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Una
civilización repentina I
Durante mucho tiempo, el hombre occidental ha creído que su civilización era
el legado de Roma y Grecia, pero los mismos filósofos griegos dijeron en
repetidas ocasiones que su saber lo habían extraído de fuentes aún más
antiguas. Más tarde, los viajeros que volvían a Europa después de pasar por
Egipto hablaban de imponentes pirámides y de ciudades-templo medio
enterradas en la arena, custodiadas por extrañas bestias de piedra llamadas
esfinges.
Cuando Napoleón llegó a Egipto en 1799, hizo venir a algunos de sus
eruditos para que estudiaran y explicaran aquellos antiguos monumentos. Uno
de sus oficiales encontró cerca de Rosetta una losa de piedra en la que
había inscrito un edicto de 196 a.C. escrito en la antigua escritura
pictográfica egipcia (jeroglíficos) así como en otros dos alfabetos
diferentes.
El desciframiento de la escritura y la lengua del antiguo Egipto, junto con
los esfuerzos arqueológicos que siguieron, desvelaron al hombre occidental
que había existido una gran civilización en aquel lugar mucho antes del
advenimiento de la civilización griega. Las anotaciones egipcias hablaban de
dinastías reales que comenzaban alrededor del 3100 a.C, dos milenios antes
del inicio de una civilización helénica que, alcanzando su madurez entre los
siglos V y IV a.C, era más una advenediza de última hora que una
engendradora de civilizaciones.
¿Acaso el origen de nuestra civilización se encontraba en Egipto?
Por lógica que pudiera parecer esta conclusión, los hechos militaban en
contra. Los eruditos griegos hablaban de visitas a Egipto, pero las antiguas
fuentes de conocimiento de las que hablaban se encontraban en algún otro
lugar. Las culturas pre-helénicas del Egeo -la cultura minoica de la isla de
Creta y la micénica de la Grecia continental- ofrecían evidencias de que
había sido una cultura de Oriente Próximo, y no la egipcia, la cultura de
donde habían bebido los griegos. Siria y Anatolia, y no Egipto, eran las
principales avenidas a través de las cuales había llegado hasta los griegos
una civilización aún más antigua.
Al darse cuenta de que la invasión dórica de Grecia y la invasión israelita
de Canaán, que siguió al éxodo de Egipto, tuvieron lugar casi al mismo
tiempo (alrededor del siglo XIII a.C), los estudiosos comenzaron a descubrir
cada vez más similitudes entre las civilizaciones semitas y helénica. El
profesor Cyrus H. Gordon (Forgotten Scripts; Evidence for the
Minoan Language) abrió nuevos horizontes a la investigación al demostrar
que una primitiva escritura minoica, llamada Lineal A, parecía pertenecer a
una lengua semita. Gordon llegó a la conclusión de que “el diseño (a
diferencia del contenido) de las civilizaciones hebrea y minoica es, en gran
medida, el mismo”, y señaló que el nombre de la isla, Creta, deletreado en
minoico como Ke-re-ta, era muy similar al de la palabra hebrea Ke-re-et
(“ciudad amurallada”), y tenía su homólogo en un relato semita de un rey de
Keret.
Incluso el alfabeto griego, del cual derivan el alfabeto latino y el
nuestro, proviene de Oriente Próximo. Los mismos historiadores griegos de la
antigüedad escribieron que un fenicio llamado Cadmo (“antiguo”) trajo el
alfabeto, que constaba del mismo número de letras, y en el mismo orden, que
el alfabeto hebreo; aquel era el alfabeto griego que existía cuando tuvo
lugar la Guerra de Troya. Más tarde, ya en el siglo V a.C, el poeta
Simónides de Ceos elevó el número de letras a 26.
Se puede demostrar fácilmente que la escritura griega y la latina, y, por
ende, los cimientos de la cultura occidental, provienen de Oriente Próximo
sólo con que comparemos el orden, los nombres, los signos e, incluso, los
valores numéricos del alfabeto original de Oriente Próximo con los muy
posteriores griego y latino.

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