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El “clan de los hispanos”: Séneca.

Desde los tiempos de Octavio Augusto, Roma vio cómo cientos de intelectuales, políticos y militares de la Península Ibérica se acomodaban en sus foros de poder.
De esa manera aquellos españoles del mundo antiguo consiguieron ser los senadores, filósofos, e incluso emperadores de la potencia más colosal e influyente de la historia de la humanidad. La inauguración de la imperial tuvo como consecuencia que una miríada de hispanos viajaran a Roma para integrarse en su sociedad, dispuestos a ocupar cargos públicos o posiciones intelectuales de peso. Hyginius se convirtió en bibliotecario de Octavio; Porcius Latro fue modelo y maestro del célebre Ovideo… Estos y otros ejemplos iniciales dieron paso en la primera mitad del siglo I d. de C., a una espléndida generación de literatos y legisladores provenientes de regiones romanizadas como la Bética, y de otras no tanto como Lusitania o Celtiberia.

Los hispanos buscaban en Roma prosperidad económica y saber intelectual. Los hombres de negocios se mezclaban con filósofos, poetas o ensayistas en un afán desmedido por el ascenso social y dinerario. Las escuelas hispanas en las que se formaron primigeniamente estos personajes habían tenido un precedente claro en aquellas academias del siglo I a. de C., instauradas en Osca o en Corduba, y ahora sus herederos trasladaban inquietudes y vida a la propia metrópoli romana.

Era momento para los Séneca, Lucano, Mela, Columela, Marcial, Quintiliano, Moderato… hombres ilustres que aportarían luz y claridad de ideas a la Roma más gozosa de su historia. Con su presencia se despejarían muchas dudas sobre la romanización de la provincia hispana. Atrás quedaban los tiempos de guerra en la indomable Celtiberia; ahora sus escritos reflejaban un fuerte deseo por emparejarse a los designios romanos.

La consumación de este mestizaje llegaría con los emperadores Adriano, Trajano y Teodosio. No obstante, el caso más relevante de intelectuales hispanos en Roma lo encarna Lucio Anneo Séneca. Nacido en Corduba en 4 a. de C., perteneció a una acomodada familia en la que destacaba la figura de su padre Marco Lucio Anneo, más conocido por la historia como Séneca “el viejo”, un reputado filósofo retórico que inculcó en su hijo el amor por la filosofía. Cuando Séneca “el joven” contaba nueve años de edad la familia viajó a Roma, ciudad en la que se instalaron bajo los beneficiosos efluvios del emperador Octavio.

Séneca estudió retórica como otros chicos de su condición social. Se educó bajo la tutela de oradores como Papirio Fabiano, o filósofos de la talla de Atalo y Demetrio. Asimismo, fue aprendiz durante un año del gran filósofo Sotión, hasta que, una vez cumplidos los dieciocho años de edad, se entregó con entusiasmo a su ascenso social, primero trabajando de orador en actos públicos para luego convertirse en un magnífico abogado que logró gran popularidad en Roma. La fortuna de Séneca comenzó a crecer a ritmo vertiginoso. En 41 d. de C. fue elegido senador bajo el mandato del temido Calígula, el mismo que le condenó a muerte por considerarlo un impertinente.

El cordobés salvó la vida casi de milagro al argumentar que se encontraba enfermo de asma y que por tanto le quedaba poco que hacer en este mundo. La treta conmovió al tiránico emperador y el estoico pudo seguir con sus aspiraciones de controlar el gobierno de la ciudad eterna. Una vez desaparecido Calígula, llegó al poder Claudio, quien condenó a Séneca al exilio en Córcega por entender que había participado en algunas intrigas políticas relacionadas con su sobrina Julia. Nuestro personaje asumió con estoicismo innato la condena, y durante ocho años se dedicó a escribir ensayos y dramas que le catapultaron a la fama literaria. En 49 d. de C., Agripina lo mandó llamar para que fuera el tutor de su hijo Nerón.

Por entonces Séneca contaba cincuenta y tres años y un tesoro calculado en varios millones de sestercios. Este patrimonio se vería incrementado notablemente en los años que se dedicó a la educación del futuro emperador. Cuando Nerón fue Augusto en 54 d. de C., el mando del Imperio fue asumido por Agripina y Séneca. Los primeros cinco años del emperador bajo los auspicios de sus custodios fueron realmente interesantes.

