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TIEMPO Y ESPACIO
El
tiempo destruye todo cuanto crea, y el fin de toda secuencia temporal es,
para la entidad implicada en ella, la muerte en una u otra forma. La muerte
es enteramente trascendida sólo cuando es trascendido el tiempo; la
inmortalidad está reservada a la conciencia que ha atravesado lo temporal y
se halla en lo intemporal. Para todas las demás conciencias existe en el
mejor de los casos una supervivencia o un renacer, y tanto la una como lo
otro entrañan ulteriores secuencias temporales, así como la recurrencia
periódica de otras muertes, otras disoluciones. En todas las filosofías y
religiones tradicionales del mundo, el tiempo es considerado como el enemigo
y el autor del engaño, como la prisión y la cámara de torturas. Sólo en
calidad de instrumento, de medio para la consecución de un fin distinto,
posee un valor positivo; no en vano proporciona el tiempo al alma encarnada
las oportunidades para trascender el tiempo; cada instante de cada secuencia
temporal es potencialmente la puerta a través de la cual podemos, si lo
deseamos, pasar a la eternidad. Todos los bienes temporales son medios para
la consecución de un fin situado más allá de sí mismos; no han de ser
tratados como fines por derecho propio.
Los bienes materiales habrán de ser tenidos en gran estima por ser meramente
soportes del cuerpo que, en nuestra actual existencia, es necesario para la
consecución de la finalidad del hombre; ahora bien, su más alto y definitivo
valor consiste en que son medios para alcanzar ese desprendimiento del
propio yo que es condición previa a la consecución de lo eterno. Los bienes
del intelecto son verdades, y éstas, en un último análisis, son valiosas en
tanto en cuanto suprimen las ilusiones y los prejuicios que eclipsan a Dios.
Los bienes estéticos son preciados por ser simbólicos y análogos del saber
unitivo de la Realidad intemporal. Considerar cualquiera de estos bienes
temporales como algo autosuficiente, como un fin en sí mismo, es incurrir en
idolatría. Y la idolatría, que es fundamentalmente algo contrario a la
realidad e inapropiado a la realidad misma del universo, da por resultado,
en el mejor de los casos, la estulticia de quien la practica, en el peor de
los supuestos puede desembocar en el desastre.
El movimiento en el tiempo es irreversible en una dirección. "Vivimos hacia
delante", como decía Kierkegaard, "pero sólo entendemos las cosas hacia
atrás". Por si fuera poco, el flujo de la duración es indefinido e
inconcluso, un lapso perpetuo que no posee en sí mismo un patrón fijo al
cual acomodarse, una posibilidad de equilibrio o de simetría. Así, los días
alternan con las noches, las estaciones vuelven con regularidad, las plantas
y los animales tienen sus propios ciclos vitales y son sucedidos por sus
descendientes, iguales a ellos. Pero todos estos patrones, todas estas
simetrías y recurrencias, son características no del tiempo como es en sí,
sino del espacio y de la materia tal y como se relacionan con el tiempo en
nuestra conciencia.
Los días y las noches y las estaciones existen porque ciertos cuerpos
celestes se mueven de una forma determinada. Si a la tierra le llevara no un
año, sino un siglo recorrer su órbita completa en torno al sol, nuestra
percepción de la intrínseca carencia de forma que es propia del tiempo, de
su irrevocable avance en un solo sentido hacia la muerte de todas las
entidades en él implicadas, sería mucho más aguda de lo que es en realidad.
La mayor parte de nosotros, en esas hipotéticas circunstancias, no llegaría
a vivir para ver el ciclo de las cuatro estaciones, para vivir un año tan
largo, y no tendría, por tanto, experiencia de esa recurrencia y esa
renovación de las variaciones cósmicas sobre los temas conocidos que, con la
actual configuración astronómica, disimulan la naturaleza esencial del
tiempo al dotarlo, al menos en apariencia, de ciertas cualidades propias del
espacio. Ahora bien, el espacio es un símbolo de la eternidad, ya que en el
espacio existe la libertad, la reversibilidad del movimiento, y nada hay en
la naturaleza del espacio, como sí la hay en la del tiempo, que condene a
los que en él están implicados a la muerte inevitable, a la disolución.
Aún es más, cuando el
espacio contiene los cuerpos materiales, la posibilidad del orden, el
equilibrio, la simetría y un patrón determinado surgen de inmediato se trata
de la posibilidad, dicho en una palabra, de esa Belleza que junto con la
Bondad y la Verdad tiene lugar en la trinidad de la divinidad manifiesta. En
este contexto hay que hacer mención de un asunto altamente significativo. En
todas las artes cuya materia prima es de naturaleza estrictamente temporal,
el objetivo primordial del artista estriba en espacializar el tiempo. El
poeta, el dramaturgo, el novelista, el músico, toman un fragmento de un
perpetuo perecer, en el cual estamos condenados a emprender nuestro viaje de
sentido único hacia la muerte, e intentan dotarlo de algunas de las
cualidades del espacio, es decir, la simetría, el equilibrio, el orden (las
características generadoras de Belleza que son propias de un espacio que
contiene cuerpos), junto con la multidimensionalidad y la calidad de
permitir el movimiento en todas direcciones.
