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LA MAGIA DE LAS HIERBAS
El concepto de triaca nació
en Roma y se debe a Andrómaco, médico imperial de los ejércitos de Nerón.
Hay quien afirma, sin embargo, que la triaca ya la había utilizado en el
siglo I a. de C. el griego Mitrídates, rey del Ponto, pero que, como la
historia fue escrita por los romanos, fue Andrómaco quien se llevó los
honores. En su papel de médico tuvo que idear un elixir para contrarrestar
la toxicidad de los venenos de serpiente (la picadura de la víbora puede ser
mortal) y preparó su brebaje reuniendo más de 300 ingredientes, entre los
que no podía faltar la cola de víbora, pues se creía que a una víbora no
podía afectarle su veneno porque en su musculatura existía una sustancia que
lo neutralizaba. Denominó a su brebaje theriake, voz griega que significa
«medicamento contra el veneno de los animales», y de la cual deriva la
castellana triaca.
Desde entonces, su
preparación se ha rodeado de una aureola misteriosa en la que se invoca a
los dioses. La fórmula de la triaca se perdía con el naturalista, brujo,
mago o hechicero que la fabricaba, quien guardaba celosamente su secreto
para que, ante un fracaso de su remedio, fuera aquél su seguro de vida.
Numerosas triacas se sucedieron a través de los siglos, evolucionando desde
un remedio para picaduras de serpientes hasta un brebaje «curalotodo». Uno
de los más famosos de la historia fue el denominado triaca de Venecia,
elaborado en esa ciudad en la Edad Media, cuando era un centro comercial de
capital importancia, puerto marítimo y puerta de entrada en Europa de los
mercaderes orientales.
A partir de 1800, las gentes
empezaron a desconfiar (y no les faltaba razón) de las maravillosas virtudes
atribuidas a las triacas, hasta que éstas acabaron en el olvido. Sin
embargo, la fórmula mágica que acompaña este texto constaba todavía en 1762
en la farmacopea española, y se acompañaba de una lista interminable de las
enfermedades que era capaz de curar.
El ser humano conoce su
vulnerabilidad, y cuando no ha encontrado en su entorno la respuesta a sus
preguntas acude a lo sobrenatural. Las plantas no quedan al margen de tal
pensamiento: si las hierbas curan males del cuerpo y de la mente, debe haber
una planta, varias o una mezcla de algunas que sirva para remediar todos los
males. En ello está la humanidad todavía; en encontrar tres fuentes de la
vida que le proporcionarían la felicidad eterna en nuestro mundo: la piedra
filosofal (que convertiría en oro o plata los demás metales), el elixir de
la vida (que le haría inmortal) y la panacea (o remedio para todos los
males). La triaca se presentaba como una panacea, pero nunca lo fue.
Como veremos en los espacios
que siguen, la mayoría de las plantas se rodean de un aura misteriosa,
religiosa, esotérica, con poderes sobrenaturales. El romero, la angélica o
la hiedra aspiran al título de planta de la eterna juventud; con ellas se
han preparado elixires de la vida. El misterio se torna magia en otras
plantas.
El saúco, árbol de Dios, es
el árbol mágico que protege del diablo al hombre y a las hierbas que se
plantan al lado. A este árbol había que pedir perdón antes de cortar una
hoja. Esta operación se realizaba el último día del mes de abril y las hojas
se colgaban en puertas y ventanas para salvaguardar de encantos y hechizos
las casas y a sus moradores. La belladona era el ingrediente principal del
llamado ungüento de las brujas: frotándose con él la piel se caía en un
sueño profundo durante el cual el sujeto creía volar (como las brujas
montadas en sus escobas) y tener experiencias extrasensoriales. El tilo ha
sido considerado árbol sagrado desde hace milenios. La escrofularia o hierba
de San Pedro protege de ciertas enfermedades a quienes la plantan en su
jardín.
