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LA FALTA DE ENTENDIMIENTO EN LA PAREJA. «¡NO HAY QUIEN LE/LA ENTIENDA!»
Seguramente, pocas personas habrá que no hayan pronunciado en algún momento esta
frase: «¡No hay quien te entienda!» o «¡No hay quien le/la entienda!». Lo
hacemos cuando la conducta de alguien nos parece incomprensible o, para qué
negarlo, ¡cuando ya no aguantamos más!
Más que
una aseveración es un lamento lleno de rabia o desesperanza. En cualquier caso,
la persona que lo pronuncia parece que está sobrepasada por la situación.
Las
mujeres, cuando se refieren a los hombres, tienden más a quedarse en el
reproche. Por ejemplo: «No escucha, no habla, es un egoísta, sólo piensa en el
trabajo, siempre está de mal humor...».
Por el
contrario, algunos hombres pueden mostrar cierto aire de superioridad o
desvalorización hacia su pareja, con comentarios como: «¡A ver si te aclaras!»,
«¡qué tonterías dices!», «¡estás loca!», «¡no hay quien te entienda!», «¿tú para
qué hablas?», «¡si no tienes ni idea!»; «¡cállate, que no hay quien te
aguante!»; «¿ya estamos otra vez con la misma historia?», «¡déjame en paz!».
Estos
últimos comentarios socialmente se tolerarían peor si fueran pronunciados por
una mujer; rápidamente alguien diría: «¡Pobrecillo, hay que ver cómo lo trata!»;
pero si quien dice: «¡Cállate, que no tienes ni idea!» es un hombre, entonces es
posible que oigamos: «Este hombre, ¡qué mal genio tiene!, no hay que hacerle
mucho caso», y con eso parece que ya no hay que darle más vueltas, ni quejarse
del tema.
A veces
no somos conscientes del efecto que tienen este tipo de comentarios, realizados
por falta de control, de sensibilidad, de un mínimo respeto, o por desfogue
—porque alguien está disgustado o contrariado por lo que sea—; estos
comentarios, repetimos, pueden ser muy nocivos para la seguridad, para el
equilibrio emocional y la autoestima de quien los sufre.
Los
lectores se asombrarían si pudieran comprobar hasta qué punto se encuentran las
consultas llenas de personas muy válidas y sensibles, que se sienten
terriblemente inseguras y con la autoestima por los suelos, porque tienen a su
lado a alguien que constantemente les hiere con descalificaciones tan vejatorias
y humillantes como las expuestas.
En
nuestras relaciones interpersonales, cuando alguien nos habla sobre otra
persona, conviene que estemos muy atentos a los matices. No es lo mismo decir:
«¡No consigo entender a fulanito/a!», que: «¡No hay quien la/le entienda!». En
el primer caso, la persona muestra su impotencia, en el segundo, el tono lleva
implícito cierto desprecio.
A pesar
de que podamos escuchar estas palabras con cierta frecuencia, no debemos deducir
por ello que sean inofensivas o inocuas. La realidad, como ya hemos apuntado, es
que pueden tener un efecto devastador.
Hay que
tener cuidado, porque del insulto al maltrato sólo hay un paso, y la mayoría de
las veces no es necesario darlo, porque van juntos.
Seguramente el caso de Carmen y Carlos nos ayudará a comprender estos extremos.
El
caso de Carmen y Carlos
Carlos
tenía cincuenta y cuatro años y Carmen cuarenta. Llevaban doce años juntos, y
había llegado un momento en que la situación entre ambos era muy difícil,
especialmente por el tono despectivo que empleaba Carlos.
La
relación naufragaba hacía tiempo y Carmen ya se habría separado sí no hubiera
sido porque se sentía agotada, sin fuerzas y, sobre todo, porque tenían un hijo
de seis años, y ella creía que el niño merecía crecer en el seno de una «familia
normal», con un padre y una madre.
Carmen
estaba totalmente hundida y, como suele pasar en estos casos, por fin había
reaccionado cuando su hijo un día le dijo que «ella no era tonta, ni estaba
loca, que él sí la quería mucho, y que papá siempre estaba de mal humor, que
chillaba todo el rato y no era bueno».
Lo
primero que nos llamó la atención fue el envejecimiento prematuro de Carmen;
ella lo achacaba por una parte al embarazo, que había sido muy complicado,
incluso debió guardar reposo durante dos meses, y a que después del parto se
había quedado agotada y, según ella, aún no había conseguido recuperarse
físicamente. Para nosotros el tema era diferente.
Pocas
cosas envejecen tanto como sentirse infeliz e injustamente tratado/a.
En
realidad, en un principio no venían por un problema de pareja, sino para ver
cómo podían ayudar a Jorge, pues Carmen se había quedado muy impresionada al oír
a su hijo que «papá no era bueno y estaba siempre de mal humor», y Carlos, por
su parte, también se sentía preocupado por la imagen que el niño describía de
él.
