El ser
humano goza de una energía motora gracias a la cual adopta una postura, más o
menos dinámica, ante la vida. Esta energía vital está canalizada por una especie
de resortes —los impulsos— que son los encargados de dar una dirección y un
objetivo a esta postura (que puede ser tanto activa como pasiva) para que tenga
un sentido.
El
impulso sería el equivalente al instinto de los animales irracionales. Al igual
que éste, está determinado genéticamente; la gran diferencia es que el impulso
humano tiene un fuerte componente racional.
Cuando se
activa un impulso se produce un estado de tensión o excitación psíquica. Esta
tensión impulsa a la persona a actuar para liberar dicha tensión, que no se
extinguirá totalmente hasta que no se haya realizado el acto al que impulsa.
Si surge
un impulso y la persona no es capaz de satisfacerlo, aparece lo que llamamos
frustración, que se manifiesta como un estado de vacío o anhelo insaciado.
Obviamente, el grado de frustración irá en función del grado de intensidad del
impulso malogrado. Es como si toda la energía emitida para conseguir un
objetivo, al no lograrlo, rebotara contra el mismo sujeto que la ha generado. A
mayor acción impulsora, mayor reacción frustrante.
Esto no
quiere decir que haya una proporcionalidad directa entre el objetivo a conseguir
y la sensación de frustración que produce el no lograrlo. El grado de intensidad
de la frustración depende, sobre todo, de la fuerza del deseo, más que del
objetivo en sí (y, por supuesto, desde el punto de vista de su repercusión en la
psique, es mucho más importante la mayor o menor intensidad de la frustración,
que el hecho que la ha originado).
Pongamos
un ejemplo: Un joven desea estudiar una carrera determinada, pero no aprueba el
examen de ingreso en la Universidad y, lógicamente, esto le hace sentirse
frustrado. La misma joven va luego a comprarse unos pantalones que le han
gustado mucho y que ha visto anunciados en un escaparate, pero al probárselos,
no le sirve la talla, sintiéndose nuevamente frustrado. Puede, entonces, darse
el caso de que la segunda frustración sea para este joven, más profunda y
decisiva que la primera. Obviamente, unos pantalones son menos importantes que
una carrera universitaria, pero para alguien que le concede mayor importancia a
su aspecto físico que a la posesión de un título superior, son, subjetivamente,
más importantes.
Las
frustraciones comienzan a aparecer ya desde las primeras etapas de la vida. El
recién nacido depende absolutamente de su madre, que lo atiende, cuida y
alimenta (fase oral de la vida); al finalizar el período de la lactancia, nota
un cierto distanciamiento por parte de la madre, que ya no colma el cien por
cien de sus necesidades, se siente abandonado, brotando de ese sentimiento la
primera frustración. Este hecho provoca una pequeña reacción de agresividad en
el niño, que, al mismo tiempo, comienza a darse cuenta de la fuerza que puede
ejercer sobre sus padres con sus funciones corporales (fase anal).
Posteriormente, aparece el deseo de vencer su situación de dependencia ante el
adulto, dirigiendo sus impulsos hacia la búsqueda de seguridad, afirmación,
dominio y amor propio. Con ello inicia su autorrealización, que culminará con la
madurez.
Pero,
realmente, todo este proceso no es más que una larga «carrera de obstáculos». A
lo largo de nuestro desarrollo vital nos encontramos con innumerables barreras
que dificultan o impiden la realización de nuestros deseos e impulsos.
La
auténtica madurez y fortaleza del Yo se consigue cuando asumimos nuestras
limitaciones. Cuando sabemos convivir con las frustraciones producidas ante
acontecimientos insuperables. Cuando nuestras metas y objetivos se asientan
sobre un plano real, relegando nuestras fantasías al campo de la ensoñación, y
sabiendo, en todo momento, que no somos ni dioses ni superhombres.
Gran
parte de la patología neurótica se nutre del mundo de las frustraciones, que
desencadenan en la persona conductas agresivas, tanto hacia el exterior como
hacia el interior, transformando al individuo en un ser antisocial o
autodestructivo.