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PROBLEMAS
MENSTRUALES: LOS DOLORES
Los dolores que se
producen durante la menstruación se conocen como dismenorrea. Algunas
mujeres los padecen con regularidad; otras, a veces, y otras, nunca. A este
respecto, cuando se trata de comprender la experiencia de otra persona,
surgen graves problemas. Para un hombre, o para una mujer que no padezca una
dismenorrea grave, es muy difícil comprender bien a quien la padece,
cuestión que pone de manifiesto con toda claridad el texto en el que una
mujer describe sus vivencias sobre los dolores menstruales", que exponemos
en el siguiente punto de este mismo espacio.
Las soluciones médicas tradicionales para tratar el problema no han
resultado del todo satisfactorias. Algunos medicamentos ayudan a algunas
personas durante algún tiempo, pero no sirven para todo el mundo. En
realidad, hasta hace pocos años, el mejor tratamiento consistía en la
antigua y simple aspirina. No obstante, en los últimos años, se ha avanzado
en la comprensión de la biología de los dolores menstruales y en su
tratamiento.
Se cree que las responsables de estos dolores son las prostaglandinas. Las
prostaglandinas son sustancias parecidas a las hormonas que producen muchos
tejidos corporales, incluido el revestimiento del útero. Las prostaglandinas
provocan la contracción de los músculos lisos y pueden influir en el
diámetro de los vasos sanguíneos. Las mujeres que padecen dolores
menstruales graves presentan unos niveles muy elevados de prostaglandinas.
Estos niveles elevados provocan contracciones uterinas intensas, que son
dolorosas; a su vez, esas contracciones obstaculizan el flujo de sangre
oxigenada al útero, proceso doloroso semejante a lo que ocurre en un ataque
al corazón.Asimismo, las prostaglandinas pueden provocar también una
sensibilidad mayor de las terminaciones nerviosas. La combinación de las
contracciones uterinas con la falta de oxígeno y la mayor sensibilidad
nerviosa producen los dolores menstruales.
A consecuencia de este análisis, el nuevo tratamiento consiste en
medicamentos antiprostaglandinas. El fármaco en cuestión consiste en ácido
mefenámico y se vende con marcas comerciales como Ponstel (en España se
comercializa como Cosían). Otros productos similares son Motrin y el
Neobrufen, cuyo principio activo es ibuprofeno, y el Anaprox***, cuyo
principio activo es naproxeno.
Es interesante señalar que su aplicación al tratamiento de los dolores
menstruales se debe a la doctora Penny Wise BUDOFF (1981). En su
investigación, el 85% de las mujeres sometidas a prueba manifestó una
mejoría significativa del dolor menstrual y de los síntomas de náuseas,
vómitos, mareos y debilidad. No es coincidencia que la aspirina, uno de los
remedios tradicionales, sea un antiprostaglandínico débil. El trabajo sobre
los fármacos antiprostaglandínicos nos parece lo bastante prometedor como
para recomendar a todas las mujeres que hayan padecido graves problemas de
dolores menstruales, y cuyo tratamiento no les haya producido una mejoría
satisfactoria, que consulten a un médico la posibilidad de utilizar algún
fármaco antiprostaglandínico (estos medicamentos sólo se venden con receta).
Una mujer describe
sus vivencias sobre los dolores menstruales.
Empecé a menstruar a los 12 años. En los primeros meses no aparecieron las
molestias. La primera vez que me ocurrió, estaba en la cocina, preparando un
té para mi madre. De repente, me retorció un dolor terrible, hasta el punto
de que casi no podía respirar. No pude ponerme derecha y, cuando llegué
adonde estaba mi madre, me dijo que me sentara en mi cama y que ya pasaría.
Estuvo muy amable conmigo y me dijo que, a veces, ella también lo había
pasado mal.
Más tarde, medio año después de esto, estaba ya harta de mí. Empezó a
aborrecer mis gritos y retorcimientos de dolor... Por último, cuando yo
tenía 13 años, me dijo que, si no dejaba de gritar en ese mismo momento, se
marcharía y me dejaría sola. Me senté allí y me estremecí, permaneciendo en
silencio. Mi madre lo dejó muy claro. Aprendí que no podía gritar si no
quería que ella y las demás personas se apartaran de mí.
