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EL SER
HUMANO NO NACE VIOLENTO, LO HACEMOS
Fracasamos, a veces, en el proceso de educación, de socialización, por el que
nace y se desarrolla la personalidad individual en relación con el medio social
en que nos ha tocado vivir, que conlleva la transacción con los demás. Se forma,
de esta manera, una personalidad dura que puede llegar a la deshumanización, a
la psicopatía. Volvamos, como ejemplo, la mirada hacia ese niño pequeño ya
tirano, «lo quiero aquí y ahora», «no admito órdenes de nadie...», que inicia su
viaje hacia pulsiones primitivas e incontroladas.
Y qué
decir de esas familias que hablan mal de todo el que les rodea, que muestran
vivencias negativas de las intenciones ajenas (del vecino, del jefe, de la
suegra), de esos padres que al subirse al coche se transforman en depredadores
insultantes, de los núcleos familiares que emiten juicios mordaces contra el
diferente (por su color, forma de pensar, procedencia). Algunos estimulan la
estúpida y miope diferenciación (nosotros versus los otros). No se dude:
generaremos intolerantes, racistas, xenófobos.
En gran
medida educamos a nuestros niños en la violencia contra los seres humanos,
contra la naturaleza. Quemamos los bosques, contaminamos el aire, esquilmamos el
mar, somos testigos indiferentes de masacres lejanas, criticamos otras ideas,
otras maneras de sentir. Esto puede llegar a insensibilizarnos.
El que
haya niños violentos es un mal que está en la sociedad. Y ésta les teme, los
rechaza y los condena.
Existe
una profunda hipocresía. Los planteamientos socioeconómicos y educativos son
fomentadores de comportamientos desviados y de carreras disociales y
delincuenciales. Posteriormente, se exige que se les encierre en prisiones, pero
nadie quiere en las proximidades de su casa una cárcel.
Ante
estos hechos, la única esperanza se encuentra en la prevención verdadera,
concreta y cara, y en el esfuerzo resocializador cuando se ha fracasado.
No es
verdad que el genoma humano esconda las raíces (o las semillas) de la violencia.
La violencia se aprende.
Existen niños que por causas sociales (anomia, cristalización de clase,
etiquetaje, presión de grupo, profecía autocumplida) conforman una personalidad
patológica, pero la etiología está muy lejos de ser cromosómica, lombrosiana...
El
estudio del genoma humano demostrará que el delincuente no nace por generación
espontánea, ni por aberración genética. Y esto es algo que no está
interiorizado. Cuando se detiene a un violador, por ejemplo, mucha gente
expresa: «¡No tiene cara de violador!».
En muchas
casas al hijo se le alecciona: «Si un niño te pega una bofetada, tú le pegas
dos». Y aunque hay quien lo discute, vemos con claridad la influencia del golpeo
catódico de violencia en series de TV, dibujos animados, y videojuegos;
violencia gratuita, sin consecuencias, donde gana el bueno, el que más mata, el
guapo con el que el niño se identifica. Revistas donde se mezcla sexo y
violencia, desde las que se transmite el peligroso criterio de que cuando la
mujer dice no, quiere decir sí. Claro que se influye muy negativamente sobre los
niños, claro que se banaliza la violencia. La presión sobre ellos es muy fuerte
y ejerce influencia. ¿O es que todos los empresarios y publicistas están
equivocados?
En
psicología sabemos de la influencia del modelado, del aprendizaje vicario.
Parémonos, pues, a pensar: ¿qué oyen los hijos de sus padres ante una
contrariedad?
Pese a
las múltiples evidencias, siempre habrá quien, para ahuyentar miedos
subconscientes o para hacerse de oro encontrando la «piedra filosofal», —es
decir, la piedra angular de la ciencia—, verá en el criminal una maldad
ontológica grabada a fuego en el alma o, en su versión moderna, en el código
genético.
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