Esta espacialización
del tiempo se logra en la poesía y en la música mediante el empleo de rimas
y ritmos y cadencias recurrentes, mediante la constricción del material
dentro de formas convencionales, como son las del soneto o la sonata, y
mediante la imposición, sobre el fragmento elegido, de un comienzo, un medio
y un final. Lo que de denomina construcción en el drama y en la
narración está al servicio de ese mismo propósito espacializador. El
objetivo en todos los casos consiste en dar forma a lo que esencialmente
carece de ella, imponer orden y simetría sobre lo que es en realidad puro
fluir indefinido hacia la muerte. El hecho de que todas las artes que se
ocupan de las secuencias temporales hayan intentado siempre espacializar el
tiempo indica muy a las claras la naturaleza de la reacción natural y
espontánea del hombre frente al tiempo, y arroja luz sobre el significado
del espacio en tanto símbolo de ese estado intemporal, hacia el cual, por
medio de todos los impedimentos de la ignorancia, aspira consciente o
inconscientemente el espíritu del hombre.
Ciertos
filósofos occidentales de las últimas generaciones han realizado un
intento consistente en dar una posición más crucial al tiempo,
extrayéndolo del contexto que le habían asignado las religiones
tradicionales y los sentimientos más comunes de la humanidad. De esta
manera, bajo la influencia de las teorías evolutivas, el tiempo es
considerado creador de los más elevados valores, de modo que hasta Dios
mismo es emergente, producto del flujo unidireccional del perpetuo
perecer, y no (como en las religiones tradicioneles) mero testigo
intemporal del tiempo, que lo trasciende y que, debido a esa
trascendencia, es capaz de ser inmanente al tiempo.
Estrechamente
aliada a la teoría de la emergencia está la idea bergsoniana de que la
"duración" es la realidad primaria y definitiva, y de que la "fuerza
vital" tiene existencia única y exclusivamente dentro de ese flujo. En
otro orden de ideas hay que contar con las filosofías de la Historia,
hegelianas y marxistas, en las que la Historia se escribe siempre con
mayúscula y se hipostasía como providencia temporal que trabaja a favor de
la plasmación del reino del cielo en la tierra -reino del cielo en la
tierra que, según Hegel, sería una versión glorificada del estado prusiano
y que, según Marx, que no en vano fue desterrado por las autoridades de
dicho estado, sería la dictadura del proletariado, "inevitable" en razón
del proceso de la dialéctica y conducente en suma a una sociedad sin
clases-. Estas visiones de la historia dan por sentado el hecho de que lo
divino, la Historia, el proceso cósmico, el Geist o la entidad que
utilice el tiempo para cumplir sus propósitos, llámese como se llame, se
ocupa de la humanidad en masa, y no del hombre y de la mujer en tanto
individuos; tampoco se ocupa de la humanidad en un momento determinado,
sino de la humanidad en tanto sucesión constante de generaciones. Ahora
bien, no parece haber absolutamente ninguna razón que nos lleve a suponer
la existencia de un alma colectiva de las sucesivas generaciones, capaz de
experimentar, comprender y obrar en consecuencia de los impulsos
transmitidos por el Geist, la Historia, la fuerza vital y todo lo
demás. Muy al contrario, todas las pruebas apuntan al hecho de que es el
alma individual, encarnada en un momento concreto del tiempo, la que por
sí sola puede establecer contacto con lo divino, por no mencionar al resto
de las almas.
La creencia (que se
basa en hechos obvios, evidentes por sí mismos) de que la Humanidad está
representada en cualquier momento dado por las personas que componen la
masa, y de que todos los valores de la Humanidad residen en esas personas,
es tenida por algo absurdamente carente de profundidad por todos estos
filósofos de la historia. Sin embargo, el árbol es conocido por sus
frutos. Quienes creen en la primacía de las personas y quienes piensan que
la Finalidad de todas las personas es trascender el tiempo y alcanzar
aquello que es eterno e intemporal, son siempre, como es el caso de los
hindúes, los budistas, los taoístas, los cristianos primitivos, abogados
de la no violencia, la gentileza, la paz y la tolerancia. Quienes, al
contrario, prefieren ser "profundos" a la manera de Hegel y Marx, quienes
piensan que la Historia se ocupa de la Humanidad en la Masa y de la
Humanidad en tanto sucesión de generaciones, y no del hombre y de la mujer
de aquí y de ahora, son indiferentes a la vida humana y a los valores
personales, adoran a los Molochs que denominan Estado y Sociedad y están
confiadamente preparados para sacrificar a las sucesivas generaciones de
personas reales, de carne y hueso, cada una con su propio rostro, en aras
de la felicidad enteramente hipotética que, sobre ninguna base
discernible, piensan que será el destino de la Humanidad en un futuro
distante.
La política de
aquellos que consideran la eternidad como realidad definitiva se concentra
en el presente, en los modos y maneras de organizar el mundo presente de
forma tal que imponga la mínima cantidad de obstáculos que sea posible en
el camino de la liberación individual del yugo del tiempo y de la
ignorancia; quienes, por el contrario, consideran el tiempo como la
realidad definitiva, se preocupan sobre todo del futuro, y consideran el
mundo presente y sus habitantes como mero desecho, como carne de cañón,
esclavos potenciales a los que cabe explotar en cualquier momento, así
como aterrorizar, liquidar o hacer volar en pedazos, con objeto de que
esas personas que tal vez nunca lleguen a nacer, en un futuro del cual
nada se puede saber con el más mínimo grado de certeza, puedan disponer de
esa vida maravillosa que los revolucionarios de hoy en día, y los que
hacen la guerra, piensan que les corresponde por la fuerza. Si la locura
no rayase en la criminalidad, uno se sentiría tentado de echarse a reír.
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