|
Educación y disciplina.
El niño es el resultado del pasado y del presente y está ya condicionado por
estas circunstancias. Si le transmitimos nuestro pasado, perpetuaremos su
condicionamiento y el nuestro. Hay una transformación radical sólo cuando
comprendemos nuestro condicionamiento y nos libertamos de él. Discutir lo
que debe ser la verdadera educación, mientras nosotros mismos estamos
condicionados, es completamente fútil.
Mientras los niños son tiernos, debemos, por supuesto, protegerlos de todo
daño físico, e impedir que se sientan físicamente inseguros. Pero
desgraciadamente no nos detenemos ahí; queremos dar forma a su manera de
pensar y sentir; queremos amoldarlos a nuestros anhelos e intenciones.
Procuramos plasmarlo en nuestros hijos para perpetuar en ellos nuestro ser.
Construimos muros a su alrededor, los condicionamos con nuestras creencias
ideológicas, con nuestros temores y esperanzas, y entonces nos lamentamos y
oramos cuando los matan o los mutilan en las guerras, o cuando sufren de
alguna otra manera con las experiencias de la vida.
Tales experiencias no proporcionan libertad; por el contrario, fortifican la
voluntad del “yo”. El “yo” está compuesto de una serie de reacciones
defensivas y expansivas, y su realización se manifiesta siempre en sus
propias proyecciones y en las identificaciones que lo satisfacen. Mientras
traduzcamos la vivencia en términos del “yo” del “mi”, y de “lo mío”;
mientras el “yo”, el “ego”, se mantenga por medio de sus reacciones, la
experiencia no podrá liberarse del conflicto de la confusión y del dolor. La
libertad sólo existe cuando comprendemos las actuaciones del “yo”, del que
vive la experiencia. Solo cuando el “yo” con sus acumuladas reacciones, no
es el que vive la experiencia, esa vivencia adquiere una significación
completamente diferente y se convierte en creación.
Si ayudáramos al niño a liberarse de las actuaciones del ego, que causan
tanto sufrimiento, entonces cada uno de nosotros se dispondría a alterar
profundamente su actitud y su relación con el niño. Los padres y los
educadores, mediante su propio pensamiento y conducta, pueden ayudar al niño
a liberarse y a florecer en amor y bondad.
La educación actual no estimula en modo alguno la comprensión de las
tendencias heredadas y de las influencias ambientales, que condicionan la
mente y el corazón y mantienen el temor; y por lo tanto no nos ayuda a
romper con los condicionamientos y a crear seres humanos íntegros. Cualquier
forma de educación que se ocupe sólo de una parte, y no de la totalidad del
ser humano, inevitablemente ha de aumentar los conflictos y los
sufrimientos.
Es sólo en la libertad individual que el amor y la bondad pueden florecer; y
sólo la verdadera clase de educación puede ofrecer esa libertad. Ni la
conformidad con la sociedad del presente, ni la promesa de una utopía
futura, podrán dar jamás al individuo la intuición, sin la cual está creando
problemas constantemente.
El verdadero educador, viendo la naturaleza interna de la libertad, ayuda a
cada alumno individualmente a observar y a comprender los valores e
imposiciones que son proyección de sí mismo; lo ayuda a estar alerta a las
influencias condicionadas que lo rodean, y a sus propios deseos, factores
ambos que limitan su mente y engendran temor; lo ayuda según va haciéndose
adulto, a observarse y comprenderse en relación con todas las cosas, porque
es el ansia de la realización del yo, lo que trae conflictos y tristezas
interminables.
Indudablemente que es posible ayudar al individuo a percibir los valores
perdurables de la vida, sin condicionamiento. Algunos dirán que este
desarrollo total del individuo ha de conducir al caos; pero, ¿será así? Ya
existe la confusión en el mundo, y esta confusión ha surgido por no haber
educado al individuo a comprenderse a sí mismo. Al mismo tiempo que se le ha
dado un poco de libertad superficial, también se le ha enseñado a amoldarse,
a aceptar los valores existentes.
Contra esta regimentación muchos se rebelan; pero desgraciadamente su
rebelión es una simple reacción egoísta, que obscurece aún más nuestra
experiencia. El verdadero educador, alerta a la tendencia de la mente hacia
la reacción, ayuda al alumno a alterar los valores del presente, no como
reacción contra ellos, sino a través de su comprensión del proceso total de
la vida. La plena cooperación entre los seres humanos no es posible sin la
integración que la verdadera educación puede ayudar a despertar en el
individuo.
¿Por qué estamos tan seguros de que ni ésta, ni la próxima generación, aún
mediante la verdadera clase de educación, podrán lograr ninguna alteración
fundamental en las relaciones humanas? Nunca lo hemos intentado, y como la
mayor parte de nosotros aparentemente le tenemos miedo a la verdadera
educación, no nos sentimos inclinados a hacer la prueba. Sin investigar
realmente esta cuestión en su totalidad, afirmamos que la naturaleza humana
no puede cambiarse, aceptamos las cosas como están y estimulamos al niño a
que se ajuste a la sociedad actual; lo condicionamos a nuestros modos
actuales de vida y esperamos que suceda lo mejor. ¿Pero puede considerarse
educación esa conformidad con los valores del presente, que nos conducen a
la guerra y al hambre?
