LA
FALTA DE COMUNICACIÓN EN LA PAREJA:
«ENTRE NOSOTROS NO HAY
COMUNICACIÓN»
Esta
queja normalmente la pronuncian las mujeres. Si miramos a nuestro alrededor y
hacemos una pequeña encuesta, casi todas las mujeres se sienten insatisfechas
del nivel de comunicación que tienen con sus parejas, incluso en aquellos casos
en que la relación funciona bastante bien.
En
realidad, hay que emplearse a fondo para situar en su justa medida lo que
significa comunicación para un hombre y una mujer.
Como veremos repetidamente:
Uno de
los principales problemas que surgen en las relaciones es que las mujeres piden
a los hombres que sientan y reaccionen como lo hacen ellas, y los hombres les
piden a las mujeres que se comporten, piensen y analicen como si fueran hombres.
¡Un auténtico despropósito!
No es
fácil hacer comprender a los miembros de la pareja que, contra lo que parece
dictarles su lógica, las mujeres y los hombres tenemos pocas cosas en común:
nuestra sensibilidad, nuestra sexualidad, nuestras necesidades, nuestra forma de
vivir la vida, de sentir el amor... son diferentes.
Las
mujeres necesitan hablar mucho más que los hombres, y no es un capricho, ni una
mala costumbre, es una necesidad; no en vano la naturaleza, que es muy sabia, ha
desarrollado más el área del lenguaje en la mujer.
Cuando a
la mujer le preocupa algo necesita hablar de ello y busca la ocasión de hacerlo.
Este hecho choca con el proceso que tiene lugar en los hombres; ellos
generalmente prefieren no hablar, intentan llevar su mente «a otro sitio»; por
eso cambian de conversación y tratan de realizar cosas. En este sentido, ante un
problema, de repente les sorprendemos cambiando muebles de sitio, colgando
cuadros, ampliando la memoria del ordenador, mirando la batería del coche...
¡algo inconcebible para la mente femenina!
Para
colmo de desencuentros, cuando la mujer habla de algo que le preocupa no busca
que los demás le den soluciones y le digan lo que debe o tiene que hacer; lo que
quiere y precisa es que la escuchen, que la pregunten con interés, que le pidan
detalles...; de esta forma, ella consigue que su mente estructure el problema y
realice el proceso que necesita.
Por el
contrario, este esquema mental típicamente femenino hace que los hombres se
sientan perdidos y, una y otra vez, se muestren poco hábiles en la comunicación.
A pesar de las evidencias y la experiencia en contra, cuando las mujeres les
cuentan algo que les preocupa, ellos de nuevo creen que les están pidiendo
soluciones y tratan de darlas, y lo hacen basándose en su análisis y su
razonamiento lógico. No se dan cuenta de que la empatía —ponerse en el lugar de
la otra persona— significa pensar y sentir como ella, no como él pensaría y se
sentiría en su situación.
La
descoordinación es inevitable; ambos están en dos esferas diferentes, incluso
contrapuestas. Las mujeres hablan desde la emoción, y los hombres lo hacen desde
la literalidad, desde ese razonamiento que para ellos es tan evidente y que les
distancia una y otra vez de las mujeres.
La
sensación de impotencia es tan fuerte que, en muchos casos, los hombres llegan a
la conclusión de que las mujeres son complicadísimas, y algunas mujeres terminan
sentenciando que los hombres son demasiado simples.
Con estas primeras premisas ya vemos que el tema de la comunicación es difícil
de resolver. Para alcanzar un mínimo punto de encuentro, ambos, hombres y
mujeres, deberán hacer un esfuerzo de apertura y de flexibilidad que no resulta
sencillo.
A veces,
en nuestra labor como profesionales de la psicología, observamos cómo los
integrantes de la pareja nos miran con cara de susto, casi de incredulidad,
cuando empezamos a pormenorizar lo que pueden esperar uno del otro; cuando
ahondamos en las diferencias de sus procesos mentales, en la forma que tienen de
vivir sus emociones...
¿Podríamos pensar entonces que casi es un milagro que los hombres y las mujeres
se terminen entendiendo? ¡En absoluto! Sin esas diferencias la humanidad no
hubiera conseguido progresar. Hombres y mujeres nos complementamos a todos los
niveles.
