EJÉRCITO DE PAZ DEL REY ARTURO
Tras alcanzar la meta, ¿qué pasa después?

ESTE BREVE RELATO TOMADO DE LAS LEYENDAS DEL REY ARTURO —AUNQUE CONSTA PRINCIPALMENTE DE UN DIÁLOGO ENTRE EL REY ARTURO Y SU REINA Y NOS OFRECE POCA ACCIÓN— LLEVA IMPLÍCITO UN COMENTARIO PROFUNDO SOBRE LA NATURALEZA HUMANA. EN ESPECIAL, REVELA MUY SUCINTAMENTE LO QUE SUCEDE CON TANTA FRECUENCIA CUANDO LLEGAMOS FINALMENTE A DONDE PRETENDÍAMOS IR Y DESCUBRIMOS QUE ES LA LUCHA, Y NO LA SACIEDAD, LO QUE MODELA Y AGUDIZA NUESTRO CARÁCTER Y NUESTRO CORAZÓN.
 
TRAS largos y turbulentos años, el rey Arturo había alcanzado la paz. Mediante nobleza, buena fortuna y la fuerza de las armas había destruido o había hecho las paces con todos sus enemigos —tanto dentro de su reino como en el exterior— y había establecido por toda la Bretaña su derecho a gobernar. Para alcanzar esta meta, Arturo había reunido a su alrededor a los mejores caballeros y a los más duros combatientes del mundo. Todos habían estado a la altura de su gran reputación y habían luchado valerosa y brillantemente por su rey.

Después de haber logrado con éxito hacer la paz por medio de la guerra, el rey Arturo se enfrentaba ahora al dilema de qué hacer en tiempos de paz con sus soldados. No podía desmantelar su ejército en un mundo donde la violencia habría podido quedar abatida durante algún tiempo, pero todavía dormía precariamente, lista para despertarse en cualquier momento. Aunque, por otra parte, hallaba difícil, si no imposible, que en ausencia de conflictos pudiese mantener al máximo la fuerza y la bravura de estos hombres, porque nada se oxida tan rápidamente como una espada que no se utiliza o un soldado inactivo. Arturo se vio obligado a comprender, como les sucede a todos los líderes, que la paz, y no la guerra, es la destructora de los hombres. La seguridad antes que el peligro es la madre de la cobardía; y la abundancia más que la necesidad es la que engendra el temor y la inquietud. Y aprendió, con pesar, que la paz que toda la Bretaña había deseado desde hacía tiempo —una paz tan dolorosamente lograda— creaba más amargura que la sangrienta lucha por conseguirla. El rey Arturo observaba con creciente aprensión y desdicha cómo sus jóvenes y valientes caballeros, que de otro modo habrían integrado las aguerridas filas para batallar contra cualquier enemigo que mereciera la pena, ahora se aburrían, se volvían perezosos y agresivos y disipaban su tuerza entre un sinfín de quejas y pequeñas disputas.

Incluso Lancelot, su más grande caballero, se sentía desanimado por no poder hallar una espada que se le opusiera para mantener la suya afilada. Era como un tigre sin su presa; e incluso este noble y valiente guerrero se sintió inquieto e irritable, y a veces furioso. Padecía dolores en el cuerpo y se mostraba decaído de ánimo, cosa que no sucedía antes.
La reina Ginebra, que amaba a Lancelot y comprendía a los hombres, se entristecía de verlo destruyéndose poco a poco. Habló de ello con Arturo, y este le comunicó su preocupación respecto a los jóvenes caballeros.

—Desearía poder comprenderlo —dijo Arturo—. Comen bien, duermen cómodamente, hacen el amor cuando y con quien desean. Sus apetitos los tienen ya medio saciados y han dejado de sufrir todo el dolor y el hambre, el agotamiento y la disciplina del pasado. No obstante, todavía no están contentos. Se quejan de que los tiempos están contra ellos.

—Y tienen razón —replicó la reina.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Arturo.

—Están inactivos, mi señor. Han alcanzado su sueño más preciado y ahora no tienen en qué poner su corazón. Existe un vacío que siempre sigue a los sueños cumplidos. Ahora los tiempos no demandan nada de ellos. El perro de caza más fiero, el caballo más veloz, la mejor de las mujeres, el más valiente de los caballeros, ninguno puede resistir el ácido corrosivo de la inactividad. Incluso Sir Lancelot, en descontento sedentario, protesta como un niño mal criado.

—¿Qué puedo hacer? —gritó el rey—. Me temo que la hermandad más noble del mundo está derrumbándose. En los días tenebrosos rezaba, trabajaba y luchaba por la paz. Ahora ya la tengo, y no estamos en paz internamente. A veces me encuentro deseando la guerra para resolver mis dificultades.

—No eres el primer gobernante que piensa así, ni serás el último —dijo la reina Ginebra—. Disfrutamos de una paz general, es verdad, pero lo mismo que un hombre saludable tiene pequeños males que sólo le molestan un poco, del mismo modo la paz es como un mosaico de pequeñas guerras. Alrededor nuestro ocurren pequeñas guerras. Un hombre aplasta la cabeza a su vecino a causa de una vaca perdida, y una mujer envenena a su vecina porque tiene el rostro más bello. Después de eso se suscita un conflicto familiar que continúa durante generaciones. Estas pequeñas guerras están por todas partes, siempre demasiado pequeñas para un ejército y, sin embargo, demasiado grandes para ser resueltas por una sola persona. Lo que necesitan los caballeros es una búsqueda.

