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Padres y maestros.
La verdadera educación comienza con el educador, quien debe conocerse a sí
mismo y estar libre de patrones de pensamiento ya establecidos; porque según
es él así será su enseñanza. Si él no ha recibido verdadera educación, ¿qué
puede enseñar que no sea el conocimiento mecánico en que se ha educado? El
problema, por lo tanto, no es el niño, sino los padres y el maestro. El
problema principal, pues, es educar al educador.
Si nosotros, que somos los educadores, no nos comprendemos a nosotros
mismos, si no entendemos nuestras relaciones con el niño, sino que lo
atestamos de información y lo preparamos para aprobar exámenes, ¿cómo
podemos crear una nueva clase de educación? El alumno va a la escuela a
recibir dirección y ayuda; pero si el director, el ayudador, está confuso y
dominado por teorías, es estrecho de criterio y nacionalista, entonces,
naturalmente, su alumno será lo que es el maestro; y la educación se
convierte en una fuente de más confusión y lucha.
Si vemos la verdad de esto, nos daremos cuenta de lo importante que es
empezar por educarnos nosotros mismos en la forma debida. Tener gran interés
en nuestra propia reeducación, es mucho más necesario que preocuparnos por
el futuro bienestar y la seguridad de los niños.
Educar al educador, es decir, hacer que se entienda a sí mismo, es una de
las empresas más difíciles, porque la mayor parte de nosotros estamos ya
cristalizados dentro de un sistema de pensamiento o dentro de un molde de
acción; nos hemos dado ya a una ideología, a una religión, o a una norma
determinada de conducta. Por esto enseñamos al niño QUÉ y no CÓMO pensar.
Más todavía, los padres y los maestros están mayormente ocupados con sus
propios conflictos y penas. Ricos o pobres, la mayor parte de los padres
están absortos en sus propias ansiedades y aflicciones. No están seriamente
interesados en el actual deterioro moral y social, sino que sólo desean que
sus hijos logren la debida preparación para vivir en el mundo. Sienten
ansiedad por el futuro de sus hijos, anhelosos de educarlos a fin de
consigan colocaciones permanentes o que se casen bien.
Contrario a la creencia general, la mayoría de los padres de familia no aman
a sus hijos, aunque dicen que sí los aman. Si los amaran de verdad, no
darían tanta importancia a la familia y a la nación en oposición a la
totalidad del mundo, lo que crea divisiones raciales y sociales entre los
seres humanos y trae como consecuencia la guerra y el hambre. Es realmente
extraordinario que mientras la gente se adiestra rigurosamente para ser
abogados o médicos, pueden llegar a ser también padres de familia sin haber
tenido preparación alguna que los equipe para esta tarea de tanta
importancia.
Frecuentemente la familia, con sus tendencias de segregación, estimula el
proceso general de aislamiento, convirtiéndose así en un factor deteriorante
en la sociedad. Es sólo cuando hay amor y comprensión que las paredes del
aislamiento se derrumban, y entonces la familia no es por más tiempo un
círculo cerrado, ni una prisión, ni un refugio; entonces los padres de
familia están en comunión, no solamente con sus hijos sino también con sus
vecinos.
Al concentrarse en sus propios problemas, muchos padres pasan a los maestros
la responsabilidad por el bienestar de sus hijos, y entonces es importante
que el educador se ocupe también de educar a los padres.
El educador debe hablarles a los padres, explicándoles que el estado de
confusión mundial refleja su propia confusión individual. Debe señalar que
el progreso científico en sí no puede traer el cambio radical alguno en los
valores existentes; que el adiestramiento técnico, que es lo que hoy se
llama educación, no le ha dado al ser humano libertad ni lo ha hecho más
feliz; y que condicionar al alumno para que acepte el ambiente prevaleciente
no puede conducir al desarrollo de la inteligencia. Debe decirles a los
padres lo que está tratando de hacer en beneficio de sus hijos, y cómo es
que lo está haciendo. Tiene que despertar la confianza de los padres, no
asumiendo la actitud de un especialista que trabaja con profanos ignorantes,
sino hablando con ellos del temperamento del niño, de sus dificultades y
aptitudes y así sucesivamente.
Si el maestro está realmente interesado en el niño como individuo, los
padres tendrán confianza en él. En este proceso el maestro educa a los
padres y se educa a sí mismo, aprendiendo de ellos a la vez. La verdadera
educación es una tarea mutua, que exige paciencia, consideración y afecto.
En una comunidad culta, los maestros ilustrados podrían resolver este
problema de cómo educar a los niños, y deben efectuarse experimentos en
pequeña escala en torno de esta cuestión por maestros interesados y padres
reflexivos.
