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Relatos

Jean es gerente de un banco. Está casado y tiene cuatro hijos a los que educa con severidad. Vive en una casa muy bonita, muy cuidada, en el lado oeste de la ciudad. Al terminar sus estudios universitarios consiguió un buen empleo en un banco; lleva muchos años allí, ha ido subiendo de categoría poco a poco gracias a la seriedad de su trabajo. Tiene dos coches, uno para él y otro para su mujer, que cambia cada dos años; pero es fiel a la marca, sólo renueva el modelo. Su vida está perfectamente planificada, no hay lugar en ella para lo imprevisible. Detesta los imprevistos. Las visitas a la familia son una obligación que realiza con regularidad y planifica con varios meses de antelación. En general son muy frías, pues Jean no tiene unas relaciones muy cordiales con sus padres, ni tampoco con sus hermanos. Su padre, notario de profesión, nunca ha tenido con él un gesto de cariño (eso no se hace entre hombres) y su madre, una mujercita irrelevante que se ha pasado la vida sirviendo a todo el mundo, continúa haciéndolo con una discreción y un silencio casi absolutos. Durante esas visitas hablan de cosas intrascendentes, de proyectos materiales (de comprar otro coche, o una segunda residencia, o un nuevo modelo de máquina cortacésped), a veces de política, pero con neutralidad y sin apasionamiento alguno. Planifica las vacaciones con un año de antelación por lo menos, y lo deja todo reservado y pagado. Hace deporte, juega al tenis una vez a la semana, con regularidad, y ha instalado en su casa un pequeño gimnasio, con varios aparatos, para entrenarse físicamente y mantenerse en forma. Todas las mañanas pasa veinte minutos allí, entrenándose, y nada le hace salir de su rutina. Jean va siempre muy bien vestido, con sobriedad y elegancia. Es un hombre guapo, tiene muy buen aspecto.

Impone a sus hijos la misma rigidez, controlando constantemente sus estudios y sus juegos. Su mujer también está sometida a las mismas condiciones, y no tolera que se lo contradiga. Detesta los animales domésticos y, a pesar de las reiteradas peticiones de sus hijos, siempre se ha negado a tener animales en casa. Las únicas veces en las que ha salido de su fría impasibilidad, encolerizándose incluso, ha sido cuando le han hablado de tener en casa un perro. Como si le hirieran en carne viva. Todo el mundo se amilanó ante la autoridad paterna. Una vez, sin embargo, su hija pequeña, Marielle, llegó del colegio con un gatito que había encontrado herido en la calle. Por deber, aceptó que lo llevaran al veterinario. Una vez curado, el gato recuperó de inmediato su vitalidad y se puso a correr por todas partes, y se atrevió incluso a saltar sobre las rodillas de Jean mientras él leía el Financial Post No le gustó nada en absoluto. Y, cuando al día siguiente se dio cuenta de que el gato había pasado la noche en la cocina porque alguien había dejado cerrada la puerta del sótano por descuido, dijo que había llegado el momento de deshacerse del animal. Marielle se puso a llorar; le prometió a su padre que se ocuparía más del animalito y que no ocasionaría más desastres, que estaría quieto todo el tiempo. Pero al gato no le impresionó el veredicto paterno y continuó poniendo alegría en la casa y haciendo locuras. Jean iba poniéndose cada vez más impaciente, y un buen día el gato desapareció. Marielle lo buscó durante varios días, llorando; tenía mucha pena por haber perdido a su amigo. Hasta que un día su padre le dijo que había llevado aquel diablo a la sociedad protectora de animales para que se ocuparan de él otras personas. Marielle le pidió que fueran a buscarlo, pero las súplicas de su hija no lo conmovieron en absoluto, siguió inflexible. Ya no tendrían más animales en casa, punto final.

Jean no estaba nunca enfermo. Estaba muy orgulloso de su trabajo y de su familia. Había triunfado en la vida y todo estaba bajo control. Eso lo complacía. Estaba muy satisfecho y se preguntaba por qué la gente tenía problemas. La vida no era tan complicada como algunos se figuraban, todo era cuestión de organizarse. El dinero entraba con regularidad y Jean empezó a invertir en Bolsa seriamente. Todo iba bien.

