El miedo
es una perturbación del estado de ánimo, en el que se pierde la confianza en los
propios recursos para afrontar situaciones concretas, que son percibidas como
peligrosas para el sujeto. Este peligro puede ser real o imaginario, presente o
proyectado en el futuro, pero siempre ocasiona una disminución del sentido de
seguridad.
Prácticamente todas las personas han sentido miedo alguna vez y se describen
objetos generadores de temor a lo largo de todas las épocas. Por su
universalidad y su frecuencia, el miedo se puede considerar como una emoción
normal, pero hay que distinguir entre el miedo normal y el patológico. Cuando la
amenaza es real es lógico sentir temor, se trata del miedo normal, pero cuando
la reacción es excesiva o no guarda relación con la causa desencadenante, se
convierte en anómala. Por ejemplo, uno puede temer ser atracado en la calle,
sobre todo por la noche, pero si esto le impide salir de casa desde que
oscurece, este miedo es anómalo. Se puede decir que el miedo deja de ser normal
cuando altera o bloquea la conducta normal del individuo, su estabilidad
psicológica y/o sus relaciones con el ambiente y las personas que lo rodean.
Cuando el temor lo provoca un objeto imaginario se entra en el campo de las
fobias que aquí no vamos más que a nombrar, ya que se les dedica un capítulo en
otro espacio. En la fobia, el miedo es irracional y desproporcionado, altera la
conducta de quien lo sufre, que es incapaz de sobreponerse a él, a pesar de
reconocerlo como absurdo.
El miedo
puede ser, y es, aprendido. Los niños son los más susceptibles a él, aprenden a
tener miedo, muchas veces a causa de los adultos. «El hombre del saco», «el
coco» o «los fantasmas» son muchas veces utilizados para modificar el
comportamiento infantil provocándoles temor. Esto no es nada beneficioso, la
mayoría lo supera, pero algunos pueden desarrollar una personalidad insegura y
temerosa. El miedo tiene fuertes raíces culturales, cada cultura tiene sus
propios generadores de miedo: el vudú, los vampiros, los hombres-lobo...
Finalmente, el miedo se aprende con la experiencia, si uno ha sufrido una
experiencia traumatizante, estará temeroso de que se vuelva a producir; tras un
accidente grave de tráfico es fácil sentir al principio miedo a montar en
automóviles, desapareciendo el temor sólo con el paso del tiempo.
El miedo
no se detecta sólo en el aspecto psicológico, tiene también un importante
cortejo de síntomas neuro-vegetativos, como sudoración, taquicardia, temblor,
necesidad de orinar, crisis diarreicas, piloerección («pelos de punta») que
acompañan a la ansiedad y a la angustia y que pueden ser más desagradables que
la propia emoción. Tanto las manifestaciones psicológicas como físicas pueden ir
precedidas de un curioso fenómeno, el miedo a tener miedo, que es como una
ansiedad que prevé el sufrimiento que puede aparecer.
Se trata
de una emoción dolorosa que bloquea a quien la sufre e incapacita para
desenvolverse normalmente. A corto y largo plazo acarrea dos conductas
fundamentales: la evitación y la huida. Quien sufre el miedo elude y evita todas
las situaciones en que pueda aparecer, de forma que bloquea su propia actividad:
por ejemplo, quien teme las reuniones con mucha gente, no acude a fiestas y
actos sociales y poco a poco se ve abocado a la soledad. Otros en cambio huyen
en cuanto aparece el miedo y su conducta resulta de lo más incongruente, no
pueden controlar su temor, pierden la confianza en sí mismos y la de los demás.