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La
reflexión.
En tiempos pretéritos, el conocimiento iluminaba muy pocas mentes. Las
masas, por lo general, se limitaban a sobrevivir a la sombra de la
ignorancia. Hoy, la magia de las comunicaciones ha profanado, secreto tras
secreto, el templo de la sabiduría. El tabernáculo del conocimiento ha sido
despiezado y sus trozos convertidos en grafismos y ondas sónicas o
hertzianas que se difunden a velocidades de mareo, engañando al ojo y al
oído que apostarían por la simultaneidad.
Las mentes tienen
ahora sus bodegas repletas de datos, guarismos, fórmulas, teorías,
hipótesis... El poco tiempo que la insaciable gula de información deja
libres los circuitos aferentes
(receptores), se disparan los eferentes (emisores) para vomitar en
impetuosa verborrea -gráfica o sónica- los mismos datos, fórmulas y teorías
que acaban de entrar, convirtiéndose la vida social en un incesante parloteo
en el que unos repiten con entusiasmo a los otros lo que estos mismos han
dicho o van a repetir a unos terceros. No hay descanso. Los más audaces
añaden con suficiencia alguna apostilla crítica de su propia cosecha con la
pretensión, supongo, de enmascarar lo ajeno para apropiárselo.
Al observar
esta conducta humana, uno no sabe qué resulta más asombroso, si la indecible
vanidad de algunos egos pueriles que se arrogan competencias y autoridad
sobre cualquier cosa (Sócrates, a los atenienses que le juzgan:
"Creen los artesanos que porque hacen bien su trabajo, son sabios en todo")
o el insensato derroche de preciosas energías gastadas en la ciclópea
acumulación y posterior vertido de datos intrascendentes.
El caso es que
en nuestra sociedad actual se habla mucho y se piensa poco. La información
recibida precisa siempre de una larga digestión y de un proceso de profunda
reflexión, sin los cuales la mente no puede asimilar aquellos nutrientes
intelectuales que la enriquecen. La simple deglución y almacenamiento de
datos priva al hombre de toda función intelectiva.
La
inteligencia sólo se desarrolla con el ejercicio diario, analizando,
discerniendo, contrastando las nuevas sensaciones con las viejas
experiencias, renovando los patrones mentales, afinando la sensibilidad y
cavilando sobre los inevitables errores, de modo que una conducta mejorada
revierta cada vez más positivamente sobre la naturaleza, la sociedad y,
finalmente, sobre uno mismo.
Este ejercicio
requiere largos periodos de trabajo interior, durante los cuales los
circuitos aferentes, o receptores de información, y los eferentes,
o transmisores de órdenes de acción, han de guardar silencio, pues sólo de
esta manera puede dedicarse la atención a las labores de la inteligencia.
Muchos hombres públicos tienen ahí su talón de Aquiles, ya que son incapaces
de concentrar sus intelectos en el análisis y consideración de las múltiples
variables que acompañan, inevitablemente, a cada situación.
Los grandes
habladores que hoy nos aturden desde cualquier tribuna no son, en general,
productores de ideas, sino meros transmisores de lo que leen o les cuentan.
La ausencia de reflexión, además de dejar al individuo huérfano de ideas,
acarrea un mal mayor: atrofia progresivamente su inteligencia.
El ritmo
frenético con que vivimos no invita precisamente al retiro creador en los
espacios internos, a hallar pacientemente el grano de sabiduría entre las
toneladas de ganga que lo sepultan. Por otra parte, las esencias, el
conocimiento profundo de las cosas, se cotiza muy a la baja en los mercados
actuales, en los que, por el contrario, está en alza todo tipo de bisutería:
lo aparente, la imagen, la superficialidad ocurrente, la iconoclastia...
Hay que
admitirlo sin ambages: nuestra sociedad ha caído en manos de mercaderes sin
otra filosofía que la ley del mercado. Importa sólo lo que se vende. ¿Quién
quiere romperse la cabeza tratando de desentrañar los misterios que
envuelven la vida? Eso no interesa a nadie. Lo que nuestra sociedad consume
son productos ligeros y entretenidos, así que hasta los filósofos e
intelectuales han tenido que dedicarse a su elaboración siguiendo una receta
universal en la que no faltan ingredientes como la provocación, el morbo,
cierta originalidad, al menos en el estilo, y, sobre todo, mucha promoción.
Así están las
cosas. El mundo es de los habladores, de los vendedores incansables de
modas. Afortunadamente, todavía quedan pensadores, pero, por el momento,
parecen condenados a seguir rumiando en su interior, de espaldas al
reconocimiento público. Líbralos, Señor, de caer en la tentación.
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