Cuando una verdad se repite se convierte en
mentira.
Cuando uno comprende algo no puede
repetirlo. Puede hablar de ello, puede comunicarlo; pero la vivencia, a
buen seguro, no es lo que se repite. Pero nos quedamos presos en la
palabra y perdemos el significado de la vivencia. Si hemos tenido una
vivencia, no podemos repetirla. Podemos querer repetirla; podemos desear
su repetición, su sensación; pero una vez que hemos tenido una vivencia,
ésta ha terminado, no puede ser repetida. Lo que puede repetirse es la
sensación, y la palabra correspondiente que da vida a esa sensación. Y
como, desgraciadamente, la mayoría de nosotros somos propagandistas,
caemos en la repetición de la palabra. Vivimos de palabras, y la verdad es
negada.
Tomemos como ejemplo el sentimiento del
amor. Este sentimiento de amor no puede repetirse. Cuando oímos que nos
dicen “amad a vuestro prójimo”, esto no debería ser una verdad para
nosotros. Sólo es verdad cuando en realidad amamos al prójimo; y ese amor
no puede ser repetido, sino tan sólo las palabras. Sin embargo, casi todos
nos sentimos felices y contentos con la repetición: “amad al prójimo”, o
“no seáis codiciosos”. De modo que la verdad de otro, o una vivencia real
que hayamos tenido, no se convierte en una realidad por la simple
repetición. Por el contrario, la repetición impide la realidad. El simple
repetir determinadas ideas no es la realidad.
La
dificultad de esto consiste en comprender el asunto sin pensar en
términos de lo opuesto. Una mentira no es algo opuesto a la verdad. Es
posible ver la verdad de lo que estás leyendo, no en oposición o en
contraste, como verdad o como mentira, sino ver, simplemente, que la
mayoría de nosotros repetimos sin comprensión. Por ejemplo, hemos estado
hablando en este espacio del “nombrar” y el “no nombrar” un sentimiento y
todo lo que ello conlleva. Muchos de nosotros repetiremos esto que hemos
leído pensando que es “la verdad”. Pero jamás repetiremos una vivencia si
es una experiencia directa. Podemos comunicarla; pero cuando una vivencia
real, las sensaciones que la acompañaron
han pasado, el contenido emocional que había detrás de las palabras se ha
desvanecido por completo.
Tomemos por ejemplo la idea de que el
pensador y el pensamiento son uno solo. Puede que sea una verdad para
vosotros, porque lo hemos experimentado directamente. Pero si yo lo
repitiera, eso no sería verdadero. Verdadero, no como opuesto a lo falso,
y esto hemos de entenderlo bien. No sería real; sería una simple
repetición, y, por lo tanto, carecería de significación. Pero ya vemos,
con la repetición creamos un dogma, edificamos una iglesia, y en eso nos
refugiamos. La palabra, no la verdad, se convierte en “la verdad”. La
palabra no es la cosa. Pero para nosotros, la cosa es la palabra. Y es por
eso que uno tiene que guardarse con sumo cuidado de repetir algo que no
comprenda realmente. Si comprendemos algo, podemos comunicarlo; pero las
palabras y el recuerdo han perdido su significación emocional. Es por eso
que, en la conversación corriente, la propia perspectiva y el propio
vocabulario sufren un cambio.
Siendo, pues, que estamos buscando la
verdad por medio del conocimiento propio, y no somos meros propagandistas,
es importante que comprendamos esto. Mediante la repetición, en efecto,
uno se hipnotiza con palabras, con sensaciones, queda atrapado en
ilusiones. Y para liberarse de eso, es imperativo experimentar
directamente y, para experimentar directamente, uno debe captarse a sí
mismo en el proceso de la repetición, de los hábitos, de las palabras, de
las sensaciones. Esa captación nos brinda extraordinaria libertad, y así
puede haber renovación, una constante vivencia, un estado de cosa nueva.
Una mentira es una contradicción, una
autocontradicción. Uno puede contradecirse consciente o inconscientemente;
puede hacerlo de un modo deliberado o inconsciente. La contradicción puede
ser sumamente sutil o muy obvia. Y cuando la división en la contradicción
es muy grande, uno se vuelve desequilibrado o se da cuenta del conflicto y
se dispone a remediarlo.
Para comprender el problema de conocer qué
es una mentira y por qué mentimos, hay que ahondarlo sin pensar en
términos de lo opuesto. Es necesario observar este problema de la
contradicción en nosotros mismos intentando no ser contradictorios.
Nuestra dificultad al examinar esta cuestión está en que condenamos una
mentira con gran facilidad; pero para comprender podemos considerarla en
términos de lo que es la contradicción y no en términos de verdad y
falsedad.
La razón por la que nos contradecimos, por
la que hay contradicción en nosotros es que hay un intento de vivir de
acuerdo con una norma, con una pauta, un constante acercamiento nuestro a
un modelo, un esfuerzo constante por ser algo, ya sea a los ojos de otra
persona o ante nuestros propios ojos. Existe un deseo de ajustarse a una
norma, y cuando uno no vive de acuerdo con ella hay contradicción.
