CÓMO SUPERAR LA BAJA AUTOESTIMA

Ciertamente, cuando uno tiene un concepto deplorable de sí mismo, le darían ganas de arrugarse como un papel al que se tira a la papelera. Como esto no es posible, hay personas que se plantean seria­mente quitarse de en medio pues, «total, alguien como yo no sé qué pinta en este mundo». Otras aguantan el tirón como pueden, pero no se podría decir que la vida les esté resultando una experiencia que haya merecido la pena. Cualquiera que sea el caso, el dolor que se siente es muy profundo, obstaculizado!, paralizante y tremendamente frustrante. Se puede dejar de sentir, pero una autoestima sana es un trabajo en el que nos tenemos que empeñar cada día, no va a aparecer por arte de magia, ni podemos encargarle a nadie que lo haga por nosotros.

El bajo concepto que uno tiene de sí mismo se debe en parte a la pobre actuación que se tiene ante determinadas circunstancias, o en general, y que suele ser consecuencia de la falta de control que se percibe sobre lo que ocurre consigo mismo y a su alrededor. Es decir, cuando no hay nada que pueda o sepa hacer para que las cosas sean de otra manera.

Si no se quiere perder más tiempo, y se tienen profundos deseos de gustarse, quererse, y recuperar el control de gran parte de la propia vida, se puede empezar por poner en práctica las pautas que vamos a proponer a continuación.

 

Pautas para conseguir una buena autoestima. Aprender a pensar

Un primer concepto de partida es que los pensamientos no ocurren, no es algo que flota en el ambiente y se captan por algún mecanismo extraño. Los pensamientos son creación propia, es decir, son producidos por el cerebro de cada persona. Esto quiere decir que, en la medida en que se están fabricando de una manera, también se pueden modificar para que resulten lo más agradables posible.

Es cierto que muchos de esos pensamientos, o estilos de pensamiento, se han aprendido de forma casi inconsciente durante la infancia, cuando se han absorbido influencias de padres, familiares, amigos, y entorno escolar y cultural. Esto es un hecho, y uno no puede volver al pasado para hacer que ciertos acontecimientos hubiesen ocurrido de distinta manera.

Cualquiera que sea el momento vital actual, la persona puede detectar qué es lo que ha aprendido, simplemente siendo consciente del tipo de pensamientos que produce. Es posible que, en algún momento de la vida, esa forma de pensar haya resultado la mejor manera de adap­tarse a un determinado ambiente. Por ejemplo, si hemos tenido un padre al que le gustaba sentirse protector y nos hacía más caso cuando nos quejábamos por algo que cuando sonreíamos, probablemente habremos aprendido a pensar y actuar con un estilo algo plañidero. Pero también es probable que, en este momento y en las circunstancias actuales, esa conducta esté resultando muy desadaptativa o poco adecuada, y que esté produciendo malestar, de manera que el sistema esté pidiendo un cambio.

Se suele pensar que uno es como es, y en cierta medida no falta razón, pero en cuanto a conductas, uno es como ha aprendido a ser.

Nuestro cuerpo es el sistema o la máquina que ejecuta las órdenes precisas que se encuentran en el cerebro, que es el que organiza la conducta. Y esas órdenes son ni más ni menos que los pensamientos, o los enunciados con los que definimos lo que posteriormente haremos.

Cuando quieras saber lo que realmente piensa una persona, sobre el tema que sea, observa principalmente lo que hace, no lo que dice.

Lo que ejecuta nuestro cuerpo es consecuencia de una orden pre­cisa, de un pensamiento, pero es posible que éste esté tan automatizado, que se haya repetido con tanta frecuencia, que al cerebro ya no le resulta necesaria su verbalización, pues lo tiene sobre aprendido. Por eso pensamos que forma, parte de nuestra naturaleza, cuando en realidad se trata de un utilísimo mecanismo de aprendizaje con el que cuenta nuestro organismo. El mismo que nos permite conducir y charlar con el copiloto, sin que tengamos que ir prestando atención al cambio de marchas o a marcar con el intermitente, pues nuestro cerebro lo ejecuta sin necesidad de pensarlo conscientemente.

