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La soberbia.

Soberbia es ceder al deseo de la propia elevación, es el aprecio desordenado de las propias cualidades, el desear poder. El alma se hincha tanto cuando alimenta al ego de la soberbia que no cabe ni en sí misma ni en el puesto que debe ocupar, el que es señalado y preparado por la vida para uno. Entonces, también todo lo que le parece extraño le resulta pequeño y de poco valor. La soberbia es, en fin, un exceso de “amor” propio llevado hasta el punto de llenar con él toda el alma, de modo que no queda sitio para la vida espiritual.

Esta exagerada idea de la importancia y de la perfección propia puede permanecer oculta en el interior de la persona o manifestarse al exterior. En este último caso se desea que los demás le consideren a uno y piensen de igual modo que uno piensa sobre sí mismo. El deseo de que los otros reconozcan las propias preeminencias puede, a su vez, acompañarse con el deseo de que los más le satisfagan a uno por medio de halagos y de alabanzas, o bien por la sumisión hacia su persona. El soberbio también aspira a que la fama divulgue los pretendidos méritos propios, y que la sociedad los recompense. Anhela honores y distinciones y suspira por los primeros puestos en los organigramas de las organizaciones.

La soberbia es vanagloria y ambición. También es orgullo, jactancia, engreimiento y pedantería. Se encuentra en la raíz de todos los demás vicios, es todo lo contrario que la humildad y oscurece la visión de la verdad, porque supone vivir en una mentira más o menos descarada.

La soberbia de algunas personas les hace creer que no han recibido de la vida nada que no se merezcan o bien que no reciben nada de Dios. El camino espiritual les parece absurdo, y para justificar su forma de pensar elaboran ideas extrañas que no tienen ni base real ni fundamento. Muchos están convencidos de tener lo que en realidad no tienen. En esto, como en todo, es esencial conocerse a sí mismo. El desordenado amor propio hace ver aumentadas las propias aptitudes y cualidades, y tiende un velo sobre las propias imperfecciones. Suele suceder que son las personas que menos se lo merecen las que más se exaltan y se engríen.

La exagerada valoración en la que el orgulloso se tiene es nefasta. No rectifica sus errores porque no se da cuenta de ellos, ni pide a Dios su ayuda, porque no la cree necesaria. Permanece tranquilo e indiferente en medio de su desorden, sin reparar en que camina sobre un sendero equivocado y que pronto deberá dar marcha atrás.

Aunque uno supiera que verdaderamente le sobran cualidades de las que otras personas carecen, ello no es motivo para envanecerse y despreciarlas. Sucede en muchas ocasiones que a quienes más se ensalzan en el concepto propio, Dios les permite las más vergonzosas caídas. La vida responde ante la soberbia de una manera terrible y, muchas veces, inmediata.

Con los demás egos el ser humano se aparta de la Verdad y de Dios, se dirige de manera inmoderada hacia la Tierra y sus criaturas y abusa de los bienes con los que la vida les ha ofrecido. Con la soberbia, poseído por el deseo de colocar en sus manos el bastón de mando de la Creación, se levanta en su pensamiento por encima de Dios.

Las personas que empiezan a atisbar algo de luz en sus consciencias se suelen avergonzar de sus defectos. Esta no es una postura del todo adecuada, pero peor resulta creer que se carece de ellos. Cuando el orgulloso advierte la magnitud de su desvarío procura a toda costa ocultarlo. Quiere esconder dentro de sí el vicio, pues se avergüenza de lo que realmente es, y quiere mostrarse a los demás diferente y superior a su propia realidad. Le aterra la idea de que los demás le puedan despreciar, aunque a sus propios ojos se vea a sí mismo despreciable. En muchas ocasiones, la persona que sufre el ego de la soberbia anhela que la consideren humilde, pero no puede estar siempre tan atenta que no manifieste su altanería. La falsa virtud, ahora la falsa modestia, pronto se descubre, pues a la menor contrariedad manifiesta el ego de la soberbia que guarda en su interior.

No pide a Dios ayuda, pero tampoco pide a otras personas consejo, porque esto le parecería una humillación. Ella sola se cree suficiente, porque valora en poco todo lo que pueda venir desde fuera de ella misma. La amistad no cabe en su corazón, que lleno de amor propio excluye cualquier otro afecto. Sola y aislada entre las demás personas, concentrando en sí todo su amor y toda su vida, no puede soportarse y pocos pueden soportarla. Con el entendimiento muy limitado suele ser también terca y obstinada, y por la misma soberbia y orgullo entra en los más ridículos o ruinosos pleitos. Y todo porque le parece una deshonra y una flaqueza retirar el pie de un camino que ya ha tomado y volver hacia atrás. Todavía no ha aprendido que el ser humano no debe ser esclavo de nada, ni siquiera de sus propias palabras. La simple oposición le irrita, las reprensiones le enfurecen y está siempre dispuesto a rebelarse contra la autoridad legítima, a saltar por encima de todo y a despreciar el camino de la espiritualidad.

 

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