Rápidamente vimos que el carácter de Carlos era fuerte e impositivo; en realidad
trataba a Carmen como si ésta fuera una niña pequeña a la que hay que corregir
constantemente, y con el niño actuaba justamente al contrario, le trataba como a
un colega, al que le decía las bobadas que hacía su mamá y lo tontas que eran
las mujeres.
La verdad
es que Carlos estaba muy despistado, tanto con su hijo, como con Carmen.
Resultaba evidente que se hacía un lío con el niño. Jorge estaba empezando a
rehuirle y a mostrarse cada vez más díscolo con él. Con Carmen, sin darse
cuenta, de cada cuatro palabras que le decía, dos eran para regañarla o tenían
un tono despectivo. Cuando le hicimos notar este hecho, no salía de su asombro y
comentaba, con una risa algo nerviosa, que ¡no sería para tanto!, que era su
forma de expresarse y que sólo trataba de mostrarle lo que tenía que hacer.
En cuanto
encauzamos el tema del niño, Carmen se sintió más liberada y, a pesar de las
miradas recriminatorias de Carlos, empezó a relatar y contar la amargura que
llevaba viviendo durante los últimos años. Dado que ya habíamos visto que el
caso era delicado y que Carmen estaba muy hundida anímicamente, decidimos
empezar a trabajar con ella, para ayudarle a recuperar su autoestima, que la
tenía por los suelos.
Un
análisis exhaustivo de la situación nos ofreció un panorama muy claro. Carlos
estaba muy acostumbrado a mandar; en su trabajo debía «pelear», como él decía,
con muchas personas con un nivel cultural bajo, «que a la mínima te la juegan y
tienes que ser más listo que ellos y enseñarles que tienes un par de c...»; en
casa, sin darse cuenta, seguía la misma trayectoria.
Carmen, a
petición nuestra, hizo un registro minucioso de las palabras o frases que Carlos
podía pronunciar en una semana, y que a ella le resultaban ofensivas y
humillantes. Poco a poco fuimos trabajando con la confrontación y
racionalización de esas palabras: hasta qué punto le afectaban, qué sentía
cuando las escuchaba, cómo volvían a su mente en diversos momentos del día...
Después trabajamos su propia seguridad, como paso previo que le ayudase a
recuperar su dignidad y, con ella, el respeto hacia sí misma. Llegó un momento
en que Carmen rescató algo tan importante como la sonrisa, las ganas de reírse,
y casi sin darse cuenta empezó a ganar terreno y a manifestarse cada vez de
forma más asertiva con Carlos, con más seguridad en sí misma.
Carmen
volvió a plantearse, pero esta vez con firmeza y decisión, que si él no
cambiaba, no le compensaba seguir juntos, pues además consideraba que Carlos,
con sus continuas broncas y malos tonos, se había convertido en un mal ejemplo
para el niño.
Cuando
vimos a Carlos, al cabo de los dos meses y medio en que habíamos estado
trabajando con Carmen, venía realmente asustado. Era consciente de que el tema
era delicado, veía a su mujer con una decisión y una seguridad que nunca antes
había mostrado y sabía que las cosas ya no podían seguir igual.
«¿Qué
pasa? ¿Qué hago mal para que Carmen quiera dejarme? Yo tengo claro que quiero
seguir con ella y con Jorge, y me dolería quedarme solo a estas alturas de mi
vida». «Si ésos son tus pensamientos, empezamos bien —le contesté—, pero tenemos
mucho trabajo pendiente, así que, si realmente tienes claro que hay cosas que
haces mal: ¡manos a la obra!».
Le enseñé
a Carlos el listado de palabras o frases hirientes que había pronunciado a lo
largo de una de las últimas semanas, según me había registrado Carmen. Cuando lo
vio, no daba crédito a sus ojos, y aunque en principio intentó disculparse y
decir ¡que muchas frases no tenían mayor importancia!, pronto reconoció ¡que se
pasaba mucho!
Entre las
frases que más decía, una de las que más repetía era «¡No hay quien te
entienda!»; además de las siguientes: «¿Cuándo vas a dejar de decir tonterías?«,
«¡Vaya cara de amargada que tienes!», «¡Déjame en paz, que no tienes ni idea de
lo que hablas!».
Le dije a
Carlos que intentase buscar el equivalente en masculino; es decir, qué frases,
pronunciadas por Carmen, le podían resultar a él especialmente humillantes y
vejatorias. Como le costaba encontrarlas, las buscamos entre los dos. Al final
reconoció que se sentiría a morir si a él su pareja le estuviera diciendo
constantemente: «¡Eres un mierda!, ¡no he visto a nadie más ignorante que tú!, a
ti lo que te pasa es que estás amargado, porque eres un viejo decrépito de
cincuenta y cuatro años que das lástima, que ya no eres capaz de satisfacer a
una mujer joven...».
