CONTROL Y REPRESIÓN DE LAS EMOCIONES
No pocas
veces se oye: «Habría hecho esto pero algo dentro de mí me lo impidió.» Y otras
todo lo contrario: «Sabía que no debía hacerlo, pero no me pude controlar.» Son
dos comportamientos opuestos, el primero motivado por una represión excesiva y
el segundo debido a una pérdida del autocontrol.
Cada
cual, dependiendo del momento, la situación y las circunstancias, adopta una
postura, que debería ser la que cree más adecuada y conveniente de acuerdo con
sus propios deseos y convicciones. Lo ideal, como dice el enunciado de este
tema, es el control sin represión. El sujeto, libre de cortapisas exteriores y
autoimposiciones tiene que actuar. Pero muchas veces es el «qué dirán» o los
propios prejuicios y las conductas que se han aprendido como correctas las que
inhiben. Entonces uno a uno hace lo que desea, quiere o debiera hacer. Los
ejemplos son claros y van desde no manifestar una opinión porque por «educación»
no se debe contradecir lo que otras personas (más respetables) han dicho, hasta
vestir de una forma distinta a lo que uno le agrada, o impedir la expresión
espontánea de muchos afectos. Haciendo un ligero repaso con la memoria se pueden
descubrir múltiples situaciones en las que uno se ha reprimido y no debiera
haberlo hecho.
El
extremo contrario es igualmente nocivo. La pérdida de control es como una
pérdida de libertad, uno deja de ser su propio dueño y los acontecimientos
llegan a discurrir de forma autónoma, por sí solos, con resultados que uno en
realidad no deseaba y que luego le van a pesar.
¿El punto
medio? Controlarse, sin reprimirse, éste debe ser el objetivo a conseguir. El
punto de partida es el conocimiento de uno mismo y la aceptación de la propia
realidad, de lo que uno es, el ambiente en el que vive y las circunstancias que
le rodean. A partir de ahí se debe establecer una conducta apropiada, coherente
en cada momento.