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Textos 2.
El
conocimiento más profundo parece necesariamente -¡y debe parecer! una
tontería y, en determinadas circunstancias, un crimen cuando llega
indebidamente a oídos de quienes no están hechos ni predestinado para él.
Lo
esotérico y lo exotérico, distinción esta que se hacía antiguamente entre
los filósofos, tanto entre los indios como entre los griegos, persas y
musulmanes, en suma, en todos los sitios donde se creía en un orden
jerárquico y no en la igualdad y en los derechos iguales, -no se diferencian
entre sí tanto porque porque el exotérico se encuentre fuera y sea desde
fuera, no desde dentro, desde donde él ve, aprecia, mide y juzga las cosas:
lo más esencial es que él ve las cosas desde abajo arriba, -¡el esotérico,
en cambio, de arriba abajo! Hay alturas del alma que hacen que,
vista desde ellas, hasta la tragedia deje de producir un efecto trágico; y
si se concentrase en unidad todo el dolor del mundo, ¿a quién le sería
lícito atreverse a decidir si su aspecto induciría y forzaría
necesariamente
a la compasión y, de este modo, a una duplicación del dolor?...
Lo
que sirve de alimento o de tónico a una especie superior de hombres tiene
que ser casi un veneno para una especie muy diferente de aquélla e inferior.
Las virtudes del hombre vulgar significarían tal vez vicios y debilidades en
un hombre superior; sería posible que un hombre de alto linaje, sólo en el
supuesto de que llegase a degenerar y sucumbir, adquiriese propiedades por
razón de las cuales fuese necesario venerarlo desde ese momento como santo
en el mundo inferior a que había descendido.
Hay
libros que tienen un valor inverso para el alma y para la salud, según que
de ellos se sirvan el alma inferior, la fuerza vital inferior, o el alma
superior y más poderosa: en el primer caso son libros peligrosos,
corrosivos, disolventes, en el segundo, llamadas de heraldo que invitan a
losmás valientes a mostrar su valentía. Los libros para todos son
siempre libros que huelen mal: el olor de las gentes pequeñas se adhiere a
ellos. En los lugares donde el pueblo come y bebe, e incluso donde rinde
veneración, suele heder. No debemos entrar en iglesias si queremos respirar
aire puro.
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Dado
que desde que hay hombres ha habido también en todos los tiempos rebaños
humanos (agrupaciones familiares, comunidades, estirpes, pueblos, Estados,
Iglesias), y que siempre los que han obedecido han sido muchísimos en
relación con el pequeño número de los que han mandado, -teniendo en cuenta,
por lo tanto, que la obediencia ha sido hasta ahora la mejor y más
prolongadamente ensayada y cultivada entre los hombres, es lícito presuponer
en justicia que, hablando en general, cada uno lleva ahora innata en sí la
necesidad de obedecer, cual una especie de conciencia formal que
ordena: "se trate de lo que se trate, debes hacerlo incondicionalmente, o
abstenerte de ello incondicionalmente", en otras palabras, "tú debes".
Esta
necesidad sentida por el hombre intenta saturarse y llenar su forma con un
contenido; en esto, de acuerdo con su fortaleza, su impaciencia y su
tensión, en esta necesidad actúa de manera poco selectiva, como un apetito
grosero, y acepta lo que le grita al oído cualquiera de los que mandan
-padres, maestros, leyes, prejuicios estamentales, opiniones públicas-. La
extraña limitación del desarrollo humano, el carácter indeciso, lento, a
menudo regresivo y tortuoso de ese desarrollo descansa en el hecho de que el
instinto gregario de obediencia es lo que mejor se hereda, a costa del arte
de mandar. Si imaginamos ese instinto llevada hasta sus últimas
aberraciones, al final faltarán hombres que manden y sean independientes, o
éstos sufrirán interiormente de mala conciencia y tendrán necesidad,
para poder mandar, de simularse a sí mismos un engaño, a saber: el de que
también ellos se limitan a obedecer.
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El
hombre perteneciente a una época de disolución, la cual mezcla unas razas
con otras, el hombre que, por ser tal, lleva en su cuerpo la herencia de una
ascendencia multiforme, es decir, instintos y criterios de valor antitéticos
y, a menudo, ni siquiera sólo antitéticos, que se combaten recíprocamente y
raras veces se dan descanso, -tal hombre de las culturas tardías y de las
luces refractadas será de ordinario un hombre bastante débil: su aspiración
más radical consiste en que la guerra que él es finalice alguna
vez; la felicidad se le presenta ante todo, de acuerdo con una medicina y
una mentalidad tranquilizantes (por ejemplo epicúreas o cristianas), como la
felicidad del reposo, de la tranquilidad, de la saciedad, de la unidad
final, como el "sábado de los sábados", para decirlo con el santo retórico
Agustín, que era, él mismo, uno de esos hombres. -Si, en cambio, la
antítesis y la guerra actúan en una naturaleza de ese género como un
atractivo y un estimulante más de la vida, -y si, por otro lado,
una auténtica maestría y sutileza en guerrear consigo mismo, es decir, en el
dominarse a sí mismo, en engañarse a sí mismo, se añaden, por herencia y por
crianza, a sus instintos poderosos e inconciliable: entonces surgen aquellos
seres mágicamente inaprehensibles e inimaginables, aquellos hombres
enigmáticos predestinados a vencer y a seducir, cuya expresión más bella son
Alcíbiades y Cesar (-a quienes me gustaría añadir aquel que fue, para mi
gusto, el primer europeo, Federico II Hohenstaufen), y, entre
artistas, tal vez Leonardo da Vinci. Ellos aparecen cabalmente en las mismas
épocas en que ocupa el primer plano aquél tipo más débil, con su deseo de
reposo: ambos tipos se hallan relacionados entre sí y surgen de causas
idénticas.
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