Si en algún momento nos estamos sintiendo incómodos con una situación, con nuestra forma de ser, pero no identificamos exactamente cuál es el pensamiento que subyace a una conducta, basta con que analicemos ésta para rastrear el enunciado que facilita su ejecución. Pode­rnos, o bien modificar este último, para que cambie la conducta, o bien modificar la conducta, de manera que el enunciado se ajuste a la nueva ejecución.

Lo primero que es preciso aprender es a parar el pensamiento. Se puede, aunque al principio nos parezca una tarea casi imposible. Recordemos que para cualquier aprendizaje es necesaria la repetición y la constancia. Nos podemos servir también de ciertas estrategias como:

• Distraer el pensamiento con juegos sencillos, que no implican un pensamiento negativo ni positivo, tales como las palabras encadenadas (mecano, novela, latido, docena, etcétera), palabras al revés (mesa-same, silla-llasi, casa-saca, etcétera), cantar canciones fijándose en la letra (mejor que sean alegres o neutras), enumerar ciudades de un continente que empiecen por una letra (n, b, h, etcétera), ordenarlas estanterías...

• Si el grado de alteración causado por el pensamiento negativo es alto, mojarse la parte interior de las muñecas con agua fría debajo del grifo provocará que nuestro sistema se dedique a tareas más relevantes para la supervivencia (mantener la tem­peratura corporal a un nivel constante), que a seguir dándole vueltas al pensamiento que tengamos en ese momento.

• A medida que nos encontremos mejor, dirigir nuestros pensamientos hacia algo de nuestro agrado, implicando el mayor número de sentidos posible, para que el cerebro lo pueda expe­rimentar lo más próximo a la realidad. Imaginaremos los olores, colores, sonidos, temperatura, sensaciones que produce trasladarnos a un determinado lugar o situación. Igual que hasta hace un momento estábamos en una desagradable, no existe razón alguna para no dirigirnos hacia una agradable.

En algunos casos, un pensamiento resulta recurrente porque necesitamos una solución al mismo y el sistema nos está pidiendo una alternativa eficaz de actuación. Si ésta no tiene solución posible, nos hare­mos cargo de ella retirándola de nuestra mente. En caso de que sí que exista, lo haremos de la manera que indicamos en el apartado correspondiente, que veremos más adelante.

 

Respecto a los pensamientos, no caeremos tampoco en ciertos atajos o heurísticos que utiliza nuestro cerebro para minimizar el gasto energético al ejecutar una acción. A veces resultan útiles, pero otras devastadores. Entre éstos, identificaremos:

• Los pensamientos dicotómicos, es decir, pasar del blanco al negro, de un extremo a otro, sin opciones intermedias, que suelen ser más numerosas y eficaces que las escasas alternativas que ofrece o un extremo o el otro.

• Las inferencias arbitrarias, o lo que es lo mismo, montarse grandes películas sin apenas tener datos de lo que está realmente ocurriendo, con añadidos exclusivamente de nuestra propia cosecha o intuición.

• El lector de mentes, es decir, saber con certeza lo que otro está pensando sobre uno mismo, que, en caso de una baja autoestima, probablemente no será algo agradable, lo que lógicamente provoca un profundo malestar con uno mismo y con la per­sona que suponemos lo está pensando.

• El error del adivino, que consiste en saber con certeza lo que va a ocurrir, que tampoco suele ser agradable, por lo que uno puede caer en ataques de pánico o evitar ciertas situaciones.

• La abstracción selectiva, que consiste en quedarse con una parte de la información que se percibe, y suele ser la menos favorecedora.

• La personalización, o pensar que cualquier comentario o gesto desagradable de otros, directo o indirecto, está expresamente dirigido a uno mismo, con el objetivo de producir un daño.