—Pero los jóvenes caballeros se ríen de las búsquedas a la antigua, y los caballeros viejos han conocido la verdadera guerra. Una cosa es luchar por la grandeza, pero otra muy diferente es intentar no ser pequeños. Creo que todas las personas desean ser más grandes que ellas mismas, pero eso sólo lo consiguen si forman parte de algo inmensamente más grande que ellos. El mejor caballero del mundo, si no se le desafía, siente como si se encogiera. Tenemos que hallar un modo de declarar una gran guerra por motivos pequeños. Debemos descubrir esos estandartes bajo los cuales se alistan los pequeños males para alimentar un gran mal invisible; los pequeños males que estallan en toda comunidad. Contra ellos podemos reunir un ejército dispuesto a la lucha, a pesar de que las batallas pudieran ser pequeñas y sutiles y escasamente notorias. Podríamos llamarlas la Justicia del Rey, y todo caballero sería el agente personal y el depositario de esta Justicia. Cada hombre sería responsable de ella. Entonces cada caballero sería también un instrumento de algo más grande que él mismo.

—Quisiera saber cómo podría declarar esta guerra —musitó el rey Arturo.

—Comienza con el mejor caballero del mundo: Sir Lancelot. Y déjale llevar de compañero al peor. Su sobrino, Sir Lyonel, es un posible candidato, por ser el más perezoso y el menos valioso. Así, el peor tendrá que aspirar a ser el mejor.

—El peor y el mejor —sonrió Arturo—. Es una combinación poderosa. Una alianza semejante sería imbatible.

—Estas alianzas son el único modo de luchar en la guerra, mi señor —replicó la reina.

Y así se hizo. Los caballeros tenían ahora una nueva meta a la que aspirar y una nueva perspectiva que los inspirara. Pero esta nueva guerra era algo que no tenía fin porque no existía ningún enemigo con el que enfrentarse en batalla; tan solo las pequeñas mezquindades de un corazón humano subdesarrollado.

 

COMENTARIO: El periodo que sigue a un gran logro suele ser de profunda depresión. Y nos hallamos ante el mayor riesgo de caer en corrupción interna cuando estamos ociosos, a diferencia de cuando estamos luchando. Esta es la profunda aunque mal recibida verdad que Arturo descubre y que Ginebra, desengañada ya de su amor prohibido por Lancelot, tiene la intuición de prever. Cuando hemos anhelado alcanzar una meta durante muchos años y finalmente llegamos a ella tras muchas batallas y vicisitudes, esperamos sentirnos contentos, realizados y en paz. Sin embargo, muchas veces sucede lo contrario, y no podemos comprender por qué, habiendo llegado a la cima de la montaña., la vista tan solo es gris, pálida y sin esperanza. Ya se trate de una posición de responsabilidad o de la adquisición de objetos materiales, muchos de nosotros nos vemos empujados —o, al menos, eso pensamos—por la necesidad de tener algo, devanar algo, de obtener algo. No obstante, este relato revela un secreto del corazón humano: no es el premio, sino la lucha lo que, en verdad, nos hace sentir vivos y a lo que otorgamos nuestro mas grande amor y nuestro compromiso. Y, aunque seamos reacios a admitirlo, es la lucha la que extrae lo mejor de cada uno.

Podemos observar este patrón de conducta en muchas personas de gran éxito que han batallado durante largos años para obtener reconocimiento o riqueza y que, tras haberlo obtenido, comienzan a caer en una desdicha emocional, en dolencias físicas y en lo que se podría definir como oscuridad del alma. Los caballeros que combaten por el rey Arturo, en cierto sentido, son símbolo del aspecto motivado del mismo Arturo, llenos de valor y empeño, dispuestos a sufrir toda clase de vicisitudes por ganar la gran batalla. ¿Qué puede uno hacer con este espíritu poderoso, impetuoso y noble cuando no hay nada contra lo que combatir? En términos mundanos, un ejército en tiempos de paz puede convertirse en un problema grave, pues el espíritu marcial y agresivo que hace de hombres y mujeres buenos soldados se agria si no existe contra qué combatir. Pero no es necesario que seamos soldados para experimentar este problema. Todas las personas altamente motivadas corren el riesgo de la derrota interna que llega cuando se ha ganado el premio y ya no hay ningún significado en nuestra vida.

Ginebra sabe que sólo existe una respuesta posible. Para que podamos renovar nuestro compromiso con la vida y descubrir el sentido de futuro lleno de fuerza, debemos hallar una nueva, meta. Pero esta nueva meta debe ser mayor que nuestras aspiraciones personales, si ha de representar un estímulo tan efectivo como la que acabamos de alcanzar. Lo que se quiere significar aquí es la necesidad de todo ser humano de cumplir, en primer lugar, sus ambiciones personales y después reconocer que pertenece a una comunidad más amplia y que necesita hacer alguna contribución a esa totalidad más grande, para permitir que la vida vuelva a fluir internamente. La paz de Arturo llega cuando el rey ha alcanzado una edad intermedia. Esta participación en la vida de ese mundo más amplio es quizá una tarea que puede ser mejor abordada cuando también nos las hemos arreglado para ganar al menos alguna de nuestras batallas personales y hemos descubierto nuestra naturaleza, recursos y limitaciones a través del logro personal. Junto al poder llega la responsabilidad, y junto al triunfo llega la necesidad de mirar hacia dentro y descubrir para qué ha sido ese triunfo, sobre quién y para qué sirve.

 

 

 

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