Violencia en el deporte
Cuando el
desempeño de las diversas actividades de la vida del ser humano no se realiza
del modo esperado y deseado, los instintos insatisfechos y los conflictos no
resueltos pueden suscitar la aparición de una tendencia hacia la agresión y la
violencia.
El
proceso de socialización trae consigo una serie de condicionantes que supone
muchas frustraciones personales. La cólera creada por estas frustraciones es
resuelta mediante los actos de agresión individuales o colectivos. Las normas
sociales generalmente prohíben estos actos, pero la cólera no desaparece, queda
escondida y puede salir a la luz si el ambiente lo favorece o estimula. De este
modo, las frustraciones individuales pueden conducir a la violencia colectiva
por un proceso de desplazamiento o proyección.
El
deporte supone una «válvula de escape» a estas pulsiones reprimidas. En
realidad, en casi todas las actividades deportivas existe una competición entre
sus practicantes; aunque sea mediante el juego, la lucha y la agresividad están
presentes. La llamada «deportividad» consiste en una racionalización de estos
impulsos agresivos con el fin de ser controlados para que no pasen al plano real
de la auténtica lucha.
Tal
efecto de «descarga» controlada a través del deporte no sólo tiene lugar en el
deporte, sino también en el espectador. Así puede comprenderse cómo algunas
personas acostumbradas a una vida ordenada, dóciles y que poseen un autocontrol
de sus reacciones, se aficionan a los deportes más rudos, en los que ven
proyectada su agresividad contenida.
Los
deportes, sobre todo aquellos mayoritarios, como el fútbol, han sido —y son—
sabiamente utilizados por los regímenes políticos dictatoriales como medios de
control y descarga de la población que vuelca en ellos su cólera reprimida, que
de otro modo podría volverse contra la autoridad.
El
problema surge cuando la agresividad deportiva rebasa sus límites y escapa al
control racional. No pocas veces, los instintos territoriales, de defensa, de
lucha o de simple dominación afloran con todo su ímpetu, casi animal cuando se
estimulan por aproximación o similitud. Así, por ejemplo, está comprobado que un
equipo deportivo desarrolla mayor combatividad cuando compite en «su propio
terreno», porque indirectamente se ve estimulado el instinto de defensa
territorial, instinto que decrece en el ser humano y en el animal cuando se
aleja de su territorio.
Curiosamente, no es raro observar una mayor violencia en deportes menos rudos
que en los que realmente aparentan ser profundamente agresivos. Por ejemplo,
suele haber menos lesiones por efecto de la violencia en actividades deportivas
como el rugby o las artes marciales, altamente combativas, que en el fútbol;
esto se debe probablemente a que en las primeras la competición se parece más a
la lucha real, lo que nivela el posible rencor entre vencedor y vencido.
Pero tal
vez el mayor perjuicio tenga lugar cuando el deporte se ve «contaminado» por los
intereses o ideologías políticas de grupos practicantes o simples espectadores.
Si a ello sumamos la violencia colectiva desarrollada por el individuo cuando
pierde su identidad personal para formar parte de la masa descontrolada, el
resultado puede ser tremendamente negativo y destructivo. Muestras de ello son
las grandes catástrofes ocurridas por el tumulto salvaje y los grupos
paramilitares constituidos bajo un supuesto ideal deportivo. Este tipo de
tendencias anormales se presentan en casos en que el inconsciente está sometido
a una tensión muy elevada, y puede tener su causa en la asimilación y solución
equivocadas de conflictos mentales.