VIOLENCIA ENTRE COMPAÑEROS. BULLYING
En los últimos años estamos asistiendo a una necesaria toma de conciencia sobre
los problemas que se producen en las aulas que no se circunscriben directamente
al área del aprendizaje, sino a las relaciones de los escolares entre ellos, y a
cómo éstas repercuten tanto sobre los propios escolares, que están en pleno
desarrollo, como sobre el centro escolar en su globalidad.
La violencia en los centros escolares no es un fenómeno nuevo, pero bien es
verdad que ha aumentado considerablemente, tanto entre los propios alumnos como
de éstos con los profesores. Existe un subtipo especialmente llamativo
actualmente, es el acoso escolar, con unas características particulares que lo
hacen distinto de otras manifestaciones de agresividad que se dan a estas edades
en este y otros entornos.
La relevancia del acoso escolar radica fundamentalmente en las consecuencias
negativas que tiene en general para la comunidad docente y en particular para el
alumno acosado, para el que incluso pueden llegar a ser muy graves. Han llamado
poderosamente la atención algunos tristes acontecimientos relacionados con él
que han acabado incluso en tragedia.
El
bullying no es una agresión esporádica, ni una broma puntual, ni un conflicto
entre iguales. Se trata de que un intimidador (o varios) ejerce algún tipo de
agresión (física o psicológica) contra un chico más débil —víctima impotente
para salir sola de esa situación—, de forma reiterada y sin ninguna razón, con
total pasividad por parte de los que les rodean y observan.
Existe
intención de dañar, y para ello se utiliza la amenaza, la burla, el
desprestigio, el insulto, el rechazo...; se pega, intimida, acosa, humilla,
excluye, incordia, aisla, chantajea... y se puede llegar, a veces, al abuso
sexual. En fin, de una u otra forma se tiraniza.
Intencionalidad del agresor, reiteración de la violencia e indefensión de la
víctima son, para Nora Rodríguez, lo que califica a un hecho en la categoría de
bullying. Las formas más frecuentes de agresión son las verbales, las malas
relaciones y las indirectas; las menos habituales, el aislamiento y la agresión
física.
Los
varones suelen decantarse por los ataques físicos (golpes, palizas, armas
blancas, violencia sexual) y se pavonean de sus «hazañas», mientras que las
chicas se muestran más sibilinas, más sutiles, y se inclinan por descalificar a
sus compañeras y aislarlas, camuflando así sus acosos.
Este tipo
de maltrato se produce ocasionalmente en la escuela (aunque algunos colegios lo
nieguen). Cuanto más grande es el centro escolar más riesgo de bullying se
padece, porque hay menos control físico.
Que
siempre haya ocurrido no legitima el maltrato. Hay que tomar conciencia de que
no se trata de bromas, de que el profesorado no siempre se entera y, en todo
caso, no le es fácil enfrentar una situación que en muchas ocasiones el grupo
ampara. El tema no se resuelve indicando «en la vida hay que saber defenderse».
El
intimidador aprende a maltratar, a sentirse bien con ese papel, por lo que
refuerza disocialmente su conducta, que acaba conduciéndole, la mayoría de las
veces, a una carrera delincuencial. Utiliza la violencia para conseguir su
objetivo, y corre el riesgo de convertirse en su propia víctima. Con tal de ser
el protagonista, tener poder, prestigio, destacar, es capaz de todo, sin pararse
a pensar en lo que hace. El acto sobre la razón le lleva a comportarse de manera
impulsiva. Necesita la popularidad que no consigue de forma natural.
Si es
padre de un agresor, se debe formular la pregunta: ¿cómo ha llegado a esto? Y
abordar la situación —si es posible— de forma conjunta todos los miembros de la
familia. Desde el primer momento se ha de mostrar con rotundidad en contra de la
intimidación y el maltrato.
Con
decisión, rapidez y calma se debe imponer una severa sanción. Hay que mantener
el contacto con los profesores y reforzar las medidas educativas tomadas en el
contexto escolar. Apoyar (y apoyarse) en la actuación desarrollada en la
escuela. También hay que escuchar al hijo, pero indicándole que se va a pedir la
versión de sus maestros, desde la absoluta credibilidad hacia ellos. Se le ha de
mostrar que no se va a consentir que realice ninguna acción violenta, castigarle
y obligarle a restituir lo robado o reparar lo dañado.
Si no
reciben valoraciones negativas de sus conductas y/o si son recompensados con
cierta popularidad y con la sumisión de sus compañeros, el comportamiento
agresivo puede convertirse en su forma habitual de enfrentar los problemas y la
dominación en su estilo de relación interpersonal.
Se
participará junto a los profesionales del centro educativo en la puesta en
marcha de acciones elaboradas para extinguir la conducta agresiva, y se
procurara, pues resulta muy positivo que el hijo, de manera formal y sentida,
pida perdón públicarmente (ante los compañeros) a la víctima, con la
coparticipación de los padres.
Las
conductas violentas deben cercenarse con premura y eficacia. Al igual que han de
apoyarse, potenciarse y aplaudirse las pro-sociales.
Cuando se
producen agresiones entre los escolares, encontramos como factores de riesgo la
impulsividad, el estilo educativo paterno coercitivo y punitivo o errático, la
falta de vínculos sociales y afectivos, exposición a la violencia, por tanto
fallas en el aprendizaje socio-cog-nítivo, débiles vínculos sociales y escaso
autocontrol individual.
