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Educación, temor, autoridad y religión.
Si el maestro exige respeto de parte de sus alumnos, y él a su vez los
respeta muy poco, evidentemente esto ocasionará indiferencia y falta de
respeto por parte de ellos. Sin respeto a la vida humana, el conocimiento
sólo conduce a la destrucción y la miseria. El cultivo del respeto que se
debe a los demás es parte esencial de la verdadera educación; pero si el
educador no posee esa cualidad, no puede ayudar a sus alumnos a vivir una
vida íntegra.
La inteligencia es el discernimiento de lo esencial, y para discernir lo
esencial hay que estar libre de los impedimentos que la mente proyecta en
busca de su propia seguridad y comodidad. El temor es inevitable mientras la
mente busca seguridad; y cuando los seres humanos están regimentados en
alguna forma, se destruyen la inteligencia y la actitud alerta.
El fin de la educación es cultivar las verdaderas relaciones que deben
existir no sólo entre las personas, sino también entre éstas y la sociedad;
y es por eso esencial que la educación, ante todo, ayude a la persona a
comprender sus propios procesos psicológicos. La inteligencia consiste en
comprender a sí mismo y en proyectarse más allá de y sobre sí mismo; pero no
puede haber inteligencia mientras haya temor. El temor pervierte la
inteligencia y es una de las causas de la acción egoísta. La disciplina
puede suprimir el temor, pero no lo destruye; y el conocimiento superficial
que recibimos hoy día es la educación, oculta aún más ese temor.
Cuando somos niños, el temor se nos inculca a la mayoría de nosotros en la
escuela y en el hogar. Ni los padres ni los maestros tienen la paciencia ni
el tiempo ni la sabiduría para disipar los temores instintivos propios de la
niñez, los cuales, según vamos creciendo, dominan nuestras actitudes y
nuestros juicios y nos crean muchos problemas. La verdadera educación debe
tener en consideración este problema del temor, porque el temor deforma
nuestra visión total de la vida. No tener miedo es el principio de la
sabiduría, y sólo la verdadera educación puede lograr la liberación del
temor, en la cual existe únicamente la profunda inteligencia creadora.
El premio o el castigo por una acción, lo único que hace es fortalecer el
egoísmo. Actuar por respeto o consideración a otra persona, en el nombre de
Dios o de la patria, conduce al temor; y el temor no puede ser la base de la
acción buena. Si quisiéramos ayudar al niño a ser considerado para con los
demás, no deberíamos usar el amor como soborno, sino que debiéramos tomar el
tiempo que fuese necesario y tener la paciencia de explicar las formas de la
consideración.
No existe el respeto a otra persona cuando por ello hay una recompensa;
porque el soborno o el castigo resultan más significativos que el
sentimiento de respeto. Si no le tenemos respeto al niño, y sólo le
ofrecemos una recompensa o le amenazamos con un castigo, estimulamos la
codicia y el temor. Puesto que nosotros mismos hemos sido educados a actuar
con miras egoístas, no vemos cómo pueda haber acción libre del deseo de
ganancia.
La verdadera educación habrá de estimular el pensar en los demás, y la
actitud de consideración hacia ellos sin atractivo ni amenaza de ninguna
clase. Si no esperamos por más tiempo resultados inmediatos, comenzaremos a
ver la importancia de que el educador y el niño estén libres del temor al
castigo, de la esperanza de la recompensa, así como de cualquiera otra forma
de compulsión; pero la compulsión continuará mientras la autoridad forme
parte de las relaciones humanas.
Someterse a la autoridad tiene muchas ventajas si se piensa en términos de
ganancias y motivos personales; pero una educación basada en la prosperidad
y el beneficio personales sólo puede edificar una estructura social
caracterizada por la competencia, el antagonismo y la crueldad. Esta es la
clase de sociedad en que hemos sido educados, y son evidentes nuestra
animosidad y confusión.
Se nos ha enseñado a doblegarnos ante la autoridad de un maestro, de un
libro, de un partido, porque es provechoso hacerlo así. Los especialistas en
todos los compartimentos de la vida, desde el sacerdote hasta el burócrata,
ejercen su autoridad y nos dominan; pero ningún maestro ni ningún gobierno
que usen la fuerza, podrán jamás crear el espíritu de cooperación en la vida
de relación, que es esencial para el bienestar de la sociedad.
