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"OKUPAS" EN CASA. EL HOGAR NO PUEDE CONVERTIRSE EN UN HOTEL

No se puede vivir en situaciones que atentan contra la dignidad. No se puede vivir sin respeto en casa. Hay que respetar a los hijos, exigirles que nos respeten a nosotros y darles ejemplo respecto a los padres (a sus abuelos o bisabuelos, por ejemplo, cuando vengan o vayamos a verlos).

Hay chicos que no saludan a sus padres cuando llegan a casa, no se agachan a recoger si a su madre se le cae algo al suelo, no se mueven si hay que ceder algún asiento. Algunos hasta se burlan y mofan sin ninguna consideración de todo aquel que tienen a su alrededor.

Algunos padres harían bien en preguntarse: «¿Con quién vivo?» Hay quienes se recluyen en «su» habitación, defendida como un castillo, y no se les ve el pelo salvo cuando llegan sus amigos, a los que introducen en ese espacio cuasi desconocido para los padres. Algunos jóvenes hacen del hogar familiar un espacio para la ocupación. Me refiero a que entran cuando quieren y se van cuando les da la gana. Es más, aparecen con grupos de desconocidos que asaltan la nevera, se tumban en los sofás ante la televisión y se quedan a dormir tirados por cualquier esquina.

¿Que cómo se puede llegar a este desmadre? Pues habiendo permitido al hijo todo, entre otras cosas que en su habitación haga lo que le «pete» (o se le ponga), y más tarde dejándole que lleve a casa a quien le sale de las narices.

Tener un «okupa» en casa puede resultar de zarzuela del siglo XXI, pero también puede ser trágico. Llega un día en que los padres tienen que llamar a la policía para que desalojen a los allí «yacientes». El sentimiento de pérdida de espacio, de intimidad, es total (y los robos comunes).

Son casos contados (estadísticamente no significativos), pero sirven de referencia para saber hasta dónde se puede llegar cuando no se ha tomado la decisión debida en el momento adecuado.

El hogar no puede convertirse en un hotel donde unos entran y otros salen, donde se surten de alimentos y se deja la ropa para lavar y planchar.

Los padres han de plantar cara a su hijo, decírselo claro: «Si perturbas el clima familiar, te irás. No tienes ninguna necesidad de nosotros. Si te quieres quedar en nuestra casa, procura participar en un clima familiar agradable. Si no lo consigues, porque nosotros te resultamos demasiado desagradables para vivir, te irás a vivir a otra parte». Esto no se ha de decir como un reproche, sino como una decisión.

Hay que hablar, hay que interactuar. Crear una atmósfera a favor de la relación.

El «autismo» relacional no puede instaurarse. Se deben acomodar horarios y conductas para debatir sobre lo que alegra y preocupa a padres e hijos, para generar canales de apoyo mutuo.

No hemos de perder la palabra, ni el contacto; no basta con instituir una cantidad de «dinero para el fin de semana» y un horario de regreso al hogar, hemos de compartir las obligaciones y el sostén de los puentes de comunicación.

Cuando los hijos crecen, la función de estar sobre ellos se diluye hasta desaparecer, pero han de establecerse algunas actividades comunes que vayan desde la práctica deportiva a la compra en el mercado. Tiempos y actividades comunes conforman un etimológico hogar pleno.

 

 

 

 

 

 

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