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CUANDO PASAMOS DE LA ADMIRACIÓN AL DOLOR
De nuevo
nos encontramos con unas circunstancias que, en mayor o menor medida, hemos
vivido todos en algún momento.
Para
que pasemos de la admiración al dolor tiene que darse un hecho previo: la
persona nos tiene que importar; en caso contrario, pasamos de la admiración a
una valoración negativa, que no implica trascendencia alguna sobre nuestro
estado emotivo.
Desde
pequeños somos especialmente sensibles a estos hechos; nos podemos sentir
defraudados por algunos profesores, amigos, personas de nuestra familia o
círculo cercano...; según las edades, unos u otros adquirirán mayor relevancia.
La
vivencia puede ser tan dolorosa, que algunas personas, en su intento por
protegerse, se vuelven muy exigentes en sus valoraciones o muy selectivas. En
estos casos, muy pocos alcanzan el nivel requerido para gozar de su admiración.
En
algún momento de nuestras vidas todos experimentamos desengaños, pero los que
son afectivos parecen alcanzar mayor incidencia en las mujeres, mientras que los
hombres acusan más los desengaños profesionales.
Si analizamos estos hechos, según las características que diferencian a los
hombres y las mujeres, vemos que resultan bastante lógicos.
Ya hemos
comentado en espacios anteriores que las mujeres tienen mayor capacidad de
observación y mejor intuición, por lo que en principio hacen valoraciones más
objetivas de las conductas que muestran las personas que las rodean. Esta
objetividad la pierden, irremediablemente, cuando los sentimientos y los afectos
ocupan el papel preponderante.
Por el
contrario, los hombres son menos receptivos a las conductas y manifestaciones
que les llegan desde el exterior, por lo que a veces pueden ser un poco ingenuos
o subjetivos en sus valoraciones. Si a esto añadimos que una parte muy
importante de su vida es el trabajo, no será difícil que sufran más de un
desengaño, entre lo que esperaban y lo que finalmente ha resultado.
Muchas
veces se hacen bromas pesadas cuando se analiza lo mal que llevan los hombres
ser criticados. Es verdad que no les gusta nada, porque se sienten
infravalorados; de la misma forma que se pueden sentir algo inseguros ante
mujeres especialmente inteligentes, pero de ahí no debemos inferir que los
hombres, genéricamente, intentan casarse con mujeres «tontas» para evitar ser
criticados.
Lo cierto
es que a los hombres les cuesta asumir que necesitan ayuda, por eso, entre otras
razones, se resisten a ir al psicólogo. Las mujeres, por su parte, sufren con
más frecuencia ese tránsito que va de la admiración al dolor en sus relaciones
afectivas.
El caso
de Patricia y Paco nos puede resultar muy ilustrativo.
El caso de Patricia y Paco
Patricia
y Paco eran una pareja de mediana edad. Tenían dos hijos de catorce y once años,
y hacia el exterior ofrecían la imagen de la típica pareja feliz.
Sus
temperamentos eran muy diferentes; podría decirse que no coincidían
prácticamente en nada; salvo que a los dos les gustaba vivir bien y cuidaban en
extremo las apariencias.
Patricia
se había casado muy enamorada, pero hacía muchos años que el desencanto y la
frustración se habían apoderado de su relación de pareja.
A pesar
de que tenía pocas esperanzas en que Paco «cambiase», vino a la consulta para
ver qué podía hacer: ¿había alguna solución o debía pensar en separarse?, aunque
este último extremo la aterraba.
Patricia
era una persona muy romántica, tierna, afectiva, soñadora, bastante ingenua y
muy sensible. Poseía además un indudable atractivo físico, que causaba impacto
entre el público masculino.
Por el
contrario, Paco era muy calculador, frío, distante, arrogante, narcisista,
obsesionado por el triunfo y el éxito social y profesional. Sin embargo, en la
etapa de «conquista», Paco se había mostrado dulce, afectivo, sensible y muy
halagador con Patricia. Todo eran regalos, sorpresas, detalles, ir a sitios
lujosos, mostrar a Patricia a sus amistades y a su familia y decirle
continuamente lo mucho que la quería.
Al poco
de casarse las cosas empezaron a cambiar. Paco dejó de cuidar los detalles, las
manifestaciones afectivas eran mínimas y sacó lo peor de su carácter. Era una
persona en permanente tensión, y para él la forma de quitarse el estrés era
abroncando a la gente que tenía al lado y manteniendo relaciones sexuales; pero
eran unas relaciones exentas de ternura, el sexo para él era otra forma de
manifestar su poder y su dominio sobre las personas; no importaba lo que
sintiera Patricia, el objetivo era su propio placer y descargarse de las
tensiones que había acumulado a lo largo del día.