Cuando fui haciéndome mayor, esta lección se vio reforzada. Pude hablar de
mi problema una vez, dos veces, quizá, pero después, las enfermeras de la
escuela y el resto del personal hicieron oídos sordos. Los profesores no
estaban dispuestos a ayudarme; ante lo absurdo de mi postura, meneaban la
cabeza, pensando que, de repente, me había vuelto una holgazana... Por otra
parte, parecía que mi historia anterior no servía de nada. Siempre me gustó
el baloncesto y participaba con entusiasmo en la gimnasia. Pero, una vez, mi
profesora de gimnasia se enfureció conmigo, pensando que, de repente, ya no
quería perfeccionar mi técnica de baloncesto. Su actitud hacia mí enfrió la
de mis compañeras también. ¿Quién iba a querer relacionarse con una persona
tan poco fiable?...
Cuando tenía 18 años, sufrí un accidente montando a caballo en el que me
rompí la espalda por la mitad. El primer médico que me examinó no me hizo
radiografías y dijo que sólo tenía algunas magulladuras. A mí, me parecía
que los dolores eran demasiado grandes para tener sólo magulladuras... Dos
semanas más tarde, mi padre, a quien no le gustaba nada cómo me movía, me
envió al Knickerbocker Hospital para que me hicieran un examen radiológico.
Allí descubrieron que me había roto la columna vertebral (además del cóccix)
y me instalaron en una silla de ruedas, advirtiéndome que no debía dar ni un
solo paso, lo que me habría hecho gracia (si no fuera por el dolor), porque,
durante dos semanas, había estado andando, limpiando, manejándome por mi
cuenta e, incluso, yendo de excursión en esas condiciones.
Como usted sabe, el Knickerbocker es un hospital muy concurrido de Nueva
York, que sirve para enfrentarse por completo con el lado más duro de la
vida. Sin embargo, esa noche, el residente que me había examinado y hecho
las radiografías se detuvo en mi habitación para hablar conmigo. Dijo: "Sólo
quería ver cómo le va a la chica más valiente que he conocido". Su
amabilidad me sorprendió, pero el hecho de que yo hablara con calma,
normalmente, sin gritar ni desmayarme, le parecía asombroso... Al resto del
personal del hospital también le pareció muy sorprendente mi conducta...
Sin embargo, ellos desconocían un aspecto de mi capacidad para resistir el
dolor. No es que no lo sintiese; tengo el mismo número de terminaciones
nerviosas por centímetro cuadrado que cualquier otra persona. La diferencia
está en que, durante muchos años, he estado entrenándome para aguantarlo. Yo
estaba acostumbrada a moverme en un mar de dolores terribles, a mantener una
conversación mientras todos mis nervios chillaban, a arreglarme y tomar el
autobús mientras sentía un hierro al rojo golpeándome el estómago. Mi
entrenamiento tenía lugar, sin falta, una vez al mes, cuando me llegaba la
regla. Por supuesto, desarrollé todas las técnicas que pude para resistir
esta experiencia, como hablar mentalmente de algo conmigo misma, paso a
paso...
Estas grandes técnicas no iban muy allá. Es obvio que sólo me ayudaban a
aguantar lo que tenía que resistir para vivir de acuerdo con la convicción
de nuestra sociedad de que esta situación no existe y no hace falta
remediarla.
En 1982, se concedió el premio Nóbel de medicina a los tres científicos que
realizaron las investigaciones sobre las prostaglandinas. La cobertura
periodística alcanzó a la fisiología de las prostaglandinas, exponiendo las
aplicaciones para el tratamiento de úlceras, artritis y dolor relacionado
con los ataques cardíacos. Sólo se hizo una breve alusión a su relación con
los dolores menstruales. Los millones de mujeres que los padecen pueden
decir que la aplicación al dolor menstrual tiene la misma importancia.
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