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El encuentro
En geología, se le considera el precursor de la moderna teoría de la
formación de los continentes, que dedujo del hallazgo de restos marinos en
las montañas. También fue un pionero en paleontología, afirmando que existía
un registro fósil de la evolución del planeta. Por si esto no produjera
suficiente admiración, previó el final de la vida sobre la Tierra por efecto
del calentamiento atmosférico, la desertización progresiva, la extinción de
la vegetación por falta de agua y el desquicio de los ecosistemas.
Como ingeniero civil inventó máquinas excavadoras de tierra por sistemas de
poleas, excavadoras flotantes para dragar ríos, molinos de aire caliente con
aprovechamiento del calor residual de chimeneas, motores de agua e ingenios
de todo tipo, incluyendo máquinas para pulir espejos; como ingeniero militar
proyectó piezas de artillería, morteros, fusiles de repetición, aparte de
diseñar fortificaciones y hasta vehículos acorazados a tracción humana por
sistemas de manivelas y poleas; como astrónomo, advirtió que la Tierra era
un planeta más, como la Luna, y que ambos cuerpos reflejaban la luz del sol,
aparte de diseñar un telescopio, adelantándose en un siglo a Galileo.
Nada le era ajeno. Basta recordar, como detalle curioso e ilustrativo, que
también fue maestro de cocina de los Sforza, y hasta dejó un libro de
recetas culinarias, o que sus inquietudes incluyeron la moda, la invención
de juegos de salón, la botánica, el diseño de jardines, la cartografía, la
óptica –de la cual redactó varios tratados–, la decoración de interiores y
la metalurgia. Pero no fue un erudito ni un escolástico. Se reía del
“argumento de autoridad” de los académicos, tan frecuente entre los más
doctos de su tiempo. La naturaleza fue su gran maestra, la observación y la
experimentación su método de aprendizaje. Estaba convencido de que tanto
nuestro planeta como el Universo eran entes vivos y animados, en los cuales
todas las partes se hallaban íntimamente relacionadas, desde los astros
hasta los ecosistemas y los hombres. Su obra pictórica no necesita
presentación. No sólo produjo cuadros inmortales, sino que teorizó en
profundidad sobre estética. Concebía la pintura como expresión plástica de
una metafísica dualista y gnóstica que interpretaba el mundo como el
desarrollo de una pugna cósmica entre la Luz y las Tinieblas. De ahí que su
interés se centrara en el Cristo y no en el Jesús humano. Significativamente
gnóstico es que nunca pintara una crucifixión.
La metafísica que sustentaba se tradujo en su invención de la técnica del
claroscuro –modelado de las formas por contraste entre luces y sombras– y el
sfumato, consistente en eliminar los contornos netos y precisos de las
líneas, diluyéndolos en una especie de neblina que produce como efecto una
ilusión de inmersión en la realidad material.
Esta perspectiva atmosférica –los fondos paisajísticos de sus cuadros– es
otra constante de su obra y de ella la aprendieron los grandes maestros
renacentistas, como Rafael Sanzio y Andrea del Sarto. Su método de
composición –que alcanza la cumbre con La Última Cena–, ya se anuncia en su
precoz Adoración de los magos. La pintura posterior no puede entenderse sin
él. Pero el Leonardo que hoy nos ocupa trasciende todos estos logros
admirables. Nos centramos en la obra del gran iniciado que fue el genio de
Vinci. Un hombre que, más allá del arte, la ciencia y la técnica, dejó en
sus pinturas signos sutiles, gestos simbólicos y pistas veladas que aluden a
mensajes ocultos y a un legado reservado a quienes asuman el reto de
descifrar su simbolismo, internándose en el corazón del misterio para
alcanzar la verdad última del espíritu.
En este espacio salimos al encuentro del Leonardo hermético, del heterodoxo
en conflicto con el cristianismo oficial de su época, que probablemente fue
miembro de sociedades secretas. |
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