¿Se preguntan los padres alguna vez por qué tienen hijos? ¿Es acaso para
perpetuar su nombre o para mantener su propiedad? ¿Quieren hijos meramente
para su propio deleite, para satisfacer sus necesidades emocionales? Si es
así, entonces los hijos se convierten en meras proyecciones de los deseos y
temores de sus padres.
¿Pueden los padres reclamar que aman a sus hijos, cuando al educarlos
erróneamente, fomentan la envidia, la enemistad y la ambición? ¿Es acaso el
amor el que estimula los antagonismos nacionales y raciales que conducen a
la guerra, a la destrucción y a la completa miseria, el que coloca al hombre
frente al hombre en nombre de la religión y de las ideologías?
Muchos padres alientan a sus hijos a seguir por los caminos que conducen al
conflicto y al dolor, no sólo permitiéndoles que se sometan a una clase de
educación errónea, sino dándoles el mal ejemplo de su propia conducta; y
entonces, cuando los hijos crecen y sufren, oran por ellos o buscan excusas
por su comportamiento. El sufrimiento de los padres por sus hijos es una
forma de compasión posesiva de sí mismos que sólo existe cuando no hay amor.
Si los padres aman a sus hijos, no serán nacionalistas, ni se identificarán
con ningún país; porque el culto al Estado trae la guerra, que mata o mutila
a sus hijos. Si los padres aman a sus hijos, descubrirán cuáles son las
verdaderas relaciones del hombre con la propiedad, porque el instinto de
posesión le ha dado a la propiedad una enorme y falsa significación que está
destruyendo al mundo. Si los padres aman a sus hijos, no pertenecerán a
ninguna religión organizada, porque el dogma y las creencias dividen a la
gente en grupos opuestos, creando así antagonismos entre los hombres. Si los
padres aman a sus hijos, suprimirán la envidia y la lucha y comenzarán a
cambiar fundamentalmente la estructura de la sociedad actual.
Mientras queramos que nuestros hijos sean poderosos, que tengan mayores y
mejores colocaciones, que tengan más y más éxito en la vida, no hay amor en
nuestros corazones, porque el culto al éxito estimula el conflicto y la
miseria. Amar a los hijos significa estar en completa comunión con ellos; es
tratar de que reciban la clase de educación que les ayude a ser sensibles,
inteligentes e integrados.
Lo primero que un maestro debe preguntarse cuando decide qué desea enseñar,
es qué exactamente entiende por enseñar. ¿Va a enseñar las asignaturas
corrientes de la manera acostumbrada? ¿Quiere condicionar al alumno a que se
convierte en una pieza de la maquinaria social, o quiere ayudarle a
convertirse en un ser humano integrado, creador, una amenaza para los falsos
valores? Y si el educador ha de ayudar al alumno a examinar y entender y los
valores y las influencias que le rodean, y de las cuales forma parte, ¿no
debe el maestro comprenderlos también? Si uno es ciego, ¿podrá ayudar a los
demás a cruzar a la otra orilla?
Indudablemente, el maestro es el primero que debe empezar a ver las cosas
como son. Debe estar constantemente alerta, intensamente alerta a sus
propios pensamientos y sentimientos, consciente de la manera en que él está
condicionado, consciente de sus acciones y reacciones; porque de esta
actitud alerta surge la inteligencia, y con ella una radical transformación
en sus relaciones con la gente y con las cosas.
La inteligencia no tiene nada que ver con pasar exámenes. La inteligencia es
la percepción espontánea que hace al ser humano fuerte y libre. Para
despertar la inteligencia de un niño, debemos entender nosotros mismos qué
es la inteligencia; porque, ¿cómo vamos a pedirle a un niño que sea
inteligente si nosotros permanecemos ininteligentes en tantos respectos? El
problema no consiste solamente en las dificultades del alumno, sino también
en las nuestras; los temores acumulados, la infelicidad y las frustraciones
de las cuales no estamos libres. Para ayudar al niño a que sea inteligente,
tenemos que desmoronar dentro de nuestro fuero interno los obstáculos que
nos hacen torpes e irreflexivos.
¿Cómo podemos enseñarles a los niños que no busquen seguridad personal si
nosotros mismos estamos persiguiéndola? ¿Qué esperanza hay para el niño si
nosotros, que somos los padres y los maestros, no somos enteramente
vulnerables a la vida, si levantamos paredes a nuestro alrededor para
protegernos? Para descubrir la verdadera significación de esta lucha por la
seguridad, que causa tal caos en el mundo, debemos empezar a despertar
nuestra propia inteligencia, dándonos cuenta de nuestros procesos
psicológicos; debemos empezar cuestionando todos los valores que ahora nos
aprisionan.