Carlos se
sentía muy impotente e inseguro ante lo que debía acometer. Con mucho miedo, me
confesó que él siempre había tenido algunos problemas para controlar su mal
genio, que decía las cosas sin darse cuenta y que no creía que pudiera cambiar
demasiado a estas alturas de su vida. Con una mirada cómplice me dijo: «¿No
sería más fácil entrenar a Carmen para que no se tomase a mal esas cosas que
digo sin darme cuenta, en lugar de pretender que ahora me muerda la lengua y
esté en tensión en cuanto llegue a casa, pensando cada palabra que diga?». Mi
respuesta fue tajante: «¿Me estás pidiendo que le pida a una persona que se deje
pisar y vejar, que se resigne y se hunda en la miseria, que contemple cómo su
hijo termina mirándola con rabia y con enojo, porque se deja machacar por un
padre que a él le asusta y que a ella la trata con desprecio...?». No tuve que
añadir más, sólo le dije: «Tú decides, Carlos, lo intentamos o lo dejamos».
Afortunadamente, Carlos era un luchador, y si algo tenía claro es que no quería
perder a su pareja, ni a su hijo, así que empezó a reaccionar y se volcó, como
él se volcaba en las cosas que le interesaban, con fuerza, con vehemencia y con
decisión.
Pronto
pudimos hacer un registro de ideas alternativas, que a él le ayudaba a ver sus
progresos y a confiar en sus posibilidades. Durante la siguiente semana,
apuntaría cada vez que tenía un pensamiento negativo, un pensamiento que antes,
sin darse prácticamente cuenta, le llevaba a pronunciar esas frases tan
despectivas e hirientes para Carmen. A continuación, se esforzaría por encontrar
un pensamiento alternativo y, finalmente, apuntaría su nuevo estado de ánimo.
Por ejemplo, cuando pensara «es que no hay quien entienda a Carmen»,
inmediatamente diría ¡bingo!, ¡he conseguido cazar este pensamiento irracional
antes de decirlo!, y se pondría a la tarea de buscar un pensamiento alternativo,
que fuera más realista y objetivo, como por ejemplo: «No es que no haya quien
entienda a Carmen, en realidad lo que me pide Carmen es algo tan lógico como que
no me altere, así que ahora mismo voy a gastarle alguna broma». Él mismo se dio
cuenta de que cuando cambiase ese pensamiento, inmediatamente mejoraría su
estado de ánimo, él actuaría de otra manera y Carmen empezaría a recuperar la
confianza en él.
Registro
de ideas alternativas
Día/hora
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Pensamiento |
Pensamiento
alternativo
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Nuevo estado de
ánimo
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Nos costó casi cuatro meses de prácticas permanentes. Carlos hizo además varios
de los cursos que impartimos los fines de semana sobre Autocontrol, Comunicación
y Habilidades para relacionarnos bien, Cómo conseguir tus objetivos... Carmen al
principio estaba bastante reticente y, como ella misma decía, no quería hacerse
demasiadas ilusiones, por si finalmente el tema no funcionaba, pero poco a poco
comprobó cómo Carlos se controlaba mejor, cómo ella también estaba más relajada
y se sentía más segura.
A veces,
desgraciadamente, algunas personas tienen que encontrarse en una situación muy
límite para reaccionar. Carlos llevaba más de diez años escuchando las quejas de
Carmen, viendo que esa persona joven, llena de vida y de ilusiones, se estaba
convirtiendo en una mujer envejecida prematuramente por el dolor, por el
desconsuelo y la desesperanza; pero no fue capaz de reaccionar hasta que vio que
se podía quedar solo y, lo que es peor, que se estaba ganando a pulso esa
soledad.
El
problema no era que a Carmen ¡no había quien la entendiese!, el drama es que él,
sin ser consciente de ello, estaba machacando a los seres que más quería;
actuaba como un autómata, como un ser frío y agresivo, que se había convertido
en su peor enemigo.
Debemos
extremar al máximo el cuidado con esas frases tan terribles. Del «¡no hay quien
la/le entienda!», se pasa fácilmente al «¡eres un desastre!» y... se termina por
creer que, efectivamente, la otra persona ¡no sirve para nada, ni piensa, ni
siente, ni padece, sólo sabe dar problemas!
La
persona que recibe esas frases, a fuerza de oírlas y sufrirlas, termina
sintiéndose muy insegura, con la moral por los suelos y puede reaccionar de dos
maneras: plantándose y diciendo que así no continúa, o hundiéndose y llegando a
creerse que, realmente, no vale nada y es un ser despreciable.
Una de
las principales cosas que Carlos aprendió es la siguiente:
Los
hombres pueden estar mucho tiempo sin hablar, y se sienten bien, pero cuando una
mujer no habla, ¡cuidado!, porque seguramente se siente mal, tan mal como para
no intentar arreglar las cosas hablando; tan mal como para haber perdido la
esperanza en la otra persona; tan mal como para tomar una decisión drástica y
ser capaz de llevarla a efecto.
Ya hemos
visto algunas de las consecuencias del «¡No hay quien la/le entienda!», en el
siguiente espacio vamos a intentar analizar otra de las quejas más frecuentes, y
que tiene lugar cuando no nos sentimos queridos.
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