Hay
alumnos-víctimas de amenazas, de extorsiones, de robos, de golpes, de abusos
sexuales y, la mayoría de las veces se sienten —están— muy solos. La víctima
sufre angustia, ansiedad, temor, terror, su autoestima cae; puede llegar a
rechazar la asistencia a la escuela, fracasar en los estudios, entrar en
profunda depresión y desembocar (no es ninguna exageración) en el suicidio.
Si bien
las huellas psicológicas no son visibles, las víctimas tienen una visión
negativa de sí mismas y perciben como poco seguras las relaciones con otras
personas. Pueden ver minada su personalidad para el resto de su vida, aun cuando
el acosador ya no esté cerca.
Para la
víctima es difícil hablar, siente vergüenza y culpabilidad. Cree que lo que le
pasa es porque se lo merece, por ser distinto a los demás. Los padres pueden
sospechar del maltrato entre iguales por la conducta del hijo, o por
informaciones de amigos o de profesores; cabe también la información directa o
indirecta del hijo.
En caso
de sospecha, se debe indagar más, recabar más información (del hijo, de sus
hermanos, compañeros, maestros). Si se confirman las sospechas no se debe actuar
directamente con el hipotético agresor o con los familiares del mismo, sino,
manteniendo la calma, hablar con el tutor y el director del centro escolar y, si
se estima conveniente, formular una denuncia en la Fiscalía de Menores.
Obviamente, y durante todo el proceso, se apoyará al hijo y se colaborará
activamente con el profesorado. Hay que hablarle de la existencia del maltrato
entre iguales y solicitarle que si le acontece o es testigo en otros casos lo
cuente con confianza, por que ellos, antes de tomar cualquier decisión o medida
la hablarán con él.
Además,
hay que aprender a reconocer signos que avalan que el hijo puede estar siendo
una víctima, como pérdida de objetos, rotura de ropa, rechazo repentino al
colegio, cambios en sus hábitos, en sus patrones de sueño o alimentación, fallas
en el rendimiento académico, mayor secretismo e incomunicación, cambios en el
humor... tristeza, irritabilidad, distracción, ausencia de amigos... incluso
enuresis («mojar la cama»).
Los
padres de la víctima han de apoyarle en todo momento, mantener contacto con el
colegio y, si los profesionales del mismo no actúan con decisión, iniciar una
acción legal contra el agresor o agresores. Además de estas medidas debemos
propiciar que nuestro hijo amplíe su grupo de amigos dentro y fuera del colegio,
para crear vínculos de afecto, así como reforzar su autoestima.
En muchas
ocasiones, además de al agresor que provoca el maltrato y a la víctima que sufre
la intimidación e indefensión, hay que tener en cuenta a los compañeros que no
suelen intervenir en defensa del débil.
Los niños
no suelen —para no ser tildados de chivatos, con el consiguiente riesgo—
informar a los adultos de la escuela. En torno a la mitad de los escolares se
muestran pasivos ante las situaciones de maltrato. La otra mitad o avisan a
alguien o intentan detener por sí mismos la situación.
En el caso de los escolares que sólo intervienen como observadores, esa
exposición vicaria a la violencia puede dar lugar a una conducta antisocial,
pasiva ante los problemas ajenos, a relaciones entre iguales dominio-sumisión, a
unos valores poco solidarios. Ejemplo de esto es el rechazo o aislamiento que
sufren las víctimas entre sus compañeros del colegio. Se acostumbran a vivir
siendo cómplices del agresor y a no ser coherentes con la valentía que exige la
justicia y dignidad humana.
Si se es
padre de un hijo que se ha comportado como espectador pasivo, se le ha de
recriminar su actitud y poner en la disyuntiva de ser casi un cooperador
necesario para que acontezca tal vejación o una persona valiente y solidaria que
se pofle del lado del débil. Bueno será que se le plantee la vivencia de la
víctima. Que comprenda que hay muchas formas de ayudar (información, testimonio,
no reír la «gracia», apoyo...).
Hay que
hacerle ver que una cosa es «ser chivato» y otra bien distinta denunciar unos
hechos que son inaceptables. Debe sentir que no intervenir por miedo, conlleva
convivir con culpabilidad. Ha de ser consciente de que intervenir resulta
también positivo para un o unos intimidadores que han adoptado un papel muy
equivocado.
Hemos de
hacer llegar a estos chicos que de su actitud, cuando conocen o ven estos
hechos, depende que cesen o continúen. Si el grupo entiende que una persona es
maltratada, y toma una postura firme y conjunta frente a los agresores, el
maltrato cesará.
Invitar a
participar en el voluntariado y en asociaciones que fomentan la cultura
antiviolencia es una buena prevención de estas situaciones, bastante
generalizadas.
Los
padres, junto a los maestros, han de denunciar cualquier atisbo de violencia del
tipo que sea, pero al tiempo han de participar en grupos de discusión y crear
equipos de mediación, dentro de la comisión de convivencia.
Por su
parte, los educadores han de fomentar valores de absoluto respeto y crear con
los propios alumnos figuras pacificadoras que actúen como intermediarios en la
resolución de conflictos.
El
maltrato entre iguales es un fenómeno que ampara el grupo y, por tanto, la
resolución se ha de abordar desde el mismo.
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