No hace falta tener una profunda formación psicoanalítica
para detectar que al joven adolescente le vuelve a suceder algo similar a lo
que le aconteció en su tierna infancia, cuando se enfrentó con el complejo
de Edipo.
Recordemos aquí, de manera esquemática, en qué consiste
este complejo que anunció el genial descubridor del inconsciente, Sigmund
Freud. Hacia los tres o cuatro años, el niño siente por su madre, y la niña
por su padre, una atracción particular. Sentimiento que, sin que los
pequeños sean conscientes, comporta un cierto grado de sensualidad. El
progenitor del mismo sexo aparece como un rival molesto que se trata de
apartar, de ahí el comportamiento agresivo del niño respecto a su padre y de
la niña respecto a su madre. La agresividad hacia ellos no tarda en provocar
intensos sentimientos de culpabilidad, agravados por toda clase de fantasías
de castigo. La actitud comprensiva de los padres ayuda a solucionar este
conflicto y el hijo puede salir de este complejo de Edipo. En caso de
solución feliz, el niño trata, en su deseo de superarle, de parecerse a su
rival; acaba entonces por identificarse con él, en una especie de solidaria
convivencia, en la que el padre se vuelve un modelo para el niño. Lo mismo
ocurre con la niña y su madre. Lo peor que le puede pasar a un niño es
"ganar la batalla de Edipo". Por ejemplo, por divorcio y desaparición del
hogar del padre del mismo sexo. Así, vemos que el hijo que de alguna manera
"se sale con la suya", luego resulta ser el perdedor en el desarrollo de su
vida.
Ahora bien, este conflicto, que parecía apagarse durante
la denominada fase de latencia (de los 6 a los 12 años, aproximadamente), se
vuelve a encender con la eclosión de la pubertad. La maduración genital y el
despertar de las pulsiones sexuales vuelven a sumergir al adolescente en
pleno drama edípico. El complejo de Edipo vuelve a estar servido, pues que
el adolescente acepte su virilidad o su feminidad significa -en el lenguaje
del inconsciente- entrar otra vez en rivalidad con el progenitor del mismo
sexo por el amor del otro.
Los sentimientos de culpabilidad y de angustia que había
suscitado el conflicto inicial son reactivados. Para escapar de ellos
eladolescente empieza, habitualmente, por rechazar violentamente las
imágenes parentales. Se opone, de alguna manera, a dejarse colocar de nuevo
en el penoso engranaje del complejo de Edipo, e intenta romper con el mundo
de los adultos. Pero estos modelos adultos no serán definitivamente
rechazados, sino que una vez haya conseguido ser autónomo, volverá a ellos.
Asimismo, la fase de ambivalencia (amor y odio al mismo tiempo, por ejemplo)
por la cual pasan los sentimientos del adolescente respecto a sus padres, no
suprime totalmente el apego que siente por ellos: únicamente transforma la
naturaleza de los vínculos.
Sin embargo, el abandono de las antiguas identificaciones
parentales priva al adolescente del sentimiento de su propia identidad,
creando en él un vacío tanto más angustioso cuanto que el joven es presa de
deseos y pulsiones desconocidos hasta ahora y contra los cuales tiene que
luchar. Tal vacío debe ser rellenado con nuevas identificaciones que, en los
casos favorables, restaurarán el sentimiento de identidad y la estima de sí
mismo, devolviendo al adolescente la tranquilidad. Hay un auténtico proceso
de duelo por la "muerte" del modo de vivir y relacionarse de la niñez.
Al principio se asiste con frecuencia a una especie de
compromiso entre las antiguas y las nuevas identificaciones. Compromiso que
demuestra la dependencia inconsciente con los padres y hasta qué punto se
mezcla la necesidad de rechazarlos con la de conservarlos: el deseo de ser
considerado como adulto, en el afán de ser tratado y protegido como un niño.
Todos conocemos estas llamaradas de amores apasionados
que consagra tan frecuentemente la chica adolescente a una mujer de más edad
-maestra, monitora, hermana mayor de una amiga-, que desempeña entonces el
papel de sustituto maternal. Algo similar sucede con el chico que, en plena
rebelión contra el adulto, puede dedicar también una admiración, aunque tal
vez menos apasionada y exaltada, a un maestro, entrenador deportivo, amigo
de sus padres u otro pariente mayor, que considera entonces como un ser
aparte y al que se esfuerza en imitar. Tales identificaciones son útiles
-aunque sea a nivel inconsciente- porque, siendo del mismo sexo, apartan al
adolescente del peligro de recaer en el complejo de Edipo.