• Las afirmaciones «debería»..., que sustituiremos por otras más eficaces, como «me gustaría»...

 

La mejor forma de refutar este tipo de pensamientos es tratarlos como hipótesis; es decir, como algo que yo creo que puede ser de esa manera, pero que, en cualquier caso, necesita una confirmación o veri­ficación posterior.

 

Aprender a manejar las emociones

Especialmente, aprenderemos a manejar las emociones que nos hacen sentirnos peor, como la ira, el miedo o la tristeza.

Las emociones también son producto de nuestro organismo. Son señales que lanza nuestro cerebro para que demos una respuesta eficaz. Si uno se fija bien, aprender a interpretarlas correctamente nos proporciona muchísimas ventajas.

Las emociones van a tener alguna función en nuestro organismo, se producen por y para algo, y precisan de una respuesta adecuada.

La tristeza se manifestará en nuestro organismo con una sensación de abatimiento, de desgana. Se producirá ante la pérdida irremediable de algo, tangible o intangible, como alguien querido, el bolso, o el tiempo, las ilusiones, la alegría o la esperanza. Y la tristeza nos sirve para acep­tar que eso es así, que lo perdido ya no volverá y, una vez asumido este hecho, cuyo proceso en el tiempo es individual, es decir, cada persona tiene su período para integrarlo, conviene que centremos nuestra mente en lo que vamos a hacer en el futuro, sin eso.

El miedo se manifestará en nuestro organismo con una sensación paralizante. Si nos fijamos detenidamente, aparte del estómago enco­gido, ante un sobresalto es probable que aparezca alguna sensación fuerte en las extremidades, especialmente las piernas. Se producirá ante una situación para la que el cerebro interpreta que no tiene los recursos necesarios para afrontarla, por lo que nos da la orden de parar, de no avanzar. El objetivo, o la interpretación que debemos hacer es que, ante una situación nueva o difícil, será preciso surtirse de nuevas estrategias y aprendizajes que, una vez adquiridos, nos permitirán atravesarla, dejarla atrás, continuar con nuestra vida, y sentirnos satisfechos de nosotros mismos.

La ira se manifestará en nuestro organismo con una gran activación. Si nos permitimos sentirnos internamente, nos parecerá que esta­mos en plena ebullición. La ira puede producirse, bien porque la dis­tancia entre lo esperado y lo real es muy grande, por lo que se produce una gran decepción; bien porque existe una amenaza a nuestra integridad física, psicológica o emocional. En ambos casos, nuestro organismo precisa realizar alguna acción, bien sea corregir lo que ha salido mal, bien sea defenderse ante un ataque.

La ira, como emoción, no es más que la alarma o la sirena que se dispara cuando es preciso hacer algo. No es la causa directa de una agresión. La agresión es la causa directa de un aprendizaje incorrecto Una situación que nos produzca ira puede solucionarse muy eficazmente con una gran contención, aunque sí que es cierto que el cuerpo necesitará dar salida al grado de activación producido por la emoción lo que algunas personas conseguirán dando golpes, patadas o insultos a gran volumen; y otras, más eficaces, resolverán yendo a dar un paseo, al gimnasio o subiendo y bajando las escaleras de su casa. Una vez que el cuerpo vuelva a sus niveles de activación normales, con la situación previamente resuelta, uno se encontrará muy satisfecho, en primer lugar, de no haber causado ningún daño, físico ni moral a un tercero y, en segundo, de haber sido capaz de resolver una cuestión determi­nada con gran autocontrol.

 

Aprender a respetar las críticas

No podemos gustarle a todo el mundo, no es bueno, y además es irreal. Podemos pararnos y pensar por un momento, ¿a mí me cae bien todo el mundo? Entonces, ¿por qué he de caerle yo bien a todo el mundo? No tiene sentido. Las reglas del juego se aplican bidireccionalmente, y eso está bien.

