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PREMIOS Y CASTIGOS
Casi con
seguridad todos hemos pasado por situaciones en las que se nos ha elogiado o se
nos ha premiado por alguna razón, pero también por otras en las que se nos ha
castigado, se nos ha hecho pasarlo mal, por alguna conducta inadecuada, o que
resultaba del desagrado de otra persona. Pero ¿cuál era el objetivo de esos
premios o castigos?, ¿para qué sirven?, ¿cómo funcionan?
Los seres
humanos estamos las veinticuatro horas del día ejecutando conductas, incluso
cuando dormimos, o «no hacemos nada» especial. Por conductas entendemos lo que
ejecutamos con nuestro cuerpo, lo que decimos o verbalizamos, lo que sentimos y
lo que pensamos. El filósofo Descartes decía «Pienso, luego existo», y nosotros
diríamos: «Me comporto, luego existo», de lo contrario, estaríamos muertos.
Por lo
tanto, el acto de vivir consiste en la concatenación de múltiples conductas que
se relacionan entre sí, se acompañan o se complementan para facilitar nuestra
supervivencia en el entorno en el que nos haya tocado desenvolvernos. El número
y la complejidad de las conductas son ilimitados, y nos resultaría imposible
aprender todo el repertorio disponible en la actualidad respecto a
comportamientos humanos, además de innecesario, e incluso, en algunas ocasiones,
incompatible. El proceso de aprendizaje que tiene lugar principalmente en el
largo periodo de la infancia tiene como objetivo la implantación de las
conductas más adecuadas en un tiempo, entorno y circunstancias particulares. La
gran plasticidad del cerebro humano nos permitirá ir modificándolas cuando lo
creamos conveniente, o también cuando algunas de las aprendidas nos resulten ya
ineficaces.
En muchas
ocasiones, cuando preguntamos a alguien que por qué actúa de una manera
determinada, su respuesta suele ser «es que yo soy así». Aunque es cierto que
venimos con cierta carga genética que nos predispone a rasgos como la
introversión o la extraversión, no existe un gen que determine el buen carácter
o el mal carácter. Esto se aprende. Es una conducta aprendida. E igual que se
aprende, se puede desaprender y se pueden incorporar recursos más eficaces para
la vida cotidiana. El aprendizaje de ciertas conductas puede ser más o menos
fácil dependiendo de la carga genética, y en este caso el ingrediente
fundamental es la paciencia, el tiempo. Pero, definitivamente, no existe el gen
de dar voces, de insultar, de quejarse continuamente, ni el de «chinchar».
Puesto
que se trata de un recurso imprescindible para la supervivencia del ser humano,
los mecanismos que rigen el proceso de aprendizaje vienen incorporados en el
sistema; es decir, nuestro cerebro cuenta con una serie de estructuras que van a
facilitar la implantación o extinción de conductas, por lo que resulta muy útil
saber cómo funcionan. Y esto es lo que vamos a ver en los próximos espacios.
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