Después de quince años de esa vida tan bien organizada y planificada, las cosas empezaron a cambiar. Los niños llegaron a la adolescencia y empezaron a acaecer una serie de dramas. Jean no comprendía lo que pasaba. Ya no podía controlar a sus hijos. El mayor había cogido su coche una noche, sin su permiso, y lo había traído con una gran abolladura (¡lo había comprado hacía sólo tres meses!). Le dio una seria reprimenda; el chico escuchó la lección de moral sin decir esta boca es mía. Poco tiempo después, la policía llevó un día a casa al hijo menor completamente drogado. Jean estaba horrorizado. Esperaba que al menos los vecinos no hubieran visto nada, ¡qué vergüenza! Tuvo que sermonear al pequeño también. Situaciones de este tipo eran cada vez más frecuentes. Su hija quería abandonar los estudios y marcharse a la India, ¡a pie!, con uno de sus amigos. ¡Adonde íbamos a llegar! Pero ¿qué viento de locura soplaba sobre su familia? Sin duda era culpa de su mujer, que no había sabido educar a sus hijos con bastante severidad. También ella empezaba a estar cada vez más rara. Antes era sumisa y agradable, y últimamente estaba cada vez más difícil. Empezaba a discutir sus decisiones, incluso se negaba a participar con él en algunas actividades; por ejemplo, no quería acompañarlo a jugar al bridge a casa del director, como siempre había hecho; decía que se aburría... Desde luego había sido un error dejarla ir a esos cursos de crecimiento personal que parecían haberle puesto extrañas ideas de independencia en la cabeza...

Jean, que nunca había sufrido por nada, empezó a tener fuertes dolores de estómago. Le diagnosticaron una úlcera bastante avanzada. Habría que operar. Mientras estuvo en el hospital, a pesar de las numerosas llamadas telefónicas que hacía desde la cama, sus inversiones en Bolsa cayeron vertiginosamente. Jean perdió una parte importante de sus haberes. Comprendió que empezaba a perder el rígido control que había ejercido sobre todo y sobre todos durante toda su vida. Llegaba para él la hora de la verdad...

 

Mónica es directora de una compañía que fabrica materiales de construcción. En teoría comparte esa responsabilidad con su cónyuge. En la práctica es ella quien se ocupa de todo, porque su cónyuge, de tipo más bien esquizo, está un poco en las nubes: hace muchos proyectos, pero no tiene sentido práctico. De modo que ella lo lleva todo, la organización de la casa y la de la compañía. Está muy a gusto en su papel. Planifica, organiza y dirige con mano firme una plantilla de veinte empleados. Al principio de su matrimonio tuvo dos niños a los que no ha podido atender mucho, pues sus ocupaciones le absorben todo el tiempo. Pero siempre se ha ocupado de que tuvieran todo cuanto necesitaran materialmente, en especial un buen colegio y una buena educación. Es una mujer responsable.

Siempre ha cuidado su cuerpo físico. En verano juega al golf, su deporte favorito. Le gusta ir a las fiestas que se organizan en el club, donde se relaciona con gente bien, de su mismo nivel social. Va siempre muy bien vestida, con sobriedad pero con elegancia. Está muy orgullosa de su éxito social, que ha conseguido gracias a su mucho coraje y a su fuerza de voluntad.

En efecto, al principio la vida la había tratado con dureza. La muerte de su madre le causó un impacto terrible; tenía sólo ocho años. La quería mucho; una pena tremenda le partió el corazón. Fue como si algo se hubiera cerrado en ella para no sentir pena nunca más. Decidió que, a partir de aquel momento, ya era lo suficientemente mayor para desenvolverse sola en la vida. Dejó muy pronto el colegio y se puso a trabajar en el comercio. Como era inteligente y trabajaba muy bien, acabó ocupando puestos de bastante responsabilidad. Cuando se casó, tenía mucha experiencia en el mundo de los negocios, por lo que no tuvo ninguna dificultad en hacerse cargo de la compañía de su marido.

Siempre había tenido pequeños problemas de salud que remontaba con facilidad gracias a su fuerza de voluntad. Hasta el día en que cayó verdaderamente enferma: un cáncer. Tuvo que abandonar por completo su actividad profesional para cuidar de sí misma. Al principio se resistía a aceptar la enfermedad. Como era inteligente, buscó ayuda; y la encontró en un amigo psicoterapeuta. Finalmente, aceptó su situación. Se dio cuenta de hasta qué punto estaba cerrada a la vida, lo estaba en realidad desde sus ocho años... Podía haberse anquilosado más, hacerse más rígida. Pero no. Supo aprovechar la ocasión para reflexionar, para hacer balance de su vida y darse cuenta de que no era invulnerable, incluso de que la vulnerabilidad podría ser una cualidad. Se abrió a sus allegados, aceptó que se ocuparan de ella. Abandonó el control, y se sintió muy bien. Reapareció la energía de su alma...

El sistema de defensa de esta estructura es la insensibilidad y un gran control mental. La persona siente pocas emociones, o ninguna. La vida está dirigida por la mente inferior, que ha desarrollado unos automatismos con los que controla cualquier situación. El intelecto suele estar bastante desarrollado, esa actitud lo requiere. El corazón está cerrado, frío; todo ocurre en la cabeza. Los ejemplos de Jean y Mónica dan una idea global del tipo de comportamiento generado por esta estructura. ¿Cuáles son las experiencias pasadas que han podido generar semejante tipo de comportamiento?

 

 

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