LA TRIVIALIDAD
Existe un conflicto muy serio entre
lo que es y lo que debiera ser.
Primero
establecemos lo que debiera ser, el ideal y luego tratamos de vivir de
acuerdo con ese ideal. Decimos que la mente debiera ocuparse con cosas
nobles, con la abnegación, con la generosidad, con la bondad, con el amor.
Eso es el ideal, la creencia, lo que “debiera ser”; lo que “tiene que
ser”, y tratamos de vivir en conformidad con eso.
Se pone, pues, en movimiento un conflicto
entre la proyección de lo que debiera ser y la realidad, lo que es; y a
través de ese conflicto esperamos transformarnos. Mientras estemos en
lucha con el “debiera ser”, nos sentimos virtuosos, nos sentimos buenos.
Pero lo importante no es el “debiera ser” sino lo que es.
Por otro lado, podemos ver con bastante
claridad que con lo que se ocupa nuestra mente es, en realidad, con
trivialidades. Nuestra mente se ocupa de nuestra apariencia personal, con
la ambición, la codicia, la envidia, la murmuración, la crueldad. La mente
vive en un mundo de trivialidades; y una mente trivial que crea un noble
modelo sigue siendo trivial. No se trata, pues, de saber con qué la mente
debiera ocuparse, sino si puede la mente liberarse de las trivialidades.
Por poco que nos demos cuenta, por poco que nos exploremos, conocemos
nuestras propias trivialidades: charla incesante, eterna locuacidad de la
mente, preocupación, ansiedad por esto o por aquello, curiosidad acerca de
lo que la gente hace o no hace, intento de lograr un resultado, busca a
tientas del propio engrandecimiento, y así sucesivamente. Con eso nos
ocupamos, lo sabemos muy bien y ese es el problema.
Ahora bien, dándome cuenta de que mi mente
es trivial y que se ocupa con trivialidades, he dado el paso para
liberarme de esta condición. La mente es trivial por su propia naturaleza.
La mente es el resultado de la memoria. Memoria de cómo sobrevivir, no
sólo física sino psicológicamente mediante el desarrollo de ciertas
cualidades y virtudes, el acopio de experiencias, de reafirmación de sí
misma en sus propias actividades. Y eso es sumamente trivial. Siendo el
resultado de la memoria, del tiempo, la mente en sí es trivial.
Es obvio que la mente no puede liberarse de su propia trivialidad;
cualquier cosa que haga, sigue siendo trivial. No puede hacer nada. La
mente, que es actividad egocéntrica, no puede libertarse de esa actividad.
Puede especular acerca de Dios, puede idear sistemas políticos, puede
inventar creencias; pero sigue estando en el ámbito del tiempo, su cambio
sigue siendo de recuerdo en recuerdo, continúa atada por su propia
limitación.
La mente no puede terminar con esa
limitación. Esa limitación desaparece cuando la mente está serena, cuando
no está activa, cuando reconoce sus propias trivialidades, por grandes que
las haya imaginado. Cuando la mente, habiendo visto sus trivialidades, se
da plena cuenta de ellas y por lo tanto se aquieta realmente, sólo
entonces existe una posibilidad de que esas trivialidades desaparezcan.
Pero mientras ocupemos la mente con lo que fuere o dejemos que ella campe
a sus anchas, ella estará ocupada con trivialidades, sea que construya una
iglesia, que se dedique a la oración o visite un santuario.
La mente en sí es mezquina, pequeña, y con
sólo decir que es mezquina no hemos disuelto su mezquindad, su pequeñez.
Tenemos que comprenderla, la mente tiene que reconocer sus propias
actividades; y en el proceso de ese reconocimiento, en la alerta
percepción de las trivialidades que consciente o inconscientemente ella ha
cimentado, la mente se aquieta. En esa quietud hay un estado creador, y
éste es el factor que trae la transformación.