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LAS RANAS Y LAS LIEBRES.
Meditaba una liebre en un agujero (¿qué otra cosa hacer en un lugar
cerrado?), sumiéndose en profunda melancolía. Es un animal triste, y el
temor le roe.
-¡Desdichados los que nacieron tímidos! -decía-. No hay bocado que les
aproveche ni conocen jamás un placer tranquilo, viviendo siempre con
sobresaltos. ¡Así es mi vida! ¡Este temor maldito me obliga a dormir con los
ojos abiertos! Corríjete, dirá algún sabio. ¿Cómo? ¿Puede corregirse el
miedo? Incluso me parece que hasta los hombres mismos tienen tanto miedo
como yo.
Así reflexiona nuestra liebre, ojo avizor al propio tiempo. Inquieta y
azorada, un soplo, una sombra, el rumor más leve le alteraba la sangre. De
pronto, el melancólico animal oye un ruido ligero, señal para una loca
carrera hacia su madriguera. Y al pasar junto a una charca, las ranas, que
saltan a las ondas, en busca de sus grutas en el fondo.
-¡Oh! -exclamó entonces la liebre-, ¿causo el mismo miedo que a mí me
causan? ¿Aterra también mi presencia a los seres vivientes? ¿De dónde me
viene este poder, que tiemblan los animales al verme? ¿Soy, pues, un rayo de
la guerra?
Ya se ve que no hay en la tierra un cobarde que no encuentre otro más
cobarde todavía. |
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