Un
ejemplo muy claro lo vemos en el seno de la familia. Ahí los roles del padre y
de la madre son igualmente importantes, pero no deben ser los mismos; el niño
necesita sentir ambas sensibilidades para estructurar su mente, para organizar
sus mecanismos de adaptación, para elaborar los recursos que le permitirán
afrontar las distintas situaciones con que se irá encontrando en su vida. De la
misma forma, en el colegio verá que con frecuencia los intereses de las niñas y
los niños son distintos, como distintos son muchas veces sus juegos y sus
habilidades. Por ello es tan importante la educación mixta. No tendría sentido
pretender de nuevo separar a las niñas y a los niños. Juntos se complementan y
se enriquecen, separados se aíslan, se empobrecen y se llenan de incertidumbres,
dudas y prejuicios, que en nada favorecen su evolución y su desarrollo.
En las
empresas este tema resulta muy evidente. Los mejores equipos son aquellos en los
que hombres y mujeres trabajan juntos; juntos desde el respeto al análisis y al
planteamiento de todos y cada uno de los integrantes del equipo —hombres o
mujeres—, no a la imposición de unos criterios sobre otros. El resultado final
es una convergencia enriquecida desde la diversidad. Resultan contraproducentes
aquellos casos en que las mujeres creen que, para progresar en la empresa, deben
pensar, razonar y trabajar desde la mentalidad masculina; el mismo error se
produce cuando los hombres, que, por ejemplo, están bajo las órdenes de una
mujer, creen que deben esforzarse por pensar y razonar desde la mentalidad
femenina.
Vamos a
tratar de ayudarnos con la exposición de un caso, que es un claro exponente del
problema que continuamente vemos en las parejas a las que prestamos ayuda y
orientación.
El
caso de Beatriz y Borja
Beatriz
tenía treinta y cinco años y Borja treinta y nueve cuando vinieron a la
consulta. Como casi siempre, la persona que había puesto más empeño en solicitar
la ayuda de un psicólogo había sido la mujer.
Tenían
una hija de seis años y un niño de dos. A Borja no le gustaban especialmente los
niños, y se había sentido bastante perdido cuando éstos eran bebés, pues no
sabía qué hacer con ellos, pero a su manera quería mucho a sus hijos y trataba
de intervenir al máximo en su educación.
Beatriz
pensaba que Borja no sabía comunicarse y que con los niños cometía la misma
equivocación que con ella: no les escuchaba, no acertaba a ver qué necesitaban,
no sabía observarles, «no tenía un mínimo de sensibilidad» para entenderles.
Había
llegado un momento en que Beatriz, que confesaba que llevaba años sintiéndose
incomprendida y sin comunicación con su pareja, no estaba dispuesta a seguir
así: «Yo lo puedo pasar mal, y es mi problema, pero no voy a consentir que Borja
machaque a los niños».
Con estos
antecedentes, nos preparamos para afrontar un caso complicado. Llevaban ocho
años juntos y, según Borja, durante este periodo de tiempo, no había pasado un
solo día en que Beatriz no le hubiese hecho responsable de las dificultades de
comunicación que había entre ellos.
Borja
estaba harto del tema; no entendía esa queja permanente de su pareja, «pero si
todo va normal —decía—, si en realidad no tenemos grandes problemas, lo que
ocurre es que todos los días, a todas horas, te viene con la misma cantinela, y
¡claro!, llega un momento en que yo me harto de tanta gilip... y tanta bronca
por su parte...», «lo que tiene que hacer es dejarse de tonterías, apoyarme con
los niños, no quitarme la razón e intentar disfrutar y no complicarse la vida».
Ni que
decir tiene que para Beatriz los argumentos de Borja eran como proyectiles
lanzados por el enemigo: «¡Cómo puede ser una persona tan insensible!, ¡pero es
que no se da cuenta de que así no hay quien viva!, ¡que yo no puedo ser feliz
con una persona que no te entiende, no te escucha, que cuando se dirige a ti es
para decirte que no digas tonterías!..., y para colmo trata a los niños como si
fueran personas mayores, les habla como si tuvieran cuarenta años y todo lo
arregla castigándolos, ¡hay que tener valor para decir que no me complique la
vida!».