Si hemos de tener verdaderas relaciones humanas los unos con los otros, no
debe haber compulsión, ni siquiera persuasión. ¿Cómo puede haber afecto y
cooperación genuinos entre los que están en el poder y los que están
sometidos a ese poder? Mediante la consideración desapasionada de esta
cuestión de la autoridad y sus muchas implicaciones, a través de la
observación de que el mismo deseo de poder es en sí destructivo, surge
enseguida una comprensión espontánea de todo el proceso de la autoridad.
Desde el momento en que desechamos la autoridad, estamos en consorcio con
los demás, y sólo entonces es que hay cooperación y afecto.
El problema vital de la educación es el educador. Aún un pequeño grupo de
alumnos se convierte en instrumento de importancia personal del educador, si
éste utiliza la autoridad como medio para su propia liberación, si la
enseñanza es para él una expansiva realización de sí mismo. Pero la mera
aceptación intelectual o verbal de los efectos nocivos de la autoridad, es
estúpida y vana.
Debemos tener un profundo conocimiento de los ocultos móviles de la
autoridad y del dominio. Si vemos que la inteligencia nunca puede
despertarse por la fuerza, el darnos cuenta de ese hecho disipará nuestros
temores, y entonces comenzaremos a cultivar un nuevo ambiente, que
transcenderá en gran manera el actual orden social y será opuesto a él.
Para comprender el significado el significado de la vida con sus conflictos
y dolores, tenemos que pensar con independencia de toda autoridad, inclusive
la autoridad de la religión organizada; pero si en nuestro deseo de ayudar
al niño, colocamos ante él ejemplos autoritarios, estaremos estimulando el
temor, la imitación y varias formas de superstición.
Los jóvenes se dejan persuadir muy fácilmente por el sacerdote o por el
político, por el rico o por el pobre, a pensar de una manera determinada;
pero la verdadera clase de educación debe ayudarles a vigilar estas
influencias para no repetir como loros los estribillos partidistas, ni caer
en astutas trampas de ambición, ya sea la propia o la ajena. No deben
permitir los jóvenes que la autoridad les sofoque el corazón la mente.
Seguir a otro, por grande que sea, o adherirse a una ideología lisonjera, no
ha de contribuir a la paz mundial.
Para comprender el significado de la vida con sus conflictos y dolores,
tenemos que pensar con independencia de toda autoridad, inclusive la
autoridad de la religión organizada; pero si en nuestro deseo de ayudar al
niño, colocamos ante él ejemplos autoritarios, estaremos estimulando el
temor, la imitación y varias formas de superstición.
Los que tienen inclinaciones religiosas tratan de imponer al niño las
creencias, esperanzas y temores que ellos a su vez han adquirido de sus
padres; y los que son antirreligiosos sienten igualmente el mismo deseo de
ejercer su influencia sobre el niño, para que acepte el modo particular de
pensar que ellos tienen. Todos nosotros queremos que nuestros hijos acepten
nuestra forma de culto, o que sigan de corazón nuestra ideología preferida.
Es tan fácil enredarse en imágenes y fórmulas, ya sean inventadas por
nosotros mismos o por otras personas, que se hace necesario estar a la
expectativa y en actitud alerta para evitarlo.
Lo que llamamos religión es simplemente una creencia organizada, con sus
dogmas, ritos, misterios y supersticiones. Cada religión tiene su propio
libro sagrado, su mediador, sus sacerdotes y sus fórmulas para amenazar y
retener a la gente. La mayor parte de nosotros hemos sido condicionados a
todo esto, que se considera educación religiosa; pero este condicionamiento
coloca al ser humano frente al ser humano, crea antagonismo, no sólo entre
los creyentes, sino también contra los que tiene otras creencias. Aunque
todas las religiones afirman que adoran a Dios y dicen que debemos amarnos
los unos a los otros, inculcan el con sus doctrinas de premios y castigos, y
con sus dogmas de competencia perpetúan la suspicacia y el antagonismo.
Los dogmas, los misterios y los ritos no conducen a la vida espiritual. La
educación religiosa, en su verdadero sentido, ha de estimular al niño a
comprender su propia relación con las personas, las cosas y la naturaleza.
No hay existencia sin relación; y sin el conocimiento de sí mismo toda
relación con uno o con muchos, trae conflictos y dolores. Por supuesto que
explicar esto cabalmente a un niño es imposible; pero si el educador y los
padres captan a plenitud el significado de la convivencia, entones por su
actitud, su conducta y su lenguaje, seguramente podrán trasmitir al niño la
significación de la vida espiritual, sin necesidad de usar muchas palabras
ni muchas explicaciones.
