Lo propio y lo ajeno (todos necesitamos un territorio y una identidad)

Nos dicen los etólogos (los científicos que estudian el comportamiento animal) que cuando dos animales de la misma especie luchan entre sí, siempre lo hacen por una de estas dos causas: o bien para establecer su dominio sobre los otros y alcanzar —o mantener— la jefatura dentro de un grupo, con los privilegios que esto supone a la hora de elegir hembra y comida; o bien para ejercer sus derechos territoriales sobre una determinada porción de suelo. Esto es algo instintivo, un rasgo inherente a la condición de todos los animales.

Todo ser vivo precisa de un territorio para poder crecer y desarrollarse, una porción de espacio de donde obtener los medios necesarios para su subsistencia. Es el espacio vital. Naturalmente, las dimensiones de este territorio irán en función de sus necesidades y serán proporcionales a su grado de desarrollo.

Cuando un ser vivo defiende su integridad física ante un peligro inminente, lo hace movido por un instinto de conservación a corto plazo: defiende su vida en ese preciso momento. Cuando defiende su territorio, lo hace bajo el mismo instinto, pero a largo plazo: defiende unos medios de subsistencia sin los cuales moriría tarde o temprano.

Todos los animales, de un modo u otro, delimitan y marcan su territorio; generalmente lo hacen mediante sus excrementos (orina y heces). No hace falta formar parte de un safari para observarlo; basta con pasear por la ciudad con un perro y ver cómo va depositando sus «marcas» por doquier.

La historia del ser humano —sus avances en el campo de la técnica, sus migraciones, sus asentamientos en nuevas tierras, sus conquistas y sus guerras— depende directamente de su necesidad de encontrar nuevos espacios vitales y de adaptarse a ellos. El invento y perfeccionamiento de las armas perseguía un claro fin de defensa y conquista territorial. Y el actual y vertiginoso avance aeroespacial no sólo está determinado por el afán de adquirir nuevos acontecimientos, sino que, concomitantemente, está alentado por la posibilidad de ampliar un espacio vital en presunto peligro por la explosión demográfica.

Pero, yendo a lo que nos interesa: ¿Cómo influye el concepto de territorio en la psicología del individuo? El hombre primitivo pocas preocupaciones de espacio tenía. Había terreno para todos. Pero, a medida que crecía en número y desarrollo intelectual, fue extendiendo sus fronteras vitales. Cada tribu expandió sus linderos sin problemas. Sin problemas hasta que topó con las fronteras de la tribu vecina. Las libertades de uno terminan donde empiezan las del prójimo. Y comienzan los conflictos. Es la Historia; y no hay más que repasar cualquier tratado de la misma para ver que es un continuo y desaforado trasiego de linderos y fronteras.

Y llegamos al hombre civilizado que vive en sociedad y en teórica armonía con sus vecinos. Teórica, porque la aparente comodidad que supone el vivir en comunidad tiene a veces un alto precio: el desequilibrio psicológico por el estrés competitivo en defensa de un mínimo territorio digno.

Es curioso observar cómo trastornos tan comunes en el ser humano, como la ansiedad, la depresión, la agresividad desmedida, las disfunciones sexuales, las úlceras digestivas y demás manifestaciones neuróticas y psicosomáticas, sólo aparecen en los animales cuando están sometidos a limitación territorial, como ocurre en los zoológicos. Prácticamente, tales alteraciones no aparecen en el animal libre y en estado salvaje.

Realmente, ¿la pérdida territorial influye tanto en el ser humano como para ser responsable de una gran parte de entidades nosológicas, objeto de una ciencia como la psicopatología? Rotundamente, sí.

El individuo no puede ser separado en esencia de su medio vital. Un ser vivo es él y su territorio, con el cual se identifica como una prolongación de su propio cuerpo.

Un refrán dice: «Tanto tienes, tanto vales.» Y, aunque nos pese, ése es el juicio frío con el que, desgraciada y habitualmente, nos juzgamos en sociedad. «Cuanto más tengo, cuanto mayor es lo propio, más grande soy.» Esta concepción un tanto desmedida de la territorialidad (como lo propio) es el origen de la ambición. Ya que territorio ya no es sólo terreno, sino todo cuanto en él se pueda incluir: pertenencias, posesiones inmuebles y por supuesto el dinero, que asegura adquirir más territorio.

Así hemos desarrollado el afán de marcar nuestra identidad en el ambiente, señalando: esto es mío y aquello es ajeno.

Múltiples ejemplos adornan este fenómeno: las casas de campo están valladas, tienen nombres, etc. Las casas de ciudad cuentan con un inconveniente: están construidas por grupos, a veces numerosos, y siguen una idéntica estructura arquitectónica. No obstante, nos ocupamos en que tengan una identidad con la decoración: una pintura de pared, un empapelado, unos adornos, buscando un «toque de distinción». Algo similar ocurre con todo objeto de consumo: vestuarios, coches, bebidas, etc. Siempre anhelando la identidad, la originalidad, el ser destacado de entre la mayoría: yo y mi territorio.

Todo esto se observa claramente en su carácter expansivo. Pero hay otro aspecto más restringido y defensivo: existe un límite mínimo territorial del que muchas veces no somos conscientes. Todos tenemos un espacio aéreo a nuestro alrededor que asumimos como propio. Puede variar de una persona a otra, según su carácter y sus costumbres; pero lo cierto es que nos sentimos incómodos cuando nos lo invaden.

Generalmente es un perímetro de unos 50 cm del espacio que nos rodea. Es aproximadamente la distancia que guardamos con nuestro interlocutor cuando mantenemos una conversación cordial. Si alguien nos habla desde más cerca, nos incomodamos, nos sentimos agredidos y retrocedemos guardando distancias. Socialmente se acepta que no es de buena educación rebasar ese espacio, que sólo es violado en dos ocasiones opuestas: la lucha y el amor.

El hombre, como ser privilegiado en la Naturaleza y en continua evolución, precisa de una identidad que la potencie y de un territorio donde desarrollarla. Es un derecho natural, ancestral e instintivo, que, cuando se ve atentado, puede acarrear serias consecuencias en su equilibrio psicológico.

 

 

 

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