No nos engañemos creyendo que este condicionamiento ha de lograr la
inteligencia y la felicidad. Si permanecemos temerosos, faltos de afecto,
apáticos, sin esperanza, ello significa que realmente no sentimos interés en
estimular al individuo a florecer abundantemente en amor y bondad, y, por el
contrario, preferimos que siga cargando con la miseria, con las cuales nos
hemos agobiado y de las cuales él también forma parte.
Condicionar al alumno para que acepte el ambiente actual es evidentemente
una estupidez. A menos que voluntariamente efectuemos un cambio radical en
la educación, somos directamente responsables de la perpetuación del caos y
de la miseria; y cuando finalmente sobrevenga alguna revolución monstruosa y
brutal, esto sólo ofrecerá a otro grupo de personas la oportunidad de
cometer crueldades y explotaciones. Cada grupo que sube al poder desarrolla
sus propios métodos de opresión; ya sea la persuasión psicológica o la
fuerza bruta.
Por razones políticas e industriales, la disciplina se ha convertido en un
factor importante en la presente estructura social, y es por nuestro deseo
de tener seguridad psicológica que aceptamos y practicamos varias formas de
disciplina. La disciplina garantiza un resultado, y para nosotros el fin es
más importante que loe medios; mas esos medios determinan el fin.
Uno de los peligros de la disciplina es que el sistema adquiere más
importancia que los seres humanos que están dentro del sistema. La
disciplina se convierte entonces en un sustituto del amor; y es a causa de
la vaciedad de nuestros corazones que nos adherimos a la disciplina. La
libertad no puede surgir jamás a través de la disciplina ni de la
resistencia; la libertad no es una meta ni un fin que ha de lograrse. La
libertad se encuentra en el principio, no en el fin; ni tampoco ha de
encontrase en un ideal remoto.
La libertad no significa la oportunidad de lograr la satisfacción propia o
el ignorar la consideración a los demás. El maestro que es sincero protegerá
a los discípulos y les ayudará por todos los medios posibles a crecer hacia
la verdadera clase de libertad; pero le será imposible hacer esto si él
mismo está aferrado a una ideología, si es en alguna forma dogmático o
egoísta.
La sensibilidad no puede jamás despertarse por la fuerza. Podemos obligar a
un niño a estarse quieto exteriormente, pero no nos enfrentamos cara a cara
con aquello que lo hace ser obstinado, cínico, etc. La fuerza provoca el
antagonismo y el temor. El premio o el castigo en cualquier forma sólo
embotan la mente y la someten; y si esto es lo que deseamos, entonces la
educación por la fuerza es un medio excelente de proceder.
Pero tal educación no puede ayudarnos a comprender al niño, ni puede crear
un adecuado ambiente social en el que dejen de existir el separatismo y el
odio. En el amor al niño se encuentra implícita la verdadera educación. Pero
la mayor parte de nosotros no amamos a nuestros hijos; sentimos ambición por
ellos, lo que significa que sentimos ambición por nosotros mismos.
Desgraciadamente estamos tan atareados con las ocupaciones de la mente, que
tenemos poco tiempo para sentir los impulsos del corazón. Después de todo,
la disciplina implica resistencia; y ¿se conseguirá alguna vez el amor
mediante la resistencia? La disciplina sólo puede edificar muros a nuestro
alrededor; es siempre exclusiva, y siempre provocadora de conflictos. La
disciplina no conduce a la comprensión, porque a la comprensión se llega
mediante la observación, mediante el estudio, sin perjuicios de ninguna
especie.
La disciplina es una manera muy fácil de dominar a un niño, pero no le ayuda
a comprender los problemas que envuelve la vida. Alguna forma de compulsión,
como la disciplina de premios y castigos, puede ser necesaria para mantener
el orden y la aparente quietud de un gran número de alumnos hacinados en un
salón de clases; pero con un buen educador y un número reducido de alumnos,
¿sería acaso necesaria alguna represión que eufemísticamente llamáramos
disciplina?. Si las clases son pequeñas y el maestro puede dar toda su
atención a cada alumno, observándolo y ayudándolo, entonces la compulsión o
la fuerza en cualquier forma es evidentemente innecesaria.
Si en un grupo de esta clase algún alumno persiste en desordenar, o en ser
injustificadamente molesto, el educador debe inquirir o investigar la causa
de su conducta incorrecta, que puede ser una mala dieta, falta de descanso,
disgustos familiares o algún temor oculto.
En la verdadera educación esta implícito el cultivo de la libertad y la
inteligencia, lo cual no es posible cuando hay alguna forma de compulsión,
con sus temores consiguientes. Al fin y al cabo la misión del maestro es
ayudar al alumno entender las complejidades de la totalidad de su ser.
Exigirle que reprima una parte de su naturaleza en beneficio de otra parte,
es crear en él conflictos interminables que dan por resultado antagonismos
sociales. Es la inteligencia y no la disciplina la que produce el orden.
La conformidad y la obediencia no caben en la verdadera educación. La
cooperación entre el maestro y el alumno es imposible si no hay afecto y
respeto mutuos. Cuando se les exige a los niños que respeten a los mayores,
tal acción generalmente se convierte en hábito, en mera actuación externa y
el temor asume la apariencia de veneración. Sin respeto y consideración no
es posible que haya relación vital, especialmente cuando el maestro es un
simple instrumento de sus conocimientos.
|
|