Cuando
ponemos toda nuestra confianza en una persona y ésta no responde como
esperábamos, decimos que nos ha decepcionado. Dependiendo del lazo afectivo que
nos una a ella seremos más o menos benévolos en el juicio emitido, pero lo
cierto es que nuestra opinión respecto a ella ha sufrido un cambio negativo.
Del mismo
modo, esto puede ocurrir de forma reflexiva con nosotros mismos. Cuando ponemos
todo nuestro empeño en conseguir un objetivo aparentemente alcanzable y
fracasamos en el intento, nos sentimos defraudados, autodecepcionados. Y en
cierto modo cambia la opinión que tenemos sobre nuestra propia persona.
Si este
sentimiento de autodecepción se repite varias veces, la estima hacia nosotros
mismos se tambalea y con ella nuestra seguridad psíquica, lo que constituye un
freno para las futuras acciones a emprender.
Una
autodecepción moderada puede tener un carácter positivo si se lleva por el
camino práctico, es decir, si concebimos los fracasos como experiencias que nos
enseñen a no caer en similares errores, aprovechando incluso la «rabia» por la
autodecepción como un revulsivo que proyecte el ánimo hacia la superación
personal.
El
problema surge cuando la autodecepción se integra psicológicamente de forma
negativa y se constituye en un bloqueo o un freno en la vida. Muchas personas,
efectivamente, tras unos cuantos fracasos (a veces, tan sólo uno) se
autoconvencen de tener un escaso valor personal y optan por abandonar toda
lucha, porque se interpreta el fracaso como definitivo, negándose la posibilidad
de cambio o mejora en un futuro.
Uno de
los pilares en los que se apoya la autodecepción es una forma de pensar
extremista, fundamentada en la regla del «todo o nada»; es decir, que las
acciones se califican con arreglo a dos únicos criterios: o están muy bien o muy
mal. De este modo, si el resultado de lo que pretendíamos no es óptimo,
decidimos que es pésimo. Lógicamente, como lograr la perfección absoluta en una
labor es prácticamente imposible, sentiremos que hemos fracasado en la gran
mayoría de los casos. Seamos justos estableciendo un baremo más adecuado, que
cuente con valoraciones intermedias no tan absolutas. ¿Sería realmente
equitativo para los estudiantes que en sus exámenes sólo existieran dos posibles
calificaciones: matrícula de honor o suspenso? Evidentemente no; el notable y el
sobresaliente también son buenas notas.
Otra
particularidad que suele darse en el individuo autodecepcionado es su falta de
objetividad. Generalmente interpreta sus fracasos con gran afán de protagonismo.
Si algo sale mal, él es el único responsable. ¿Y qué hay de las circunstancias?
Porque un ambiente desfavorable también cuenta. En gran número de ocasiones, el
lugar, los medios de que se dispone, las posibilidades de éxito e incluso otras
personas influyen notablemente en el logro de una empresa y pueden hacer
fracasar al más apto. Y cuando realmente la responsabilidad es de uno solo, ¿no
es posible que factores internos como la tensión nerviosa, estado de salud,
disposición de ánimo, etc., influyan igualmente en el rendimiento? Entonces,
¿por qué empeñarse en el autorreproche arbitrario y sin atenuantes?
Lo peor
del caso es que el autodecepcionado puede llegar a resignarse a llevar el papel
de fracasado por la vida, hasta el punto de no ser capaz de darse cuenta de sus
éxitos (porque alguno logrará) atribuyéndolos a un «golpe de suerte», pero no a
sus propios méritos, con lo cual sigue alimentando su autodecepción, en un
círculo vicioso neurotizante. Y con un inminente peligro: la paralización; es
mejor dejar de actuar para no seguir coleccionando decepciones.
La
solución estaría en juzgarse a sí mismo con la misma objetividad y justicia que
empleamos para un ser querido, y sin desdeñar tampoco una cierta benevolencia,
pues partimos de la base de que nos debemos cariño y autoestima. Y ante el
fracaso inevitable, aceptación, que no es sinónimo de resignación. Aceptar un
fracaso significa perder una batalla, pero no la guerra. Resignarse es darse por
vencido abandonando la lucha.