Caerle mal a alguien puede deberse desde a razones contundentes de disparidad de criterios, hasta a cuestiones tan irracionales como que uno se parece a algún familiar al que no aguanta. Lo importante no es preguntarse por qué, sino saber que es así. Hay gente que es tan incompatible con nuestra forma de ser que es preferible no caerles bien. Eso sí, cada uno en su sitio.

Las críticas no son más que opiniones de una persona que, lógicamente, ve el mundo desde su perspectiva, y eso es lo que está manifestando o experimentando. Pero suele tratarse de juicios que nos pillan completamente desprevenidos, y además llevan una connotación negativa sobre uno mismo. Y esto no suele sentar bien. También es preciso aprender a decir las cosas sin necesidad de ofender ni de hacer daño como veremos a continuación.

Uno puede estar de acuerdo, o no, con la crítica, Pero se tratará de una decisión propia, no impuesta por el que la realiza. En las reglas del juego, tan libre es uno para decir lo que piensa, como para aceptar que el otro no dé la más mínima consideración a lo que está diciendo.

La mejor forma de blindar la autoestima ante un ataque feroz será, en los aspectos en los que el crítico tenga razón, dársela. En los que no la tenga, o no convenza su argumentación, abstenerse de enfrentarse y, si fuera preciso, incluso de escuchar. Se trata de una opinión que en ningún caso se puede imponer, y mucho menos arrojar con el objetivo de causar daño. Esto necesitaría de un poco de autorreflexión.

Cuando se acabe de leer este epígrafe, seguramente coincidiremos con el contenido del célebre refrán que dice: «No ofende quien quiere, sino quien puede». Cualquiera puede hacer el intento de ofender. Que la ofensa dé en la diana depende de nosotros. Vamos a poner un ejemplo:

—No hay quien te aguante
—¿A quién, a mí? Sin duda, debes estar hablando de otra.
—Pues no, hablo de ti.
—Ah, es decir, que quieres decir que tú no me aguantas.
—Pues sí. Ni yo ni nadie.
—Habla por ti. En cualquier caso, no sabes cuánto te agradezco tu claridad. Me voy a aprovechar mi precioso tiempo con la gente a quien le gusta como soy. Adiós.

 

Aprender a decir bien lo que uno siente o piensa

Tal y como hemos visto en el epígrafe anterior, en esta vida cada uno tiene su perspectiva de la realidad, que puede modificarse según la propia experiencia o intención.

Las personas con la autoestima baja suelen quejarse de que aguantan y aguantan sin decir nada, y el día que lo hacen, es como si reventaran, lo hacen a destiempo y de mala manera. Lógico, pues la reac­ción es proporcional al dolor que sienten y que, por haberse retenido tanto, probablemente será alto. Y una vez más, surge la insatisfacción con la propia actuación y sus consecuencias.

Como hemos visto, tan respetables son las opiniones de los demás aunque no tienen por qué ser compartidas, como la propia. Repetimos la propia también ha de ser respetada. La mejor manera de no cargar el fardo es ir resolviendo las situaciones desagradables a medida que se pre­sentan. Será más fácil, y tendremos más probabilidades de hacerlo mejor.

Para ello, utilizaremos la siguiente fórmula. Cuando algo de lo sucedido haya sentado mal, bien de forma puntual o repetida, se comunicará de la siguiente manera:

 • En primer lugar, describiendo objetivamente la situación que ha producido el malestar. Por ejemplo:

— Oye, antes cuando me has llamado idiota cuando te he preguntado cómo llegar hasta el Instituto... (continuará)

— Estoy notando que últimamente, cuando llegas a casa, no me das un beso y tus primeras palabras suelen llevar un tono agresivo... (continuará)

 

• En segundo lugar, decir cómo se siente uno o lo que piensa cuando ocurre esa situación. Seguimos:

— Me he sentido francamente mal, porque si te lo estoy preguntando es porque no lo sé, y no entiendo el porqué de llamarme idiota... (continuará)

— ... y me siento triste porque, aunque puedo entender que te haya pasado algo desagradable durante el día, no acabo de comprender qué tiene que ver con tu actitud hacia nosotros... (continuará)

• En tercer lugar, decir cómo le gustaría a uno que esto se hiciese en ocasiones venideras, o se solucionase. Conclusión:

— ... por lo que te agradecería que, o bien me indiques qué hacer o, si tanto te enoja, no me lo digas, pero desde luego no tengo por qué admitir una serie de descalificativos hacia mi persona.