Ahora bien, lo que hay que darse cuenta es
por qué tenemos un modelo, una norma, una tendencia a imitar, una idea en
conformidad con la cual tratamos de vivir. Evidentemente, tenemos ideales
para sentirnos seguros, para estar a salvo, para ser populares, para tener
una buena opinión de nosotros mismos, etc. Ahí está la semilla de la
contradicción. Mientras procuremos parecernos a algo, mientras tratemos de
ser algo, tiene que haber contradicción; por lo tanto, tiene que existir
esa división entre lo falso y lo verdadero.
Esto es muy importante, y debemos
profundizarlo serenamente. No es que no exista lo falso y lo verdadero,
pero hay que tener bien claro que hay contradicción en nosotros porque
intentamos ser algo: nobles, buenos, virtuosos, creadores, felices, etc. Y
en el deseo mismo de ser algo existe una contradicción: la de no ser una
cosa diferente. Y es esta contradicción la que resulta destructiva.
Surge la contradicción en uno cuando he
hecho algo, y no quiero ser descubierto; he pensado algo que no es lo
debido, y ello me coloca en un estado de contradicción, cosa que no me
agrada. Por tanto, donde hay imitación tiene que haber temor; y es este
temor lo que causa contradicción. Mientras que si no hay devenir, si no
hay intento alguno de ser algo, no hay sensación de temor. Entonces no hay
contradicción; entonces en nosotros no existe la mentira en ningún nivel,
consciente o inconsciente; nada hay que suprimir, nada que manifestar. Y
como la vida de casi todos nosotros es cuestión de estados de ánimo y de
actitudes, asumimos actitudes que dependen de nuestros estados de ánimo,
lo cual es una contradicción. Cuando el estado de ánimo desaparece, somos
lo que somos. Es esta contradicción lo realmente importante, y no que
digamos o dejemos de decir una mentirijilla inocente. Mientras haya esta
contradicción, tiene que haber una existencia superficial, y por lo tanto
temores superficiales que han de ser vigilados; y luego siguen las
mentiras inocentes, y todo lo demás que sabemos.
Podemos considerar toda esta cuestión y no
preguntar qué es una mentira y qué es la verdad, sino investigar el
problema de la contradicción en nosotros mismos sin recurrir a los
opuestos, lo cual es sumamente difícil. Porque, como dependemos tanto de
nuestras sensaciones, la vida de casi todos nosotros es contradictoria.
Dependemos de los recuerdos, de las opiniones; tenemos innumerables
temores que deseamos disimular; todo esto crea contradicción en nosotros
mismos; y cuando esa contradicción se hace insoportable, perdemos la
cabeza. Deseando la paz, todo lo que uno hace engendra la guerra, no sólo
en la familia, sino fuera de ella. Y en lugar de comprender lo que crea el
conflicto, sólo tratamos, cada vez más, de convertirnos en una cosa o en
otra, en lo opuesto, agrandando de ese modo la división.
Pero es posible comprender por qué existe
contradicción en nosotros, no sólo en la superficie sino en un nivel
psicológico mucho más profundo. En primer lugar, uno be darse cuenta de
que vive una vida contradictoria. Deseamos la paz, y somos nacionalistas;
queremos evitar la miseria social y, no obstante, cada uno de nosotros es
individualista y limitado, encerrado en sí mismo. Vivimos, pues, en
constante contradicción. Y esto sucede porque somos esclavos de la
sensación. No se trata de negar o de aceptar esto, que exige comprender
muy bien lo que implica la sensación, es decir, los deseos. Deseamos
muchas cosas, todas en contradicción unas con otras. Somos un cúmulo de
máscaras en conflicto; adoptamos una careta cuando nos conviene, y la
repudiamos cuando alguna otra cosa es más provechosa, más agradable. Es
ese estado de contradicción lo que crea la mentira. Y, en oposición a eso,
creamos “la verdad”. Pero, ciertamente, la verdad no es lo contrario de la
mentira. Aquello que tiene un opuesto no es la verdad. Lo opuesto contiene
su propio opuesto, y por lo tanto no es la verdad.
Para comprender este problema bien a fondo,
hemos de darnos cuenta de todas las contradicciones en que vivimos. Cuando
yo digo “te amo”, con ello van los celos, la envidia, la ansiedad, el
temor, lo cual es una contradicción. Y es esta contradicción la que debe
ser comprendida; y sólo se la puede comprender cuando uno se da cuenta de
ella sin condenarla ni justificarla; observándola, sin más. Y, para
observarla pasivamente, uno ha de comprender todos los procesos de la
justificación y de la condena.
No es cosa fácil el observar algo
pasivamente; pero al comprender eso, empieza uno a comprender el proceso
íntegro de las modalidades de nuestro pensar y sentir. Y cuando uno
percibe el significado total de la contradicción en uno mismo, ello
produce un cambio extraordinario: somos entonces nosotros mismos, no algo
que tratemos de ser. Ya no seguimos un ideal, ya no buscamos felicidad.
Somos lo que somos, y desde ahí podemos proseguir. Entonces no hay
posibilidad de contradicción.