CÓMO
MOTIVARSE A UNO MISMO Y A LOS DEMÁS
Está
sobradamente demostrado por los estudios realizados sobre la conducta animal y
humana que las recompensas refuerzan notablemente el aprendizaje, y por
consiguiente el rendimiento será mayor cuanto más intenso sea el refuerzo. Se
observó, en experimentos realizados con ratas que tenían que recorrer un
laberinto para llegar a obtener un alimento, que cuando se acrecentaba la
recompensa con la calidad o cantidad del premio-alimento, recorrían el laberinto
con mayor rapidez y precisión.
Estas
experiencias tienen su réplica dentro del comportamiento humano. Así se ha
observado el estímulo en el estudio a través de los premios fin de curso y el
efecto en el rendimiento laboral que provoca el incentivo económico.
Tal vez
donde más se ha aplicado la teoría del incentivo haya sido en el terreno de la
psicología del trabajo, donde se advierte cómo el premio a la labor bien hecha
actúa más positivamente en el rendimiento que el castigo a la mal realizada. En
principio se pensó que el mejor incentivo era el dinero; posteriormente se
descubrió que otras motivaciones, al margen de las económicas, podían incentivar
con igual o mayor fuerza al ser humano.
Pero
estos principios claramente objetivables en la esfera laboral pueden igualmente
ser aplicados en la vida cotidiana, en nosotros mismos y la gente que nos rodea.
Y no necesariamente en el ejercicio del trabajo sino en la simple conducta
habitual y forma de ser.
En uno
mismo, el incentivo bien manejado puede constituir un arma poderosa que ayuda a
corregir esos posibles defectos que con frecuencia nos autorreprochamos sin
conseguir desembarazarnos de ellos. Generalmente son formas de conducta
aprendidas que no nos parecen apropiadas y sin embargo repetimos habitualmente
de forma rutinaria, casi sin darnos cuenta. O lo que es peor, dándonos cuenta
después, cuando ya la hemos realizado y no tiene remedio; con lo que
inmediatamente comienzan los autorreproches que conducen a la frustración y la
amargura. De este modo el autorreproche actúa como castigo a la labor mal hecha.
Sin embargo, el castigo en un proceso de aprendizaje es menos efectivo que el
premio a la buena conducta. Entonces, cuando nos proponemos cambiar una forma de
actuar no es suficiente el estímulo «evitación del castigo»; actuar de mejor
manera para no autorreprocharnos posteriormente. Tal vez nos sea más fácil
asociar la nueva conducta positiva con un premio que refuerce la simple
satisfacción personal del logro conseguido. Porque en personas exigentes consigo
mismas, la labor bien hecha no es una satisfacción, la consideran un deber
carente por tanto de incentivos.
De igual
forma podemos influir en nuestra angustia y en el estrés. Multitud de personas
viven agobiadas con su trabajo y sus obligaciones cotidianas, acumulando día a
día tensión nerviosa, frustraciones, cansancio, rutina y demás síntomas que
progresivamente hacen tambalear el ánimo conduciendo en no pocos casos hacia la
depresión. Esas personas precisan un incentivo, un premio que les haga soportar
o compensar el ingrato esfuerzo que realizan.
La
pregunta surge espontáneamente: ¿cuáles son esos premios o incentivos? Y ahí
tiene que jugar un papel importante la propia imaginación, autoconocimiento y
capacidad de inventiva. Cada individuo tiene sus peculiares incentivos que irán
en función de sus gustos y aficiones personales. Comencemos por confeccionar una
lista que reúna todas aquellas pequeñas cosas y caprichos que podamos ansiar y
que normalmente no adquirimos por parecemos ya inoportunas o incluso infantiles.
Anotemos aquellas aficiones que antes nos gustaban y ahora hemos abandonado por
falta de tiempo o por no considerarlas importantes. Apuntemos también una serie
de alimentos preferidos, incluyendo golosinas y bocados favoritos. Y ya tenemos
registrada una sucesión de pequeños premios que incluso podemos clasificar y
valorar según la satisfacción que nos produzcan.
Propongámonos ahora realizar unos determinados cambios en las conductas que
estimamos inapropiadas; empezando siempre por las que requieren menos esfuerzo.
Cada vez que se consiga un pequeño cambio es necesario adjudicarse su premio
proporcional. A mayor importancia de logro conseguido, mayor premio. Por
ejemplo, si una mañana hemos obtenido un éxito notable en nuestra labor habitual
gracias a un cambio ejercido voluntariamente en nuestra conducta presumiblemente
inapropiada, por qué no comer ese día en el restaurante aquel que nos parecía
tan acogedor y pedir ese postre que tanto nos gusta; o por qué no asistir esa
tarde al cine a ver esa película que han estrenado de nuestro director favorito.
Y si un día llegamos a casa agotados por el estrés y el agobio acumulado, por
qué no dedicar aunque sólo sea media hora a sentarnos tranquilos a leer una
novela mientras oímos esa música tan agradable, o a ver ese programa de
televisión que nos gusta mientras paladeamos unas golosinas.
Tal vez
parezca un absurdo juego de niños, pero, realizado con método y habitualmente,
puede sorprendernos cómo al cabo de un tiempo nos sentimos más reconfortados y
acordes con nosotros mismos. Nos sentimos incentivados.
De igual
manera podemos incentivar a aquellas personas que nos rodean y en las que
deseamos influir positivamente (hijos, cónyuge, subordinados, amigos,
colaboradores, etc.). No hay más que descubrir, aplicando toda la «psicología»
posible, esa lista de premios particulares de cada persona y poner en marcha el
principio programado de incentivación, donando premios a los logros conseguidos.
Eso sí, teniendo especial cuidado en que logro e incentivo estén siempre muy
asociados en la conciencia de quien lo recibe.