En estos
casos, en los que el deterioro y el resentimiento son tan patentes, conviene
seleccionar muy bien por dónde empezamos, porque con una situación tan frágil,
uno o los dos miembros de la pareja, rápidamente, puede sentirse incomprendido o
injustamente tratado y abandonar cualquier tentativa de entendimiento.
Afortunadamente, había un tema que a los dos les preocupaba y que estaba por
encima de sus diferencias: sus hijos. Ambos se sentían insatisfechos de la
imagen que ofrecían a los niños, por lo que no fue difícil convencerles de que
debíamos empezar por ahí.
Acordamos
un programa de prioridades, donde abordaríamos los temas más complejos, pero con
la secuencia que nosotros determináramos, como expertos en la materia. Este
principio es importante, pues cuando la pareja tiene tantos puntos «de
desencuentro», rápidamente los dos quieren abordar los conflictos más
significativos, y no hay nada más contraproducente, desde el punto de vista del
sentido común, que afrontar los temas más sensibles sin la preparación y el
entrenamiento previo adecuados. Si lo pensamos detenidamente, pocas
posibilidades tendremos de que algo cambie y mejore si nos empeñamos en hacerlo
repitiendo los mismos esquemas.
El primer
propósito estaba claro. No se trataba de decir quién lo hacía bien o mal, sino
qué es lo que necesitaban los niños —cómo lo transmitían, cómo expresaban sus
emociones, sus carencias—, cómo la pareja podía llegar al mismo análisis y
actuar entonces de forma coordinada.
Les
mandamos hacer registros (anotar literalmente qué es lo que hacían los niños, en
qué circunstancias y cómo respondían ellos). Cuando volvieron al cabo de la
semana, cada uno albergaba la esperanza de que le echásemos la bronca al otro
miembro de la pareja, pero nosotros no hicimos nada de eso; por el contrario,
empezamos felicitándoles a los dos, pues ambos habían hecho bien los registros
—cada uno traía varias hojas escritas con los acontecimientos de la semana—, y
pasamos a analizar, punto por punto, la conducta de los niños y sus reacciones.
Ante cualquier conducta del niño o de la niña, preguntábamos en voz alta: ¿por
qué creéis que hace esto? Lógicamente, cada uno daba su opinión, así que
buscamos un caso donde los dos estuviesen equivocados.
El
pequeño de dos años no paraba de tener rabietas. Beatriz decía que era porque el
niño se sentía inmensamente triste al ver que sus padres se llevaban mal, y
Borja opinaba que el niño estaba muy consentido por la madre y cada vez se les
subía más a la «chepa», que lo que necesitaba era más disciplina y menos mimos.
Aquí
pudimos emplearnos a fondo, comentándoles la importancia de conocer las
distintas fases por las que todos vamos atravesando en nuestro crecimiento y las
manifestaciones que realizamos. En concreto les dije: «Los dos años son una
etapa muy típica en la que tienen lugar muchas rabietas; y no aparecen porque el
niño esté muy deprimido al ver que sus padres se llevan mal, o porque se nos
quiera subir a la chepa, aparecen porque están llenos de pulsiones que no
controlan y necesitan imperiosamente que nosotros les ayudemos y les ofrezcamos
una serie de pautas que les permitan superar esas tensiones. Cuando se tiran al
suelo, chillan y patalean sin cesar, lo hacen para llamar nuestra atención y
para ver hasta dónde pueden llegar. Ellos esperan que nosotros nos demos cuenta
de lo que les pasa y les ayudemos a resolver el tema. La solución no es cogerles
y abrazarles porque estén sufriendo por nuestra causa; ni chillarles y decirles
que ¡ya está bien! y que esta noche no habrá cuento; en ambos casos —insistí— le
estáis reforzando su rabieta, le estáis prestando demasiada atención. Cuando le
chillamos, el niño siente que estamos pendientes de él, y lejos de pensar que
debe reaccionar, en realidad nos ha cogido la delantera y no entiende por qué no
somos capaces de terminar con esa situación sin perder el control. En estos
momentos de rabieta, lo mejor es que no le prestemos atención, que al cabo de un
rato le sorprendamos con cualquier tema, como si no escuchásemos sus gritos, que
no cedamos si nos está pidiendo algo, para que no aprenda a conseguir las cosas
a base de rabietas, y que, por encima de todo, nos vea tranquilos y relajados;
de esta forma las rabietas pasarán y vosotros habréis cumplido una de vuestras
misiones como padres, la de ayudar a vuestros hijos a resolver sus conflictos,
no a perpetuarlos».