Lo que llamamos educación religiosa desalienta la interrogación y la duda,
sin embargo, sólo cuando investigamos la significación de los valores que la
sociedad y la religión han colocado ante nosotros, es cuando comenzamos a
averiguar lo que es la verdad. Es función del educador examinar
profundamente sus propios pensamientos y sentimientos, y desechar los
valores que le han proporcionado seguridad y satisfacción, pues sólo
entonces puede ayudar a sus alumnos a estar alertas ante sí mismos y a
comprender sus propias urgencias y sus propios temores.
La mejor época para crecer en rectitud y claridad es la niñez; y aquellos de
nosotros que somos mayores podemos, si tenemos comprensión, ayudar a los
jóvenes a liberarse de los obstáculos que la sociedad les ha impuesto, así
como también de los que ellos mismos están imponiéndose. Si la mente y el
corazón del niños no están moldeados por previos conceptos y prejuicios
religiosos, entonces tendrá libertad para descubrir mediante el conocimiento
de sí mismo, lo que está más allá y por encima de su yo.
La verdadera religión no es un conjunto de creencias y ritos, esperanzas y
temores; y si podemos permitir al niño que crezca sin estas influencias
perjudiciales, entonces quizá, según vaya adquiriendo madurez, comenzará a
inquirir con respecto a la naturaleza de la realidad, de Dios. Es por eso
que para educar a un niño es necesario tener profundo conocimiento y
comprensión.
La mayor parte de los que tienen inclinaciones religiosas, que hablan de
Dios y de la inmortalidad, fundamentalmente no creen en la libertad
individual ni en la integración. Sin embargo, la verdadera religión es el
cultivo de la libertad en la búsqueda de la verdad. No puede haber
componenda con la libertad. La libertad parcial del individuo no es
libertad. Cualquier condicionamiento, ya sea político o religioso, no es
libertad, y por lo tanto no podrá jamás traer paz.
La verdadera religión no es una forma de condicionamiento. Es un estado de
tranquilidad en el cual está la realidad, Dios; pero ese estado creativo
puede llegar a ser sólo con el conocimiento propio y la libertad. La
libertad trae la virtud, y sin virtud no puede haber tranquilidad. La mente
tranquila no es una mente condicionada; no ha sido disciplinada o adiestrada
para estar quieta. La quietud lega solamente cuando la mente comprende sus
modos de proceder, que son los del “yo”, del ego.
La religión organizada es el pensamiento congelado del ser humano, del cual
edifica templos e iglesias; se ha convertido en solaz para los temerosos, y
en opio para los afligidos. Pero Dios o la verdad, están mucho más allá del
pensamiento y de las demandas emocionales. Los padres de familia y los
maestros que reconocen sus procesos psicológicos que infunden miedo y
tristeza, deben poder ayudar a los jóvenes a observar y entender sus propios
conflictos y aflicciones.
Si nosotros, como mayores, podemos ayudar a los niños, según van creciendo,
a pensar con claridad y desapasionamiento, a amar, no a albergar
animosidades, ¿qué más hay que hacer? Pero si estamos constantemente
agarrotando a los demás, si somos incapaces de lograr la paz y el orden en
el mundo, cambiando profundamente nuestra manera de ser, ¿de qué valen los
libros sagrados y los mitos de las varias religiones?
La verdadera educación religiosa es la que ayuda al niño a comprender
inteligentemente, a discernir por sí mismo lo temporal y lo real, y a
enfrentarse desinteresadamente a la vida. ¿No sería, por lo tanto, más
significativo empezar cada día en el hogar y el la escuela con algún
pensamiento serio, o con un ejercicio de lectura que tenga profundidad y
significación, más bien que mascullando palabras o frases frecuentemente
repetidas?
Las generaciones pasadas, con sus ambiciones, tradiciones e ideales, han
traído al mundo miseria y destrucción. Tal vez las generaciones venideras,
con la verdadera clase de educación, puedan poner fin a este caos y
establecer un orden social más feliz. Si los jóvenes tienen el espíritu de
investigación y buscan constantemente la verdad de todas las cosas, ya sean
políticas o religiosas, personales o ambientales, entonces la juventud
tendrá una gran significación y hay esperanza de un mundo mejor. |
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