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LA
AGRESIVIDAD INFANTIL
La
agresividad infantil engloba una serie de conductas en el niño, como pueden ser
responder con dureza física, verbal o gestual, tanto a adultos como a sus
iguales, que se mantienen en el tiempo, más allá de periodos concretos que se
puedan deber a determinadas etapas evolutivas, o a circunstancias específicas
ante las que pueda estar respondiendo de esa manera.
Cuando se
habla del niño agresivo, se está dando por hecho que existe una cierta
estabilidad en el tiempo; es decir, que se observan esas características en un
tiempo prolongado y en la mayoría de contextos. Esta diferenciación es
necesaria, dado que la agresividad, como tantas otras manifestaciones de la
conducta humana, en sí misma no tiene porqué suponer necesariamente un grave
problema, sino que completa la respuesta emocional del ser humano y en la
mayoría de los casos está bajo control. La agresividad en los niños puede
aparecer a edades muy tempranas, incluso durante el primer año de vida, en forma
de respuestas automáticas ante situaciones en las que percibe él mismo una
supuesta amenaza, y es más una reacción de defensa, o simplemente la
consecuencia de un enfado momentáneo en el entorno familiar. Agarrar de los
pelos o dar un manotazo son comportamientos característicos de agresividad
infantil.
Más
adelante, y en situaciones más intensas, se aprecia cómo ante estas situaciones
existen niños que se inhiben y otros que responden con determinadas conductas
más agresivas, como pegar con las manos, empujar, morder o gritar
histéricamente. Considerar normal estas conductas vendría marcado porque, por un
lado, observamos que el repertorio de respuestas del niño es variado y no se
limita a este tipo de comportamientos y, por otro, porque son mínimas y tienden
a desaparecer con el paso del tiempo.
Una etapa
característica es cuando los niños comienzan a relacionarse con sus iguales,
dentro de la familia, o con compañeros de escuela infantil o juegos, y se dan ya
más oportunidades de interacción, como por ejemplo compartir espacios, juegos,
comida... En ésta, que supone un gran paso en el proceso de socialización del
niño, es cuando aparecen más conductas de tipo agresivo y cuando suelen saltar
las alarmas por parte de los educadores, que van observando cómo algunas
conductas agresivas se van asentando como típicas dentro del repertorio de
respuestas de determinados niños.
Las
etapas evolutivas en las que aparecen las rabietas, en torno a los 2 años,
también pueden contener ciertas dosis de agresividad. Las rabietas son conductas
infantiles que se producen ante situaciones que el niño vive como negativas, que
están cargadas de frustración y rabia, y que, generalmente, ellos manifiestan
con lloros, pataleo y enfado. En estas circunstancias pueden aparecer conductas
agresivas dirigidas a las personas que consideran culpables de la situación,
pero la duración es breve y se circunscribe a lo que dura el enfado.
De los 3
a los 5 años es el periodo de tiempo en el que los niños asientan este tipo de
conductas agresivas, dado que tienen más oportunidades de reaccionar
agresivamente y pueden ver rápidamente los efectos que sus actos producen sobre
otras personas.
En todas
estas situaciones y etapas evolutivas, la aparición de conductas agresivas se
puede considerar normal, atendiendo a que el motivo de ellas es que hasta
entonces el niño no tiene otros recursos para responder ante situaciones
negativas, más allá del repertorio de movimientos bruscos, gritos...
A partir
de aquí, las consecuencias de ese comportamiento agresivo supondrán una variable
importante que influirá en el mantenimiento de las mismas.
La
conducta agresiva puede ser verbal, gestual y física. La verbal consiste en la
utilización de insultos o palabras malsonantes, dirigidas a algo, a alguien o a
uno mismo. Suelen manifestarse a través de un aumento importante de volumen en
la voz y el uso de un tono despreciativo e irregular.
Los
gestos, en especial los de la cara, indican enfado y muestran unos músculos
tensionados.
Los niños
agresivos pueden acabar aprendiendo una respuesta fisiológica de activación,
produciéndose un aumento de la frecuencia cardiaca, aceleración respiratoria,
aumento de la sudoración, mayor tensión muscular... Todo ello redundará en una
mayor respuesta automática agresiva y una menor capacidad para autocontrolarla.
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