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La moral y el sentimiento de culpa

El sentimiento de culpa tiene que ver, evidentemente, con la moralidad; la moral es, a su vez, inseparable de la conciencia. La cuestión que estas relaciones plantea remite a la manera de concebir la conciencia.

Los términos «conciencia», «consciente», han sufrido cierta impregnación psicológica, para reincorporarse al lenguaje ordinario como si se tratase de tecnicismos de imprescindible uso (como «teléfono», «autopista», etc.). Ambos términos y sus voces derivadas se prestan a interpretaciones muy diversas.

Las psicologías basadas en el esquema del estímulo-respuesta fomentan la idea según la cual la conciencia sería un mero receptor de información; algo pasivo semejante a un ojo interior que se limitase a registrar cierta parte, esa que llamamos consciente, de lo que acontece en la vida psíquica. Pero ser consciente no es sólo “ver lo que pasa”.

Por de pronto, la conciencia es el lugar común de la específica función formalizadora del alma. No en vano la primera psicología científica es percibir la realidad —las realidades— de una forma adecuada a la naturaleza de las mismas. La naturaleza de una cosa es lo que hace que esa cosa alcance su ser. La conciencia ni crea ni inventa nada. Las realidades son lo que son, y la conciencia el testimonio indeclinable del ser psíquico personal. Pero semejante operación no concluye ahí. Ser consciente implica, sobre todo, un juicio acerca de la realidad advertida y su relación con el propio sujeto: nunca es indiferente lo que se ve, piensa o imagina; tendrá mayor o menor interés o importancia en cuanto a su entidad concreta; puede alguien adoptar incluso una posición neutral, pero esto mismo evidencia que el ser consciente supone la capacidad de asumir las realidades en función de ese juicio. El acto estimativo es, precisamente, específico de la naturaleza humana.

La conciencia resulta ser, más allá del mero conocimiento sensible, registro moral. La perfección de la vida intelectual, como ingrediente del ser consciente, demanda que las cosas no queden reducidas al orden de lo apetecible (o no), sino que se conozcan en su verdad y en su moralidad. Toda referencia argumental a la conciencia (opino o hago esto en conciencia, o la conciencia me dice, por ejemplo) supone el desarrollo perfectivo o formación de la propia conciencia.

La conciencia opera, pues, en última instancia como juez del sujeto agente. El juicio de culpabilidad se forma en un ser normal cuando la voluntad produce un acto que la conciencia registra como contrario al orden, en tanto disposición racional de los elementos de un proceso revelador de la verdad como fin último del entendimiento y del bien como objeto de la voluntad.

Pero la naturaleza humana en su radical condición psicológica entiende y siente a la vez. Ser persona dice relación, y la conciencia de lo real contiene, junto al juicio de la realidad o de uno mismo, cierta cualidad que convierte la relación en experiencia íntima o vivencia. Dicha cualidad se formaliza en los sentimientos. Normalmente la conciencia de lo real implica un sentimiento correlativo; es decir, un modo de sentirla o sentirnos afectados, proporcionado a su estimación: la verdad y lo bueno nos alegran, la mentira y el mal nos entristecen. La culpabilidad es, a la vez, conocimiento y sentimiento. Y tan anormal sería saberse y no sentirse culpable como sentirse y, sin embargo, no serlo.

Paradójicamente la patología de la conciencia plantea menos problemas que la de los sentimientos. Un trastorno de conciencia supone, por definición, una anomalía del juicio de lo real. Independientemente de la causa, cualquier observador advierte, sin más, el fallo instrumental del supuesto físico.

La afectividad es más compleja. Ni los estados de ánimo ni los sentimientos son verificables de modo experimental, ni pueden ser aislados de manera objetiva en condiciones de salud a la manera de las sensaciones, la memoria o la inteligencia. Su primera característica es la subjetividad. Los sentimientos pueden definirse como estados del yo. El sujeto se identifica pasivamente con lo sentido: se está alegre, triste, deprimido, o simplemente bien o mal, por esto o aquello, o sin más. Semejante pasividad resulta evidente de ordinario. La dificultad no sólo comienza con la patología, sino que es inherente a ella. Cualquier sentimiento de incomodidad sensibiliza la conciencia moral: se difuminan las lindes del sentir y del querer. El juicio peyorativo y del remordimiento aparecen tras hechos irrelevantes, en forma desproporcionada, o, incluso sin referencia alguna.

 

 

 

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