Me
extiendo mucho en esta explicación, porque gracias a ella pudimos pasar a la
diferente forma que tenemos las mujeres y los hombres de sentir y expresar
nuestras emociones. Primero les ofrecí unas pautas muy claras de actuación para
los dos ante las siguientes rabietas que presentase el niño, y además les pedí
un ejercicio muy concreto entre ellos, como pareja. Este consistía en que cuando
Beatriz le comentase que algo la preocupaba, Borja iba a escuchar, y lo haría de
forma activa, preguntando cómo se sentía ella en esa situación, pidiendo más
detalles sobre el tema, dejando que Beatriz hablase todo lo que necesitara y
diciéndole al final que entendía que se sintiese mal —incluso aunque no lo
entendiese, no importaba, ya lo entendería en la sesión siguiente—. Él no le
daría soluciones ni consejos, por mucho que viera claro lo que Beatriz debía
hacer, pero sí se mostraría cercano y afectivo, y haría algún gesto de cariño
—cogerle las manos, tocarle la cara, acariciarle el pelo...—. A continuación
Beatriz escribiría en un papel cómo se había sentido, y si se había sentido
bien, se lo diría a Borja en ese momento; si algo no le había gustado, a pesar
de todo le sonreiría, y el próximo día analizaríamos con calma lo que ella había
pensado a raíz de la actuación de Borja.
Poco a
poco, ambos vieron que en realidad, si se esforzaban, terminaban interpretando
bien lo que el otro podía sentir en cada momento. Nos costó un poco más que
desarrollasen determinadas habilidades que les permitirían ayudar a la pareja
cuando ésta se sintiera mal. No engancharse innecesariamente lo consiguieron al
cabo de unas semanas, no de forma perfecta, pero sí aceptablemente.
La
intervención con los niños fue un excelente entrenamiento, pero sin duda lo
mejor fue comprobar que ambos, a pesar de todas sus diferencias, podían llegar a
entenderse razonablemente bien.
En este
caso concreto, para conseguir vencer las reticencias que aún tenían entre ellos,
les pedimos que nos registrasen conductas de amigos/as, compañeros/as de
trabajo... Estas conductas nos sirvieron para practicar, con otras personas, los
principios que estábamos aprendiendo. Fue muy importante cuando un día ambos
vinieron contando sus respectivos éxitos con personas del trabajo y de su
círculo de amistades; basándose en el análisis que habíamos realizado en la
última sesión, los dos habían ejecutado una serie de estrategias con estas
personas, que —increíblemente para los dos— habían producido los resultados que
habíamos pronosticado. Estos éxitos «les dieron mucha moral» —como decía Borja—,
y lo que en un principio él había creído que iba a ser algo pesadísimo, se había
convertido en un aliciente, casi en un reto, que intentaba poner en práctica a
la mínima oportunidad.
Por
supuesto que las relaciones con los niños mejoraron y que, a pesar de todo,
entre ellos aún se produce algún desencuentro, pero cada vez son menos y los
resuelven pronto y con buen sentido del humor.
Una de
las áreas que también experimentó un cambio importante fue el tema de las
relaciones sexuales. No fue necesario trabajar directamente sobre ello, en
cuanto mejoraron la comunicación y la afectividad en la pareja, automáticamente
su vida sexual se hizo más rica, más variada y más placentera para los dos.
Al final,
el último día les pedí que hicieran un breve resumen de aquellos aspectos que, a
partir de ahora, no debían olvidar en su relación de pareja. Hicieron una lista
con 32 principios básicos o, como ellos dijeron, 32 puntos de alerta. Les pedí
que los repasaran de vez en cuando, al menos una vez a la semana, para
mantenerlos activos en su mente y no volver a caer en una situación parecida.
Entre las
pautas y los principios que trabajamos a lo largo de nuestra intervención con
Beatriz y Borja, destacaríamos:
— Cada
persona es única, y por ello no podemos esperar que sienta lo mismo que
nosotros.
— Además
de las diferencias individuales, las mujeres y los hombres analizan, actúan y
sienten de forma distinta.
— Unos no
son mejores que otros, mujeres y hombres se complementan y se enriquecen
mutuamente.
