Desde el comienzo de la vida, la persona va
interiorizando -al principio inconscientemente- un código ético, compuesto
por reglas (explícitas o implícitas), prohibiciones, costumbres,
aprendizajes..., a los que ha de amoldarse y debe respetar si quiere ser
aceptado dentro de su ambiente. La dignidad del ser humano tiene una
relación muy directa con eso que llamamos "conciencia" y que constituye una
contribución sustancial al desarrollo de la personalidad del joven. Y la
conciencia -conocimiento mental interiorizado del bien y del mal- se habrá
ido formando desde la más tierna infancia a través del modelado
(modelling)
o imitación, absorbiendo creencias y valores morales, que han ido
destilando la familia y el entorno social.
Si echamos una mirada hacia atrás en la historia de la
medicina, encontramos que el término "moral" se ha utilizado en psiquiatría
en un sentido mucho más amplio en el pasado que en la actualidad. Así, en
1835, un autor empleó la denominación "insania moral" para describir las
condiciones mentales de lo que hoy son todas las neurosis y la mayoría de
las psicosis afectivas. También, a comienzos del siglo XIX, otro autor
desarrolló la terapia o "tratamiento moral" caracterizada por una amable
persuasión y el fomento de una ocupación sana para los enfermos psíquicos,
para evitar la agresividad y la contundencia física de la terapéutica
imperante en la época... Puede decirse que el verdadero estudio científico
del desarrollo moral empezó con la publicación en 1932 del trabajo de Jean
Piaget, El juicio moral en el niño.
Este genial investigador suizo, después de observar el
juego de los niños, llega a la conclusión de que el concepto de reglas
compartidas no aparece antes de los 7 u 8 años (antes de esta edad el juego
del niño es egocéntrico, imita a los demás, pero juega él solo).
Posteriormente, hacia los 11 o 12 años, las reglas del juego adquieren otra
dimensión y derivan del consentimiento mutuo de los jugadores, que pueden
alterarlas a voluntad. Piaget describió que a los 7-8 años el niño cree en
la existencia de normas basadas en fuerzas heterónomas (poderes que están
por encima de él). A esta edad, pues, el niño está en una etapa de realismo
moral: las reglas morales tienen una existencia independiente de él. A
medida que el niño crece, el juego cooperativo con los compañeros sustituye
la actividad egocéntrica. En consecuencia, las reglas dejan de depender de
la presión de los adultos y el niño crea sus propias reglas como parte de la
relación recíproca con los demás. El subjetivismo moral sustituye al
realismo moral; la heteronomía del niño es sustituida por la autonomía del
adolescente...
Las áreas del pensamiento y de la conducta en las que se
plantean cuestiones relativas al bien y al mal se caracterizan en el joven
por cuatro elementos. En primer lugar, significan la conformidad a normas
sociales de conducta. En segundo lugar, se relacionan con principios
personales, que acostumbran a estar en consonancia con las normas sociales
(pero no siempre). En tercer lugar, el área moral cubre aquellas emociones
(en particular la rectitud, la culpa y la vergüenza) específicas al hecho de
sentirse bien o mal. Por último, tenemos la conducta moral que se refiere a
las actividades prosociales, tales como la actitud de ayuda
(helpfulness),
la generosidad y el altruismo, que habitualmente se consideran como
reflejo de motivaciones buenas, es decir, motivaciones dignas de elogio y
desinteresadas. Hay que resaltar aquí, como sorprendente hecho social, el
impetuoso surgimiento del voluntariado juvenil, con las significativas y
esperanzadoras virtudes de altruismo y solidaridad.
A nivel de las teorías psicoanalíticas, Freud llamó
"Superyó" a la instancia superior del inconsciente en lucha constante contra
los intintos biológicos, las apetencias asociales, las inclinaciones
desordenadas y egoístas. Al principio, el Superyó del niño se halla
completamente externalizado, es decir, que sólo el temor al castigo de fuera
le frena en la realización de actos y de deseos prohibidos, impulsivos,
egocéntricos; luego, poco a poco, va disciplinándose, por temor y por amor
hacia las personas importantes de su vida (padres, hermanos, parientes,
profesores, etc.) y, así, el Superyó se va interiorizando, sin que deje de
tener, en la mayoría de las personas, componentes externos (de obediencia
por miedo a los representantes exteriores de la ley, de la justicia, de la
policía, etc.). Sólo los jóvenes de mayor madurez psíquica llegan a poseer
una conciencia moral en la que predomina la ética sobre el temor, siendo, en
gran parte, esa ética una elaboración moral personal y no sólo social.
Y en el otro extremo del desarrollo moral tenemos la
anomia, término que sirve para definir la ausencia o la pérdida de las
reglas sociales que guían las conductas y legitimizan las aspiraciones, como
factor social generador de psicopatología.
Una expresión muy socorrida en nuestros días es la que se
refiere a la "moral colectiva", poniendo énfasis en el deterioro
protagonizado por los actos corruptos de personajes públicos representativos
de las jerarquías sociales (políticos, banqueros, etc.). "¿Dónde han quedado
las incitaciones al trabajo bien hecho, al espíritu de economía, a la
observación a la religión o al respeto a los mayores?", se lamentan muchas
personas.
La construcción de escalas de valores acordes con la
espiritualidad se dificulta por la incongruencia entre los enunciados y los
comportamientos de los padres, maestros, líderes políticos, legisladores,
religiosos y otros protagonistas clave que a menudo dejan mucho que desear.
Una de las mayores carencias que afectan al ser humano en los últimos años
es la falta de oportunidades para cultivarse espiritualmente. En ese
sentido, un ambiente clave es la familia pero, lamentablemente, esa función
ha perdido prioridad en la programación de las actividades familiares. La
ausencia de los padres en la mayor parte del tiempo de vigilia, y la
delegación del proceso de sociabilización de los niños a instancias ajenas
al hogar, son ejemplos de circunstancias que disminuyen las oportunidades de
contacto entre los adultos y los adolescentes que posibiliten la transmisión
de principios, valores y modelos de conducta deseables. Con todo, los padres
tienen la responsabilidad de conocer la institución docente a la que confían
la educación de los hijos y velar para que se respeten los principios
morales en las enseñanzas que impartan.
Es imprescindible que tomemos consciencia y obremos
apropiadamente, y demos a nuestra juventud la oportunidad para que pueda
enriquecerse espiritualmente.