¿Conviene decirle a un
enfermo grave qué es lo que tiene?
Es muy
difícil establecer normas concretas, sobre todo porque hay muchas diferencias y
matices culturales que hacen que la enfermedad sea vivida de formas diferentes.
En países
de habla anglosajona es de moneda corriente decir al enfermo exactamente lo que
padece. Es conocido que las enfermedades de los presidentes norteamericanos son
discutidas públicamente (los distintos cánceres que padeció el presidente Ronald
Reagan son un buen exponente). En Europa, esta tendencia es la contraria (por
ejemplo, la enfermedad del presidente francés Pompidou fue casi un secreto de
estado).
Todo
médico con experiencia sabe que en muchas ocasiones a pesar de establecer un
diagnóstico y un tratamiento correcto, la enfermedad es incurable y que el
propio proceso de tratamiento puede producir a veces mucho sufrimiento. Un
diagnóstico acertado a veces es, pues, un drama para el enfermo.
Hay
normas generales que pueden ser aplicadas para saber cómo y cuándo hay que
decirle al enfermo lo que tiene. La primera de ellas es conocer bien cómo es la
familia y los vínculos afectivos que se establecen dentro de ella. Hay que
escuchar a la familia pero no por ello hay que seguir sus opiniones al 100 por
100. El grado de religiosidad y el cómo vive ésta es otro aspecto a valorar con
sumo cuidado. Es, pues, una decisión muy individual, ya que hay que valorar si
ha tenido una vida estable, cómo es la relación médico-enfermo, etcétera.
El cuándo
hay que decirlo es también fundamental. Cuanto más crónica sea la enfermedad,
más importancia tienen los aspectos depresivos y el sufrimiento afectivo que
produce la enfermedad.
En
enfermos crónicos la depresión es muy frecuente llegando a un 24 por 100 en los
hospitalizados. El suicidio en los enfermos cancerosos es también mucho más alto
que entre la población normal. Una enfermedad aguda y grave es menos importante
desde el punto de vista del suicidio que una crónica.
A veces
no es necesario expresar verbalmente ante el enfermo la gravedad de su proceso.
Las actitudes de los familiares y de los médicos son suficientemente
esclarecedoras. En líneas generales, los enfermos tienen más miedo al
sufrimiento, al dolor, que al propio destino de la enfermedad.
Es
absurdo que un médico diga «tiene usted un cáncer y se va a morir en tres
meses», entre otras razones porque la medicina no es capaz de precisar con tanta
exactitud el tiempo.
Es también negativo el
engañar al enfermo con falsas esperanzas o quitarles las esperanzas totalmente.
¿Qué es, pues, lo que hay que hacer?
Al enfermo hay que
decirle tanto como él desee saber, siendo muy cauteloso cuando empieza uno a
darse cuenta que no quiere saber más de su destino.
Parecen
existir tres fases una vez que al enfermo se le ha dicho que su enfermedad es
incurable. Una primera fase de ajuste emocional, con miedo y depresión donde el
peligro de suicidio es muy alto. Es un período corto tras el que aparecen dos
actitudes; la primera suele ser la de una hiperactividad o el polo opuesto, una
hipoactividad. Posteriormente el enfermo asume su enfermedad y finalmente acepta
la cooperación con el médico y sigue con rigurosidad el tratamiento que suele
ser exclusivamente sintomático.
Si al
enfermo grave se le asegura que su sufrimiento va a ser más bajo y es posible
hacerlo, los problemas son menores. En cuanto al problema del sufrimiento físico
y el psíquico, para el segundo de ellos, se sabe que lo mejor es comprender a
los enfermos y que en la propia comprensión ya hay un gran alivio.