|
El cariño
En
mayor o menor medida, todos necesitamos el cariño de otras personas y
especialmente de aquellas a las que estamos unidas por lazos estrechos: los
de la pareja, los de la relación paterno-filial, los de la amistad. Es el
amor quien manda, y no hay regla ni límite para establecer hasta dónde esa
necesidad debe guiar nuestra conducta. La entrega a los seres queridos no
sólo es una consecuencia lógica de los sentimientos que ellos nos inspiran,
sino una prueba de la profundidad de esos sentimientos. Al amar dejamos
voluntariamente una parte de nuestro ser en el otro; cedemos y compartimos
mutuamente un universo que, lejos de suponer una merma de la propia
personalidad, nos engrandece y nos fecunda.
Pero ese vínculo no puede ser tan incondicional que se convierta en
dependencia afectiva. El hecho de desear intensamente lo mejor para otra
persona y de esperar lo mismo de ella da origen a veces a relaciones
patológicas en las que el apego acaba siendo absorbente y paralizador. Sea
por el hábito de compañía excluyente, sea por el miedo irracional a la
pérdida –como en el caso de los celos- , sea por inseguridad de una de las
partes o de ambas, en muchas parejas se crea una co-dependencia enfermiza.
Es la parte perversa del vínculo amoroso, que no amor. La vuelta de tuerca a
partir de la cual el intercambio afectivo se transforma en anulación
recíproca.
Depender emocionalmente del otro significa caer en la pesadumbre si él no
nos da su aprobación; supone sentirse dichoso o infeliz en función del
estado de humor de la otra persona; consiste en preocuparse excesivamente de
sus problemas dejando de lado los propios, aunque sean más acuciantes o más
graves; aboca a invertir, en fin, toda la energía en pensar continuamente en
él o ella, las más de las veces de forma preocupada y no como ensoñación
ilusionada.
Además de eso, la dependencia afectiva puede adoptar otras formas. Son
conocidos los numerosos casos de denuncias por maltrato físico o psíquico en
que la víctima retira su acusación al cabo de cierto tiempo. Lo que las
denunciantes –en femenino, puesto que suelen ser mujeres- pretendían del
juez sin ser conscientes de ello no era que aplicara un castigo a su
maltratador, sino que le “diera una lección” para hacerle abandonar la
bebida o conseguir un imposible: que el maltratador la quiera. La baja
autoestima, la culpa, el miedo o la falsa piedad deforman la realidad de ese
vínculo de codependencia.
Tarde o temprano todos los dependientes emocionales convierten sus
relaciones en parasitarias. Se cumple en ellos la letra de la conocida
canción que dice “Ni contigo no sin ti/ tienen mis males remedios;/ contigo,
porque me matas;/ y sin ti porque yo muero”. Los enfados, las continuas
rupturas y reconciliaciones, los arrepentimientos infructuosos que sólo
duran hasta la siguiente recaída, son situaciones que igualan la
codependencia con cualquier otra adicción. Y es que en realidad el
dependiente está “enganchado” a la otra persona de la misma forma que el
drogadicto al veneno que absorbe y domina su voluntad.
Muchos de los afectados por el apego han sido educados para el control y el
cuidado de los demás, como “rescatadores” dispuestos a hacer cosas por los
demás olvidándose de sí mismos.
Pero a menudo dedicarse a rescatar a los demás es una forma de huir de los
problemas propios, y de hacerlo en vano. Nadie puede o debe querer cambiar a
una persona adulta. Por eso los intentos de modificar el comportamiento de
los demás haciéndose dependiente de él están condenados a algo peor que el
fracaso. El controlador acaba siendo controlado, esclavizado y anulado por
aquél a quien trataba de encauzar. Así se completa un círculo profundamente
autodestructivo, puesto que, sí malo es estar pendiente de los antojos
ajenos, más dañino todavía resulta vivir condicionado por el proceder de
personas inestables.
“El
amor: la única obsesión que todo el mundo desea” (Philip Roth)
|
|