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Las ancianas meditan a su manera.
 

Muchísimo antes de que los gurús llegaran a Occidente con los mantras y la meditación, las mujeres que se preparaban para ser ancianas, así como las mismas ancianas, encontraban el momento y el modo para meditar. Llamémosle "lavar los platos y mirar por la ventana", "doblar la ropa y pensar", "soñar despierta" o "no hacer nada". A lo mejor empezó como aquel ratito en que una se tomaba una taza de café o té en silencio antes de que la casa despertara y comenzara el alboroto que sólo se daba por concluido cuando lográbamos que todos salieran por la puerta. Puede que fuera lo que hacíamos al pasear, o incluso lo que nos sucedía atrapadas en ese atasco diario. En ese momento nos venía a la mente una idea, o veíamos en todo su esplendor algo bonito, o bien recordábamos un sueño o una conversación. Era una especie de reunión interna de duración indefinida en la cual el silencio invitaba a rememorar pensamientos, imágenes y sentimientos en un lugar más espacioso, situado en la mente o el corazón, observarlos, cuestionarlos o valorarlos por encima.

Las mujeres que se preocupan sin cesar no meditan en absoluto. Insistir en mantener conversaciones del tipo "ella me ha dicho o él me ha dicho" o albergar pensamientos catastrofistas no es meditar. La meditación no es preocuparse o rememorar dolores y resentimientos pasados, ni siquiera confeccionar listas de propósitos. El foco de atención, en tales casos, es interior, aunque no existe espacio abierto alguno donde albergar pensamientos y asociaciones mentales, y tampoco para que resurjan sentimientos e imágenes que podamos observar sin sentirnos vinculadas a las preocupaciones, la culpa o la rabia. En la actualidad se enseña la introspección, pero muchas mujeres la llevan a cabo de un modo natural. Si te gusta disfrutar de tu propia compañía, valoras el tiempo que pasas sola y descubres, a medida que envejeces, que pareces haberte vuelto más introvertida, es muy probable que hayas estado practicando tu propia forma de meditación.

Quizá el término "piadosas" es el que describe con mayor precisión lo que hacen las ancianas. Guardar algo en el corazón y sopesarlo es una forma de meditación. Guardar a alguien en el corazón sin ningún tipo de sentimiento posesivo, también lo es. A medida que envejecemos la lista de personas que ya han muerto y todavía recordamos se va alargando. En los momentos que dedicamos a la meditación, las abrazamos con ternura desde el fondo de nuestro ser (en aquel lugar del pecho donde colocamos las manos instintivamente, una sobre la otra, en un gesto que significa: “te aprecio muchísimo” o “te quiero”). La piedad y la meditación se alían en el instante en que vemos y valoramos de verdad algo bello, y en ese momento mandamos algo parecido a una oración en forma de postal de agradecimiento mientras le abrimos la puerta a belleza.

Disponer de momentos de silencio en nuestra vida diaria resulta cada vez más difícil, incluso en esta tercera etapa de la vida. Muchas ancianas dedican un tiempo a la meditación, bien como práctica espiritual, o bien como una forma de disminuir el estrés y alejarse de casa y del lugar de trabajo con el propósito de estar solas y acompañadas de muchísimas otras personas que las dejan tranquilas.

La vida interior va ganando importancia a medida que maduramos. Durante las primeras etapas de nuestra existencia, nos dedicamos a explorar el mundo con los sentidos, dirigimos hacia el exterior, hacia lo que podemos ver, tocar, oler o saborear, cualidades todas ellas que van mermando a medida que pasan los años. Con la edad echamos mano de lo que ya hemos experimentado. Por lo general, disponemos de más tiempo en el que desarrollar nuestra vida interior; y dormir menos de lo habitual es algo que nos proporciona horas extra.

Adquirimos conciencia de las cosas cuando nos detenemos a fijarnos en los comportamientos y a ver los acontecimientos con mayor distancia que cuando estábamos plenamente implicados en ellos. A través de esa reflexión, nuestro estado de sabiduría aumenta. Cuando dedicamos esos momentos a la reflexión, vemos la importancia de la persona, y no su apariencia exterior, y nos damos cuenta de que, cuando las personas actúan de un modo determinado, sus actos tienen que ver más con ellas que con nosotros.

La experiencia es una maestra en nuestros años de juventud. Cuando se comprenden las experiencias por las que caminamos, estas pasan a ser un recurso interno. Se convierten en una especie de colección personal de recuerdos sagrados que veremos desde una perspectiva distinta a lo largo de la vida, sobre todo en los momentos de reflexión, aquellos en los que nos sorprendemos rememorando sucesos y personas del pasado que todavía conservamos en el corazón. Es entonces cuando vemos las relaciones, las ideas y los acontecimientos pasados a la luz de una conciencia más profunda y sabia. Desde el punto de vista del alma, en esos momentos de silencio (cuando "no hacemos nada" o meditamos a nuestra manera) es cuando los pensamientos creativos, las intuiciones y los sentimientos más valiosos emergen.

 

 

 

 

 

 

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