— ... por lo que te agradecería que, o bien confíes en mí y me cuentes qué te ocurre para que también pueda ayudarte, o si prefieres estar callado, me lo digas para que respete tu espacio, pero en ningún caso voy a admitir una actitud ofensiva por tu parte.

Recordemos que debemos hablar siempre desde el yo, es decir, desde el propio punto de vista, desde lo que uno está dispuesto a admitir o no, desde lo que nos hace sentir de una manera u otra. Cada uno, objetivamente, puede hablar por sí mismo, no por los demás.

Como vemos, no es necesario ni insultar ni chillar para decir algo que a uno le está resultando desagradable. Pero, si el interlocutor se enoja, porque no esperaba escuchar esto de una persona acostumbrada a callarse, o porque no le gusta lo que oye, se trataría ya de un proceso individual que debe decidir el propio interlocutor; es decir, por qué le sienta mal que hable quien no lo hacía, o qué es lo que no le gusta de la opinión de la otra persona, es un proceso independiente de lo que se acaba de comunicar.

 

Aprender a aceptar los errores

Los errores son una parte normal del proceso de aprendizaje, no se trata de grandes catástrofes que bajo ningún supuesto deben cometerse, y mucho menos admitirse, tal y como piensan algunos.

Objetivamente, si uno ha de ponerse en manos de alguien para que le enseñe a hacer algo bien, estará esperando también que le corrija lo que hace mal, es decir, los errores, y difícilmente podrá un maestro empeñarse en esta tarea si no ha pasado previamente por el proceso de cometerlos él mismo.

Los errores se cometen y se corrigen, y se sigue avanzando. Cómo minimizar el tamaño del error y la probabilidad de error lo veremos más adelante, en el epígrafe correspondiente.

Una persona nos dará muchos datos sobre el estado de su autoestima, no porque meta la pata, que lo hará, sino por cómo la saca.

Si empezamos a caminar sin decidir adonde queremos llegar, el azar puede ayudarnos a alcanzar algún lugar inesperado, pero lo más probable es que acabemos dando vueltas sin sentido en el mismo lugar.

 

Aprender a fijarse metas y objetivos

Es muy bonito tener sueños, y que uno se plantee alcanzarlos a largo plazo. Pero recordaremos que nuestro cuerpo se dirigirá hacia la meta que nosotros hayamos enunciado por medio de un pensamiento con­creto. Por lo tanto, cuando tengamos un objetivo, nos encargaremos de enunciarlo apropiadamente.

En ese camino de autorrealización, definiremos metas a corto, medio y largo plazo. Las metas a corto plazo han de ser más accesibles, o más posibles de realizar, por dos razones fundamentales: porque serán más realistas, y porque su realización nos proporcionará una profunda satisfacción, mejorando nuestra autoestima. Así, por ejemplo, una meta a corto plazo:

• Mal enunciada, «tengo que perder cinco kilos en una semana», equivale a alta probabilidad de fracaso.

• Bien enunciada, «voy a perder cuatro kilos en un mes, es decir, un kilo a la semana», equivale a bastantes probabilidades de éxito.

 

Objetivamente, es más eficaz haber perdido cuatro kilos en un mes que ninguno en una semana, ni en otra, ni en una tercera.

Las metas a medio plazo podrán ser algo mayores, pero tanto éstas como las que establezcamos a largo plazo han de ser consecuencia de la ejecución de las que realicemos a corto plazo.