Las
relaciones sexuales se convirtieron en una humillación para Patricia; algunas
veces conseguía sentirse bien, pero eran las mínimas.
La
convivencia cada vez era más tensa y difícil. Patricia necesitaba afecto y
ternura, pero lo único que recibía de Paco eran órdenes, comentarios de
desvalorización —sobre todo sobre su inteligencia— y algún que otro insulto.
El Paco maravilloso, triunfador y afectivo, que tanto había admirado, se había
convertido en una persona déspota y distante, al que no parecían importarle sus
sentimientos.
Por su
parte, Paco no quería ni oír hablar de venir a la consulta, para él eran
estupideces de Patricia, que sólo sabía buscarse problemas para entretenerse.
Para situarnos, conviene que sepamos que Patricia, además del cuidado de los
niños —que realizaba de forma exclusiva, pues Paco siempre había considerado que
la educación de los hijos era un tema de mujeres—, tenía un trabajo que la
ocupaba muchas horas, por lo que no conseguía llegar a casa hasta pasadas las
siete y media de la tarde.
El
resultado final era una pareja sin comunicación, con unos hijos que apenas veían
a su padre y con una persona que sufría prácticamente una vejación continua.
En los
únicos momentos en que Paco parecía volver a ser esa persona exquisita,
sensible, pendiente de su mujer..., que tanta admiración había despertado en
Patricia, era en las reuniones y actos sociales. Ahí surgía un Paco
irreconocible, tierno, detallista, que no paraba de «presumir» de su mujer ante
el auditorio. Pero todo era como un espejismo, apenas habían salido del
restaurante, del teatro..., cuando ya empezaba de nuevo con sus reproches y
desvalorizaciones. Todo lo que había hecho Patricia era objeto de crítica y de
sarcasmo.
Patricia
tenía una buena relación con sus hijos, pero éstos le preguntaban en numerosas
ocasiones qué le pasaba, por qué siempre estaba triste, por qué ya no se reía
como antes y por qué se encontraba tan cansada.
Como
podemos imaginar, la Patricia que nos encontramos distaba mucho de ser una
persona feliz. A pesar del éxito profesional que tenía en su ámbito laboral, y
de lo bien que caía a la mayoría de la gente, su autoestima estaba por los
suelos, y una inseguridad terrible le impedía tomar cualquier decisión
concerniente a su matrimonio.
Lo
primero que hicimos con ella fue trabajar su autoestima y su seguridad personal;
intentar que consiguiera ser de nuevo esa persona alegre y llena de vida que
recordaban sus hijos.
En estas
circunstancias, no importaba demasiado que Paco no quisiera venir a la consulta,
pues había que realizar un trabajo previo muy intenso con Patricia.
Nos
volcamos en ella como persona, no como integrante de una pareja inexistente, al
menos en lo que podemos entender como auténtica pareja. Priorizamos todas las
áreas que nos podían ayudar a restablecer cuanto antes su autoestima. Respecto a
su relación con Paco, en cuanto la vimos un poco recuperada y capaz de mantener
en firme una decisión, establecimos un «primer principio irrenunciable»:
Patricia sólo tendría relaciones sexuales cuando le apeteciesen a ella; por
mucho que Paco insistiera, no cedería en este principio irrenunciable.
Lógicamente, como la reacción de su marido era fácilmente previsible,
previamente la entrenamos en cómo poder mantener firme su decisión, a pesar de
las presiones, manipulaciones, exigencias o intimidaciones de él.
Los
resultados empezaron a ser elocuentes. Las primeras veces que se negó a tener
relaciones —aspecto que Paco consideraba una obligación por su parte— pasó
auténtico miedo, incluso miedo físico, pero se sorprendió a sí misma muy
gratamente al ver que en todo momento ella llevaba la «delantera»; Paco parecía
perdido, no sabía cómo reaccionar, fuera de las amenazas, los chillidos y los
insultos. Hubo momentos críticos, como la tercera noche de negativa, en que tuvo
que acumular toda la fuerza y convicción del mundo para decirle a un Paco
enfurecido y agresivo —que parecía estar dispuesto a tener sexo a cualquier
precio— que si se atrevía a tocarla, no dudase un solo instante que le pondría
inmediatamente una denuncia por violación. Lo dijo con tal seguridad y decisión
que Paco se quedó clavado en el sitio; intentó bromear con ella para rebajar la
tensión, pero todo lo que encontró fue una mirada llena de resentimiento y de
coraje, que pronto le hizo desistir de sus propósitos.
Curiosamente, y como sucede en estos casos, no por casualidad, al día siguiente
de este hecho su marido nos llamaba para pedir una consulta, quería vernos
inmediatamente, porque la situación con Patricia «se había hecho insostenible».