La caléndula y la verbena
han servido para elaborar filtros de amor; no en vano a esta última se la
conoce como hierba de los hechizos. Uno de ellos se realizaba más o menos
según el ritual siguiente: el enamorado (aunque todavía no correspondido)
debe dar tres vueltas a una verbena yendo hacia atrás, luego bendecirá la
planta, la troceará y pronunciará estas palabras: «Yo te conjuro en nombre
de Venus, Cupido, el Sol y la Luna, y aquella a quien yo tocare no podrá
amar a nadie más que a mí y me amará como a sí misma». A continuación irá a
buscar a su amada, la tocará y le dirá: «Escucha -aquí el nombre de la
amada-, atiende, olvida a tu gente y la casa de tus padres y sígueme». Este
ritual debía realizarse durante tres viernes a las 8 de la mañana. Al menos,
así lo expone el botánico francés Eugéne Rolland, a finales del siglo XIX.
La verdadera magia, sin
embargo, creen haberla descubierto los navegantes europeos cuando
desembarcaron en América: coca, quina o cola, estimulantes del sistema
nervioso, les parecieron plantas capaces de transportarles a mundos
fantásticos, pero estas experiencias las tuvieron por insignificantes cuando
conocieron los hongos alucinógenos mexicanos.
Decían las crónicas del
siglo XVI que en el Nuevo Mundo comían hongos crudos, con miel, y en un
momento se encontraban como borrachos y veían visiones. Se referían sin duda
a un hongo negro denominado nanácatl, bautizado por los científicos con el
nombre de Psilocybe mexicana. La ingestión de los hongos no era un acto
espontáneo; se trataba de un ritual celebrado en grupo y tenía lugar antes
del amanecer, acompañándose la ceremonia de cantos y bailes, más enérgicos a
medida que el hongo ejercía sus efectos, hasta que todos los comensales
quedaban hundidos en un profundo sueño repleto de alucinaciones. Los
análisis del hongo, no realizados hasta mediados de nuestro siglo, revelan
la existencia de psilobicina, una sustancia similar a los alcaloides, de la
que bastan 4 mg para producir en el ser humano un estado de embriaguez y
alterar totalmente sus facultades psíquicas durante unas horas.
Sin apartarnos de México,
sus habitantes conocen bien un pequeño cacto esférico que, por sus efectos
sobre el cuerpo humano, fue considerado el dios Jículi. El cacto, denominado
jículi entre huicholes y tarahumaras, quienes aún lo tratan con el respeto
reservado a las divinidades, es quizá más conocido por peyote, palabra que
deriva del náhuatl peyotl. Contiene un alcaloide, la mescalina, capaz de
producir euforia y anular las sensaciones de sed, hambre y cansancio; pero
aún hay más: si el individuo se sitúa en la oscuridad, con los ojos
cerrados, cree ver imágenes que se mueven irradiando luminosidad, pero
cuando abre los ojos, aunque esté a oscuras, desaparecen las fantásticas
imágenes. Suficientes efectos como para considerar al peyote una planta
divina.
Algo similar ocurre en Perú,
en la cuenca alta del Amazonas, donde crece una planta trepadora, el yagé,
con extraordinarias propiedades narcóticas. Era utilizada por tucanos y
zapiros. La comían cocida y sufrían alucinaciones fantásticas y sueños
coloreados. Los hechiceros (o brujos) la tomaban durante las ceremonias
religiosas para acceder a visiones del futuro y poder verbalizar sus
profecías.
Y, sin embargo, el ser humano no ha encontrado la piedra filosofal, ni el
elixir de la vida, ni la panacea ni una exaltación sobrenatural duradera.
Pese a ello, sigue recogiendo verbena la víspera de san Juan, plantando
saúcos junto a sus casas y elevando plegarias a los dioses. El día que una
persona encuentra la clave de todos estos misterios y la magia deja de ser
magia entonces, esa persona habrá dejado de ser humano para transformarse en
Dios. |
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