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Un
interminable comienzo II
Aunque
nuestros estudiosos no puedan explicar la aparición del Homo sapiens y de la
civilización del Hombre de Cro-Magnon, al menos no hay duda, por ahora, en
cuanto al lugar de origen de esta civilización: Oriente Próximo. Las tierras
altas y las cordilleras que se extienden en un semiarco desde los Montes
Zagros, en el este (donde, en la actualidad, se encuentra la frontera entre
Irán e Iraq), pasando por el Monte Ararat y la cadena montañosa del Tauro,
en el norte, para bajar, hacia el oeste y el sur, por las colinas de Siria,
Líbano e Israel, están repletas de cavernas donde se han conservado las
evidencias de un Hombre más moderno que prehistórico.

Una
de estas cuevas, la de Shanidar, está situada en el nordeste del semiarco de
la civilización. En la actualidad, los feroces kurdos buscan refugio en las
cuevas de esta zona tanto para sí mismos como para sus rebaños durante los
fríos meses de invierno. Así debió de ser también en una noche invernal de
hace 44.000 años, cuando una familia de siete miembros (uno de los cuales
era un bebé) buscó refugio en la cueva de Shanidar.
Sus restos -todos ellos fueron aplastados por un desprendimiento de rocas-
fueron descubiertos en 1957 por un sobrecogido Ralph Solecki, que
había ido a la zona en busca de evidencias del hombre primitivo. Lo que
encontró fue mucho más de lo que esperaba. A medida que se iban quitando
escombros, se iba haciendo evidente que la cueva había conservado un
registro claro de la vida del Hombre en aquella zona entre unos 100.000 y
13.000 años antes.
Lo que mostró este registro fue tan sorprendente como el descubrimiento
mismo. La cultura humana no mostraba ningún progreso sino, incluso, una
evidente regresión. Comenzando desde cierto nivel, las generaciones
siguientes no mostraban niveles más avanzados sino niveles inferiores de
vida civilizada. Y entre el 27.000 y el 11.000 a.C., la regresión y la
disminución de la población llevaron al punto de la casi completa ausencia
de habitantes en la zona. Se supone que por motivos climáticos, el Hombre
casi desapareció de toda esta zona durante 16.000 años.
Y luego, alrededor del 11.000 a.C, el “Hombre pensante” volvió a aparecer
con un nuevo vigor y con un inexplicablemente alto nivel cultural.
Fue como si un entrenador invisible, viendo el vacilante partido de la
humanidad, hubiera hecho entrar en el campo a todo un equipo de refresco,
bien entrenado, para sustituir al equipo exhausto.
A lo largo de los muchos millones de años de su interminable comienzo, el
Hombre fue el hijo de la naturaleza; sobrevivía recolectando alimentos que
crecían de forma salvaje, cazando animales salvajes, capturando aves
salvajes y peces. Pero justo cuando los asentamientos humanos estaban casi
desapareciendo, justo cuando estaban abandonando sus hogares, cuando sus
logros materiales y artísticos estaban desapareciendo, justo entonces, de
pronto, sin motivo aparente y, que se sepa, sin ningún período previo de
preparación gradual, el Hombre se hace agricultor.
Haciendo un resumen del trabajo de muchas autoridades eminentes en la
materia, R. J. Braidwood y B. Howe (Prehistoric Investigations
in Iraqi Kurdistan) llegaron a la conclusión de que los estudios genéticos
confirman los descubrimientos arqueológicos, y no dejan lugar a dudas de que
la agricultura comenzó exactamente allí donde el Hombre pensante había
emergido antes con su primera y tosca civilización: en Oriente Próximo.
Hasta el momento, no existe duda de que la agricultura se extendió a todo el
mundo desde el arco de montañas y tierras altas de Oriente Próximo.
Empleando métodos sofisticados de datación por radiocarbono y de genética de
las plantas, muchos estudiosos de diversos campos científicos concuerdan en
que la primera empresa agrícola del Hombre fue el cultivo del trigo y la
cebada, probablemente a través de la domesticación de una variedad silvestre
de trigo, el Triticum dicoccum. Aceptando que, de algún modo, el
Hombre pasara por un proceso gradual de aprendizaje sobre cómo domesticar,
hacer crecer y cultivar una planta silvestre, los estudiosos siguen
desconcertados por la profusión de otras plantas y cereales básicos para la
supervivencia y el progreso humanos que siguieron saliendo de Oriente
Próximo. Entre los cereales comestibles, aparecieron en rápida sucesión el
mijo, el centeno y la escanda; el lino, que proporcionaba fibras y aceite
comestible; y una amplia variedad de arbustos y árboles frutales.
En cada uno de estos casos, la planta fue indudablemente domesticada en
Oriente Próximo durante milenios antes de llegar a Europa. Era como si en
Oriente Próximo hubiera existido una especie de laboratorio botánico
genético, dirigido por una mano invisible, que producía de vez en cuando una
nueva planta domesticada.
Los eruditos que han estudiado los orígenes de la vid han llegado a la
conclusión de que su cultivo comenzó en las montañas del norte de
Mesopotamia, y en Siria y Palestina. Y no es de sorprender. El Antiguo
Testamento nos dice que Noé “plantó una viña” (y que incluso se llegó a
emborrachar con su vino) después de que el arca se posara sobre el Monte
Ararat, cuando las aguas del Diluvio se retiraron. La Biblia, como los
eruditos, sitúa así el inicio del cultivo de la vid en las montañas del
norte de Mesopotamia.
Manzanas, peras, aceitunas, higos, almendras, pistachos, nueces; todos
tuvieron su origen en Oriente Próximo, y desde allí se difundieron a Europa
y a otras partes del mundo. Ciertamente, no podemos hacer otra cosa más que
recordar que el Antiguo Testamento se adelantó en varios milenios a nuestros
eruditos a la hora de identificar esta misma zona como aquella en la que se
estableció el primer huerto del mundo: “Luego plantó Yahveh Dios un jardín
en Edén, al oriente... Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de
árboles deleitosos a la vista y buenos para comer”.
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