Al
principio de la sesión adoptó una «pose» de auténtica intimidación, todo en él
eran manifestaciones agresivas; estaba realmente furioso, exigía que Patricia no
volviese a venir a la consulta... A lo largo de más de cuarenta minutos no paró
de exponer sus quejas; durante ese periodo de tiempo sólo obtuvo por mi parte
una mirada fija, constante, pero una mirada que reflejaba dureza y reprobación.
Cuando por fin terminó, le dije: «Bien, si ya ha terminado, puede marcharse»;
ante su cara de sorpresa añadí: «Yo siempre escucho a todo el que quiere exponer
algo, pero no hablo a quien no está dispuesto a escuchar»; como Paco parecía
incapaz de articular palabra, ni de moverse de la silla, concluí: «Si en algún
momento se encuentra en disposición de escuchar, de analizar con objetividad y
de extraer conclusiones lógicas y racionales, entonces me llama». Me levanté,
abrí la puerta, le miré y, como aún seguía sentado, víctima de una parálisis
momentánea, me fui a buscar a mi siguiente paciente.
Cuando ví
a Patricia después de esta sesión, no paraba de reírse. Paco le había contado su
particular versión: «Tu psicóloga me escuchó, se tragó todo lo que tenía que
decirle y no fue capaz de abrir la boca», pero ella había intuido muy bien el
transcurso de la entrevista; además, al poco rato Paco añadió: «La verdad es que
me dejó desconcertado, se quedó tan tranquila, en ningún momento se puso
nerviosa, ¿tú piensas seguir yendo?». Ante la contestación afirmativa de
Patricia, concluyó: «Pues entonces tendré que volver, ¡qué remedio!».
Paco
tardó quince días en volver a llamar para pedir una nueva cita, y nosotros le
dejamos otras dos semanas de «meditación» antes de recibirle, pues necesitábamos
terminar de trabajar con Patricia algunos puntos importantes, entre los que
destacamos: cómo valorarse más, cómo racionalizar los pensamientos negativos,
cómo superar las críticas, cómo actuar ante las manipulaciones, cómo sentir
confianza en los momentos difíciles, cómo transmitir seguridad y decisión...
Cuando
Paco regresó a la consulta, su actitud era muy distinta; al principio volvió a
quejarse y a decir que no estaba dispuesto a tolerar la actitud que Patricia
sostenía desde hacía unas semanas, pero estaba claro que lo hacía para mantener
su postura de víctima y para ganar tiempo e intentar analizar cómo podía abordar
esta sesión, de una forma que resultase más positiva y fructífera para sus
intereses.
Cuando
terminó su breve exposición, le pregunté: «¿Algo más, eso es todo?», al
contestar afirmativamente, añadí: «Si eso es todo, me temo, Paco, que aún no es
capaz de efectuar un análisis mínimamente racional, así que: o empezamos por
trabajar la racionalidad de sus pensamientos, al menos en lo concerniente a su
vida afectiva y a su relación de pareja, o no tiene sentido que perdamos el
tiempo hablando de emociones que usted no puede comprender». Paco no daba
crédito a sus oídos, pero encajó el golpe, y finalmente aceptó que necesitaba
empezar su propio proceso de aprendizaje, y además lo hizo siguiendo nuestra
metodología de trabajo, no con los condicionantes que él quería imponer.
Como
podemos imaginarnos, a Paco le costó un mundo seguir el tratamiento; de hecho
estuvo a punto de dejarlo en varias ocasiones, pero era muy consciente de que si
lo hacía, ahí terminarían las pocas posibilidades de que su matrimonio
continuase.
Aprendió
a mirarse por dentro y a darse cuenta de que la mayor parte de sus
insatisfacciones se las creaba él mismo, con esa actitud tan errónea de
desvalorizar a todos los que le rodeaban.
No quería
admitir sus debilidades, que eran muchas, ni sus inseguridades, que habían
marcado y marcaban su vida. Poco a poco se dio cuenta de que estaba lleno de
contradicciones, un ejemplo muy claro era su actitud con Patricia. ¿Cómo podía
explicar que a una persona a la que decía querer tanto, sin la cual no se
imaginaba su existencia, a la que reconocía grandes valores y que pensaba que
era lo mejor que le había ocurrido en su vida, no parase de proferirle insultos,
de castigarla, de humillarla, de tener con ella actitudes y conductas
auténticamente vejatorias?