No debemos continuar ajustándonos impensadamente a los patrones en que
eventualmente hemos sido educados. ¿Cómo puede haber armonía en el
individuo, y por lo tanto en la sociedad, si no nos entendemos a nosotros
mismos? A menos que el educador se comprenda a sí mismo, a menos que vea sus
propias reacciones condicionadas y comience a libertarse de los valores
existentes, ¿cómo es posible que despierte la inteligencia del niño? Y si no
pude despertar la inteligencia del niño, ¿cuál es su función entonces?
Es sólo mediante la comprensión de los procedimientos de nuestro propio
pensar y sentir, que podremos ayudar al niño a ser un ser humano libre; y si
el educador está vitalmente interesado en estas cosas, entenderá
profundamente, no sólo al niño, sino también se entenderá a sí mismo.
Muy pocos de nosotros observamos nuestros propios pensamientos y
sentimientos. Si son evidentemente feos, no entendemos toda su
significación, sino que tratamos simplemente de refrenarlos o de
rechazarlos. No nos damos cuenta exacta de nosotros mismos. Nuestros
pensamientos y sentimientos son esteriotipados, automáticos. Aprendemos
algunas asignaturas, reunimos alguna información, y entonces tratamos de
pasársela a los niños.
Pero si estamos vitalmente interesados, no solamente trataremos de averiguar
las experiencias educativas que se realizan en diferentes partes del mundo,
sino que también procuraremos ser muy claros en nuestro enfoque del asunto
en su totalidad; nos preguntaremos por qué y con qué propósito nos educamos
y educamos a nuestros hijos; investigaremos la significación de la
existencia, las relaciones del individuo con la sociedad y así
sucesivamente. Desde luego que los educadores deben darse cuenta de estos
problemas y tratar de ayudar al niño a descubrir la verdad acerca de ellos,
sin imponerle sus propias idiosincrasias y hábitos de pensamiento.
Seguir un sistema por el mero hecho de seguirlo, ya sea político o
educativo, no resolverá nunca nuestros muchos problemas sociales; y es de
mayor importancia entender la manera de hacer frente a un problema, que
entender el problema en sí.
Si los niños han de estar libres de temor, ya sea de sus padres, de su
ambiente o de Dios, el propio educador no debe tener temor. Pero ésa es la
dificultad; encontrar maestros que no sean víctimas de alguna clase de
miedo. El temor restringe el pensamiento y limita la iniciativa; y un
maestro lleno de miedo no puede de ninguna manera enseñar la profunda
significación de estar libre de él. Como la bondad, el temor es contagioso.
Si el educador mismo siente temor oculto, se lo comunicará a sus alumnos,
aún cuando la contaminación no sea visible de inmediato.
Supongamos, por ejemplo, que un maestro le tiene miedo a la opinión pública;
aunque ve lo absurdo de su miedo, no puede transcenderlo. ¿Qué ha de hacer?
Por lo menos puede reconocerlo en su fuero interno, y puede ayudar a sus
alumnos a entender el miedo, explicándoles su estado psicológico y hablando
francamente con ellos sobre el particular. Esta manera franca y sincera de
enfocar el asunto estimulará a los alumnos a ser igualmente francos y
sinceros consigo mismos y con el maestro.
Para darle libertad al niño, el propio maestro debe comprender perfectamente
las implicaciones y el pleno significado de la libertad. El ejemplo y la
compulsión en ninguna forma ayudan a crear la libertad; y es sólo actuando
en completa libertad que se puede llegar al descubrimiento de uno mismo y a
la comprensión.
El niño está influenciado por la gente y las cosas que lo rodean, y el
verdadero educador debe ayudarle a descubrir esas influencias y su verdadero
mérito. Los valores verdaderos no se descubren por la autoridad de la
sociedad ni de la tradición; sólo la reflexión individual puede revelarlos.
Si uno entiende todo esto profundamente, estimulará al alumno desde el
principio a despertar su comprensión de los valores sociales e individuales
del presente. Lo estimulará a que escudriñe no un grupo determinado de
valores, sino el verdadero valor de todas las cosas. Le ayudará a no tener
miedo, que es sentirse libre de todo dominio, ya sea del maestro, de la
familia o de la sociedad, de manera que pueda florecer como individuo en
amor y bondad. Al orientar al alumno hacia la libertad, el educador está
también cambiando sus propios valores; él también comienza a sentirse libre
del “mí” y de lo “mío”, él también florece en amor y bondad. Este proceso de
educación mutua crea una relación completamente diferente entre el maestro y
el alumno.
El dominio o la compulsión, de cualquier clase que sea, es un obstáculo
directo para la libertad y la inteligencia. El verdadero educador no tiene
autoridad ni poder en la sociedad; está más allá de los edictos y las
sanciones de la sociedad. Si hemos de ayudar al alumno a liberarse de los
obstáculos que él mismo y su ambiente le han creado, entonces cualquier
forma de dominio o compulsión debe comprenderse y rechazarse; y esto no
puede hacerse si el educador no está liberándose de toda autoridad
perjudicial.