Muchos estudiosos los han calificado de excepcionales, y buena parte de culpa la tuvieron Séneca y su amigo Afranio Burro, jefe de la guardia pretoriana. Bien es cierto que fue acusado por algunos rivales de ser un usurero que tan sólo ambicionaba enriquecerse más y más, pero lo único constatable es que el filósofo cordobés vivía de manera extremadamente rigurosa; comía poco, bebía agua, dormía en un tablón de madera y era fiel a su querida esposa Paulina.
Sin duda era rico, pero la austeridad dominó toda su existencia salvo en las ocasiones donde gastaba importantes sumas en obras de arte o libros. El motivo que dominó esta curiosa forma de vida fue, desde luego, su profunda implicación en las directrices marcadas por la escuela de filosofía estoica de la que era uno de los máximos representantes. Séneca apostó por situar dicha disciplina en el vértice del poder, asegurando a los hombres una guía racional y justa. Intentó mantener el modelo de Octavio para sus enseñanzas a Nerón. Sin embargo, éste optó por otros caminos más plúmbeos.

Pero lejos de su carrera política, lo que realmente provocó que su nombre entrara en la historia fue su magna obra escrita de la que no se ha conservado la totalidad, aunque sí algunos títulos, en todo caso, suficientes para dimensionarlo como el intelectual que fue. Baste resaltar obras de la talla de Los Diálogos, que comprenden Consolatio ad Marciam, De ira, Consolatio ad Helviam matrem, Consolatio ad Polybium, De brevitate vitae, De constantia sapientis, De vita beata,
De tranquilitate animi, De otio, De providentia y De clementia, dedicado a Nerón. También 7 libros bajo el título De beneficis, Naturales quaestiones y su obra más reconocida, Epistulae morales ad Lucilium, que muestra todo su pensamiento vital.
Asimismo se conservan 124 cartas en 20 libros. El centro esencial de su doctrina fue la problemática de la existencia y sus contradicciones, la búsqueda de la virtud para alcanzar la verdadera felicidad, la forma de conciliar el amor por uno mismo y por los demás, y el buscar un equilibrio entre lo individual y lo político.
Séneca fue admirado por los pensadores cristianos pues sus pensamientos estoicos, como la presencia de Dios, los problemas de la muerte y la esperanza de una vida después de la misma estaban en conexión con el cristianismo. Este cordobés universal poseía el don del virtuosismo y descubrió la dimensión de la interioridad humana con un nuevo lenguaje que asombró a todos.

Lamentablemente su discípulo Nerón no estuvo a la altura del maestro y en 65 d. de C. le acusó de formar parte de un complot dirigido por Calpurnio Pisón, quien pretendía destronar a Nerón en beneficio propio. Lo realmente cierto es que Séneca llevaba retirado de la política tres años; desde que falleciera su camarada Afranio Burro, en ese tiempo se había dedicado a su literatura y poco más. Por desgracia la mente de Nerón estaba demasiado obtusa como para entender que su antiguo maestro no tenía, o no quería hacer nada en el concierto político romano.
Aún así, la confesión forzada de Lucano, un pariente lejano de Séneca, fue suficiente para que el déspota emperador condenara a muerte a los dos hispanos. Lucano, de tan sólo veintiséis años, aunque ya era un reconocido poeta, se quitó la vida tras disfrutar de una última fiesta. Séneca, por su parte, intentó defenderse de las acusaciones ante el embajador enviado por el díscolo alumno; todo fue inútil y la sentencia fatal se mantuvo. Séneca quiso ser fiel a su estoicismo hasta el final.

Asumió la pena, se despidió de su mujer Paulina, y acto seguido ingirió cicuta mientras se cortaba las venas en una bañera. De esa manera conservó su independencia de carácter hasta el minuto final de su existencia. Antes de morir escribió una carta a su amigo Lucilio en la que se podía leer: “En lo que me atañe he vivido lo bastante y me parece haber tenido todo lo que me correspondía. Ahora, espero la muerte”. Tenía sesenta y nueve años y una enorme legión de discípulos que supieron proseguir con su obra. Séneca fue ejemplo de intelectual hispano llegado a Roma para alcanzar altas cotas de poder y éxito.

 

 

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