— Si
aprendemos a observar y a ponernos de verdad en la piel del otro, nos resultará
más sencillo entender lo que sienten y lo que necesitan.
— Los
niños son como un libro abierto, a través de sus conductas nos expresan sus
emociones.
— Los
adultos reflejamos menos nuestras emociones, especialmente los hombres; por eso
las mujeres tienen más intuición y más capacidad de observación para analizar la
conducta no verbal del hombre (lo que no dice con palabras, pero manifiesta con
sus gestos, sus ademanes, sus silencios...).
— Las
mujeres hablan más desde la emoción, y eso no debe confundirnos; debemos
realizar el análisis sobre el mensaje global que nos mandan, y no solamente
basándonos en las palabras que pueden pronunciar en un momento de crisis
(especialmente cuando están muy enfadadas, pues ahí, en contra de lo que
pudiéramos pensar, dicen lo que piensan en ese momento de rabia o enfado, y esos
pensamientos están condicionados por el dolor o la desesperación, por lo que no
tienen que corresponderse, necesariamente, con lo que piensan y sienten de forma
habitual. Insistimos en este hecho, porque a veces nos quedamos con lo que hemos
oído sólo en un momento difícil, y no con el resto de la información —verbal y
no verbal— que estamos recibiendo constantemente). Los hombres necesitan hablar
menos y actuar más; pero eso no quiere decir que sean más simples o más
operativos.
— Todos
necesitamos que nos escuchen, pero no debemos forzar la conversación cuando no
surge espontáneamente.
— Las
mujeres hablamos más a través del lenguaje. Los hombres emplean más la
comunicación no verbal. Si queremos conseguir que algo cambie en nuestra
relación de pareja, no castiguemos, actuemos como personas maduras. No exijamos
que el otro nos obedezca como si fuera un niño; intentemos esforzarnos por
alcanzar acuerdos razonables.
— Para
que la comunicación y la convivencia sean más relajadas, conviene que cada uno
respete un espacio de intimidad y un tiempo personal del otro. No podemos
pretender que pase una jornada entera sin que nos dejemos un tiempo y un lugar
para nosotros mismos y para nuestra pareja.
— Los
sentimientos se facilitan, no se imponen. Si alguien ha dejado de sentir amor o
afecto, ni debe obligarse a sentirlo, ni podemos exigirle que tenga
manifestaciones que no le surgen espontáneamente. Las personas no nos podemos
encadenar a una relación que, lejos de enriquecernos, nos llena de tristeza y
ansiedad.
— No
podemos tolerar la esclavitud de las personas, como tampoco podemos tolerar la
esclavitud de los sentimientos. Para que haya comunicación:
• Primero
tiene que haber voluntad de comunicarse por ambas partes.
• Para
que haya diálogo las dos partes tienen que estar dispuestas a cambiar.
• No
habrá comunicación si no hay escucha.
• La
persona no se sentirá escuchada si no se siente comprendida.
• A
continuación debemos potenciar nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de
observación.
• Nuestro
análisis estará basado en la objetividad de los hechos, no en la subjetividad de
los sentimientos.
• La
comprensión final se producirá desde el respeto y desde el afecto, y será una
comprensión mutua, cuando el respeto y el afecto sean compartidos.
• El
hecho de que una persona tenga respeto y afecto por otra persona no significa
que necesariamente se produzca lo mismo en sentido contrario. En estos casos, no
pidamos lo que el otro no nos puede dar, pero tampoco nos forcemos a seguir al
lado de alguien que ni sabe comprendernos, ni sabe respetarnos, ni puede
querernos como nosotros necesitamos.
— Si la
comunicación es irrecuperable, recordemos que podemos vivir sin la comunicación
de la otra persona, pero no sin la comunicación con nosotros mismos.
— No
somos responsables de lo que el otro hace, pero sí somos responsables de poder
liberar nuestros sentimientos, para alcanzar la autonomía y la segundad que nos
permitirán tomar las decisiones más aconsejables para nuestro equilibrio
emocional.
Una vez
analizadas algunas de las dificultades que surgen por esa falta de comunicación,
intentaremos profundizar en otra de las quejas más frecuentes.
Si las
mujeres suelen quejarse de la falta de comunicación, son los hombres quienes con
más frecuencia dicen aquello de: «¡No hay quien la entienda!».
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