Es decir, se empezará por plantear, en primer lugar, adonde quiere uno llegar (meta a largo plazo). Luego se puede definir cuáles serán los puntos intermedios en los que realizar una revisión, y decidir si se va bien o si hay algo que corregir (metas a medio plazo). Y luego defini­mos las pequeñas acciones que vamos a ir ejecutando para avanzar en lo que nos hayamos propuesto (metas a corto plazo).

 

Aprender a solucionar problemas y corregir errores

La forma más eficaz de salir de una situación difícil es planteársela de la siguiente manera:

• Definir el problema.
• Plantear un amplio abanico de alternativas al mismo. Empezando desde los extremos que se suelen desechar, resultará más fácil proponer las intermedias.
• Examinar los pros y los contras de cada una de ellas. La respuesta casi se dará de forma visual, por la cantidad de argu­mentos que se tengan en cada columna.
• Tomar una decisión y ejecutarla.
• Corregir si fuera preciso.

 

Cuando se toman decisiones de esta manera, estamos minimizando la probabilidad de error, puesto que hemos tenido en cuenta gran número de factores que pueden terminar influyendo en el curso de los acontecimientos.

Por otro lado, y por la misma razón, no se puede garantizar que uno no vaya a equivocarse, pero el tamaño del error también se habrá minimizado, y cuanto más pequeño, más sencillo resultará que no nos desviemos del propósito elegido.

 

Aprender a responsabilizarse de la propia vida

La vida es un asunto propio e individual, y si no se ha tenido la oportunidad de aprenderlo en una edad temprana, nunca es tarde para no dejarlo en manos de voluntades, percepciones y gustos que no son los propios. Si uno no sabe cuáles son éstos, entonces habrá que echar mano del método de ensayo y error, hasta que se vaya descubriendo lo que significa, para uno, una vida plena y satisfactoria.

La irresponsabilidad consiste tanto en no responsabilizarse de lo que a uno le corresponde, como en responsabilizarse de lo que a uno no le corresponde. No somos mejores personas cuando estamos impidiendo que otro aprenda a hacerse cargo de su vida. Apoyar sí, sin duda, responsabilizarse, no.

 

Aprender a tolerar la frustración

Una de las situaciones que nos produce mayor malestar es cuando se ponen grandes expectativas en algo o en alguien, y finalmente las cosas no suceden como se esperaba. Con frecuencia nos quedamos enganchados a la idea de las cosas como deberían haber sido, y no como son. Pero la única realidad objetiva es que los hechos son como son, independientemente de que a uno le guste o no.

En este caso, lo más eficaz es salirse de uno mismo y del malestar que está sintiendo, y hacer un análisis descriptivo de lo que tenemos ante nosotros. Podremos tomar decisiones basadas en la realidad, mientras que si nos quedamos en lo que hubiéramos querido que ocurriese, nuestras decisiones estarán fundamentándose sobre humo, por lo que la probabilidad de que nos sigamos equivocando aumenta considerablemente.

La vida no es ni justa ni amable. Es como es. A veces sopla a nuestro favor, y a veces en contra, independientemente de nuestro deseo de navegar por aguas plácidas y cristalinas.

Empezar a proporcionarse todo aquello que le hace a uno crecer, que potencia lo mejor de cada cual, que supone una aportación gratificante al entorno, y que redunda en la percepción de autoeficacia, y permite descubrir facetas de uno mismo; facetas que incluso se podía desconocer estuvieran en el interior. Sin olvidar que la propia actuación no ha de realizarse con intención de, o a pesar del, daño a los demás, y que las libertades propias y ajenas han de respetarse en cuanto no supongan perjuicio alguno.

En la medida en que volvemos a tener el control, tanto sobre nuestros actos como sobre el manejo adecuado de las circunstancias que nos rodean, en que nos sintamos capaces, la valoración que haremos de nosotros aumentará y la propia estima se situará en niveles saludables de bienestar.

 

 

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