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La templanza y la belleza.

Llega un momento en que la virtud de la templanza, que conserva y defiende el orden interior, se hace visiblemente bella y con ello embellece al hombre. La verdadera belleza es la irradiada por el ordenamiento estructural de lo verdadero y lo bueno, no la belleza facial o sensitiva de una agradable presencia.

La templanza es el origen y condición de toda verdadera valentía, la virtud de una madurez varonil. En cambio el infantilismo de un desordenado no sólo acaba con la belleza, sino que crea pusilánimes. Cuando el hombre pierde esa moderación de carácter integral, se hace inservible para plantear cara a la fuerza del mal que va causando estragos por el mundo (disipación de la energía).

La templanza, como orden de la esencia del hombre , no puede ocultarse, como no se oculta el alma, ni nada de lo que es la vida de dentro.

Todas las formas de egoísmo van acompañadas de la frustración y desesperación de no lograr lo que tan ardientemente se busca, que es el apaciguamiento y la satisfacción del yo. Pero es que toda búsqueda desordenada del propio yo tiene que ser forzosamente un fracaso. Aunque es posible que la perversión le ofrezca en recompensa el aturdimiento y la fuga constante de sí mismo.

La destemplanza es una espantosa carga y una insoportable servidumbre. Por el contrario, la moderación libera y purifica, produce limpieza total interior: "...para ello se ejercita la soledad, el ayuno, la vigilia y demás mortificaciones". Una

pureza total es un relacionarse con las cosas y personas de una forma desprendida, serena y transparente, una tesitura del alma tan compleja y tan sencilla como el aire al amanecer el día; y en el fondo, una negación integral del propio yo. Algo así como la desnudez en que se queda el alma cuando la ha sacudido un dolor tremendo, llevándola de un bandazo a las orillas de la nada o a rozar la muerte (el dolor, la tragedia produce purificación, el dolor denota apego). Este estado de serenidad es algo que acompaña siempre a la pureza.

También el don del temor de Dios purifica el espíritu, como sensación interior producida por la gracia de Dios y que se hace presenta al barruntar el peligro. Fruto de este saludable temor es el guardarse de aceptar satisfacciones falseadas que pudieran deslizarse en nuestra relación con el mundo (ver la serpiente que muerde o el frasco de veneno).

"Sin miedo está la rosa sobre su tallo, abierta e inconmovible en su esperanza". Cuando la pureza ha alcanzado esa perfección y hermosura es ya algo más que el efecto de un trabajo de purificación. Eso lleva consigo la disposición interna de aceptar las purgaciones divinas, que serán terribles y quizá mortales, pero anheladas por un corazón esforzado, que se ha lanzado a la aventura de la esperanza, para hacerse digno de una transformación vivificante. Ello nos da el sentido supremo de la moderación y de la templanza.

 

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