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ROMPE LA IDENTIFICACIÓN CON EL CUERPO DEL DOLOR
La emanación de energía de una persona con un cuerpo del dolor activo es muy
particular y les resulta muy desagradable a los demás. Cuando se cruzan con esa
persona, hay quienes sienten la necesidad de apartarse inmediatamente o de
reducir al mínimo su interacción con ella. Se sienten repelidas por su campo de
energía. Otras personas sienten una ola de agresión dirigida contra ellas y
reaccionan con grosería atacándola verbalmente o hasta físicamente también. Eso
significa que hay algo en su interior que resuena con el cuerpo del dolor del
otro. Aquello contra lo cual reaccionaron con tanta fuerza vive en su interior
también. Es su propio cuerpo del dolor.
No sorprende entonces que las personas cuyos cuerpos del dolor son pesados y
activos vivan con frecuencia en situaciones de conflicto. Algunas veces, como es
natural, ellas mismas las provocan. Pero otras veces quizás ni siquiera hagan
nada. La negatividad que emanan es suficiente para atraer la hostilidad y
generar el conflicto. Se necesita un alto grado de Presencia para evitar
reaccionar cuando se está frente a una persona con un cuerpo del dolor tan
activo. Cuando logramos estar presentes, a veces sucede que nuestra Presencia
lleva a la otra persona a dejar de identificarse con su cuerpo del dolor y a
experimentar el milagro de un despertar súbito. Aunque ese despertar sea de
corta duración, será la iniciación de todo el proceso.
Uno de esos primeros despertares que pude observar ocurrió hace muchos años.
Eran casi las once de la noche cuando sonó el timbre de mi casa. Por el
intercomunicador oí la voz angustiada de mi vecina Ethel. "Necesito hablar
contigo, es muy importante, por favor déjame entrar". Ethel era una mujer
madura, inteligente y muy culta. También tenía un ego fuerte y un cuerpo del
dolor pesado. Había escapado de la Alemania nazi siendo adolescente y muchos de
los miembros de su familia habían muerto en los campos de concentración.
Ethel se sentó en mi sofá y, con manos temblorosas, sacó de una carpeta unas
cartas y documentos que esparció por el sofá y por el piso. Tuve inmediatamente
una extraña sensación, como si algún interruptor hubiera subido al máximo la
intensidad de la luz dentro de mi cuerpo. No tuve más alternativa que permanecer
abierto, alerta, intensamente presente, presente con cada célula de mi cuerpo.
La miré sin pensar ni juzgar y la escuché atentamente, sin hacer comentarios
mentales. De su boca brotaron las palabras a borbotones. "Hoy recibí otra carta
perturbadora. Están fraguando una venganza en mi contra, debes ayudarme, debemos
luchar juntos contra ellos. Esos abogados corruptos no se detendrán ante nada,
perderé mi casa, me amenazan con expropiarme".
Logré entender que se negaba a pagar la cuenta de los servicios porque los
administradores del inmueble no habían realizado unas reparaciones. Ellos, por
su parte, amenazaban con demandar.
Habló durante cerca de diez minutos. Yo me limité a oírla en silencio.
Súbitamente dejó de hablar, miró los papeles esparcidos por todas partes como si
acabara de despertar de un sueño. Se calmó y dulcificó. Todo su campo de energía
cambió. Después me miró y dijo, "esto realmente no tiene importancia alguna,
verdad?" "No, no la tiene", respondí. Permaneció en silencio un par de minutos y
después recogió sus papeles y se fue. A la mañana siguiente me detuvo en la
calle y me dirigió una mirada de suspicacia. "¿Qué me hiciste? Anoche, por
primera vez en muchos años, pude dormir bien. En realidad dormí como un bebé".
Pensaba que yo le "había hecho algo", pero no era así. En lugar de preguntar qué
le había hecho, hubiera debido preguntar qué no había hecho. No había
reaccionado, no había confirmado la realidad de su historia, no había alimentado
su mente con más pensamientos ni su cuerpo del dolor con más emoción. Le había
permitido experimentar su experiencia de ese momento, y para permitir tal cosa
es preciso no interferir y no hacer. Estar presente es infinitamente más
poderoso que hacer o decir, si bien algunas veces el hecho de estar presente
puede dar lugar a palabras o actuaciones.
Aunque lo que le había pasado no era todavía un cambio permanente, pudo
vislumbrar un atisbo, lo posible, aquello que ya vivía en ella. En el Zen, ese
destello se denomina satori. Satori es un momento de Presencia, es un instante
en el cual dejamos de lado la voz mental, los procesos de pensamiento y su
manifestación física en forma de emoción. Es el afloramiento de un espacio
interior donde antes residían el tumulto y la perturbación causados por los
pensamientos y las emociones.
Como la mente pensante es incapaz de comprender la Presencia, suele
interpretarla erróneamente. Nos acusará de indiferentes, distantes, crueles y de
no establecer relaciones. La verdad es que sí nos relacionamos pero a un nivel
más profundo que el del pensamiento y la emoción. En realidad es que a ese nivel
hay una verdadera comunión, una unión que va mucho más allá de la relación. En
la quietud de la Presencia podemos sentir la esencia informe de nuestro ser y de
los demás también. Reconocer la unicidad en nosotros mismos y en el otro es el
verdadero amor, el verdadero interés y la verdadera compasión.
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