Paco
asumió que ni él mismo se explicaba su actitud, que en los últimos meses había
reflexionado mucho sobre este tema, pero que debía reconocer que se escapaba a
su control. Este fue uno de los momentos claves del tratamiento, cuando dijo
que, por mucho que se había esforzado, no conseguía controlar su conducta con
Patricia, le contesté: «Te equivocas, puedes hacerlo»; ante su asombro añadí:
«Si eres capaz de controlar tu conducta con un cliente impertinente, que te está
pidiendo un imposible, que está intentando engañarte y aprovecharse de tu
empresa, y a pesar de ello no pierdes el control, lo que estás indicando es que
puedes controlarte cuando te lo propones, cuando piensas que te conviene
hacerlo, que no te queda más remedio, porque entonces perderías un cliente que,
a pesar de todo, te reporta mucho dinero. Si te controlas en esas
circunstancias, también te podrías controlar con Patricia, si no lo haces es
porque Patricia te interesa menos que tus clientes, o ¿existe otra
explicación?». Paco no era capaz de responder, así que continué: «Piénsalo
despacio Paco, o Patricia te interesa menos que cualquier cliente importante de
tu trabajo, o has creído que la tenías completamente segura, por el hecho de ser
tu mujer, y que podías hacer con ella cualquier cosa, porque nunca te dejaría».
Como seguía mudo, le puse una tarea muy concreta: «Paco, de aquí a la próxima
sesión, quiero que me traigas por escrito tus reflexiones sobre un hecho
incuestionable: ¿por qué crees que cambiaste tanto tu actitud con Patricia a
raíz de vuestro matrimonio?».
Paco
terminó viendo con claridad todos los mecanismos que habían gobernado «u vida, y
que le habían convertido en una persona dura, injusta y cruel con los que él
consideraba «seguros».
Tuvo que
vencer sus propias contradicciones, sus miedos, sus conductas impulsivas y
violentas, y sus hábitos despóticos y crueles, antes de conseguir ser una
persona con la que se podía razonar.
Su
transformación fue tan importante que Patricia decidió darle otra oportunidad.
De momento, pasados cuatro años de estos hechos, aún siguen juntos, y parecen
estar bien. Seguramente, en cierta medida esto obedece a que, en el fondo,
ninguno de los dos quería separarse, pero sobre todo hay algo que ha cambiado
sustancialmente, y es que Patricia tiene claro que, si en algún momento vuelve
el Paco cruel de antaño, en ese mismo instante se separará. Patricia tiene la
fuerza para tomar esta decisión y llevarla a efecto, y Paco es consciente de que
él no podría hacer nada por evitarlo.
El último
día, como siempre, les pedimos que nos dijeran cuáles habían sido los factores
claves de su caso, por qué finalmente habían decidido seguir juntos e
intentarlo. Básicamente nos comentaron que los dos, en el transcurso del trabajo
realizado con ambos, habían aprendido que:
— Una
relación de pareja no podrá funcionar si previamente, y por ambas partes, no
existe un respeto mutuo y una valoración de la otra persona.
— La
relación tampoco funcionará si uno de los dos integrantes se siente humillado o
injustamente tratado.
— Ambos
miembros de la pareja tienen que sentir libertad para expresar libremente sus
emociones, con un único condicionante: lo harán sin herir, sin machacar o vejar
al otro integrante de la pareja; al menos no lo harán de forma deliberada o
consciente.
— Una
relación tiene que ser equitativa para que funcione; es decir, uno no puede
estar bien a costa del otro.
— No
podemos tener una conducta fraudulenta. La relación no se puede basar en el
engaño.
— Para
que la pareja se encuentre bien, ambos deberán sentirse queridos, en la forma
que necesiten, por la otra persona.
El
dolor se puede justificar si viene de un hecho ajeno a la pareja, y además es
irremediable—un accidente, una muerte...—, pero nunca podremos justificar un
dolor que es producto de la incomprensión o de la agresión de una de las partes.
— La
relación de pareja hay que cuidarla día a día, y en aquellos casos, como el del
matrimonio que hemos visto, en que se parte de una experiencia traumática, sólo
el mimo constante, la sensibilidad permanente, la generosidad mutua y la
decisión firme de superar las dificultades desde el entendimiento y el afecto
podrán conseguir que la pareja tenga opciones de continuidad y bienestar.
De
momento siguen juntos, pero si Patricia hubiera decidido dejar la relación, no
tendríamos que haberlo considerado un fracaso. Recordemos que:
Ni la
continuidad en una relación es sinónimo de éxito, ni la ruptura implica fracaso.
Cada uno
tomará la opción que le permita seguir creciendo como persona.
Pasar de
la admiración al dolor es una experiencia que la mayoría preferiría no tener,
como también desearíamos evitar esas situaciones en que nos sentimos solos/as e
incomprendidos/as en momentos críticos. Este tema lo abordaremos en el siguiente
espacio.
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