Seguir a otro, no importa lo grande que sea, impide el descubrimiento de los
procedimientos del yo; correr tras las promesas de una utopía hecha a
medida, hace que la mente no comprenda en absoluto la acción envolvente de
su propio deseo de seguridad, de autoridad, de la ayuda de alguna otra
persona. El sacerdote, el político, el abogado, el militar, están todos allí
para “ayudaros”; pero tal ayuda destruye la inteligencia y la libertad. La
ayuda que necesitamos no está fuera de nosotros. No tenemos que pedir ayuda:
viene sin que la busquemos cuando somos humildes en nuestro trabajo
consagrado, cuando estamos receptivos a la comprensión de nuestras
aflicciones y reveses cotidianos.
Debemos evitar el anhelo consciente o inconsciente de apoyo y estímulo,
porque tal deseo crea su propia reacción, que es siempre halagadora. Es
confortable tener a alguien que nos estimule, que nos guíe, para calmarnos;
pero este hábito de recurrir a otro para que nos sirva de guía, de
autoridad, pronto se convierte en veneno en nuestra propia naturaleza. En el
momento en que dependemos de otro para nuestra orientación, olvidamos
nuestra intención original, que era despertar la libertad individual y la
inteligencia.
Toda autoridad es un inconveniente, y es esencial que el maestro no se
convierta en autoridad para sus alumnos. El establecer la autoridad es un
proceso consciente e inconsciente al mismo tiempo.
El alumno está inseguro, tentando su camino, pero el maestro está seguro de
su conocimiento y tiene la fortaleza de su experiencia. La seguridad y la
fortaleza del maestro le dan seguridad al alumno, cuya tendencia es reposar
cómodamente al calor de esa lumbre; pero esa seguridad no es real ni
duradera. Un maestro que consciente o inconscientemente estimula la
dependencia no puede ser jamás de gran ayuda para sus alumnos. Pede
apabullarlos con sus conocimientos, deslumbrarlos con su personalidad, pero
no es la verdadera clase de educación porque su conocimiento y experiencia
son su pasión, su seguridad, su prisión y mientras no se liberte de estas
trabas no podrá ayudar a sus alumnos a convertirse en seres humanos
integrados.
Para ser un verdadero educador, un maestro debe estar constantemente
independizándose de los libros y los laboratorios; debe estar siempre alerta
para que sus alumnos no lo tomen como ejemplo, como ideal, como autoridad.
Cuando el maestro desea plasmarse en sus alumnos, cuando el éxito de ellos
es el éxito de él, entonces su enseñanza es una forma de continuación de sí
mismo, lo cual es pernicioso para el autoconocimiento y la libertad. El
verdadero educador debe tener en cuenta estos inconvenientes a fin de poder
ayudar a sus alumnos a liberarse, no sólo de su autoridad sino también de
los anhelos de ellos mismos.
Desgraciadamente, cuando llega el momento de comprender un problema, la
mayor parte de los maestros no tratan al alumno de igual a igual; desde su
posición superior, dan instrucciones al alumno que está muy por debajo de
ellos. Tal manera de manera de relacionarse con el discípulo fortalece el
temor en el maestro y en el alumno. ¿Qué es lo que crea esta desigual
relación? ¿Es qué el maestro tiene miedo de que descubran sus fallas?
¿Mantiene él una distancia decorosa para proteger su susceptibilidad y su
importancia? Tal actitud de superioridad y reserva no ayuda en manera alguna
a derribar las barreras que separan a los individuos. Después de todo el
educador y su alumno se ayudan mutuamente para educarse a sí mismos.
Toda relación debe ser mutua educación; y como el aislamiento protector que
proporcionan el conocimiento, el éxito, la ambición, sólo crean envidia y
antagonismo, el verdadero educador debe trascender estas murallas que él
mismo se circunda.
Puesto que el verdadero educador está dedicado completamente a conseguir la
libertad y la integración del individuo es por tal razón profunda y
sinceramente religioso. No pertenece a ninguna secta, ni a ninguna religión
organizada; está libre de creencias y de ritos, porque sabe que son
únicamente ilusiones, fantasías, supersticiones proyectadas por los deseos
de quienes las crean. Sabe que la realidad o Dios se manifiesta sólo cuando
hay conocimiento propio y por lo tanto libertad.
Las personas que no tienen títulos académicos con frecuencia resultan ser
los mejores maestros, porque están dispuestos a experimentar; no siendo
especialistas, su interés es aprender, comprender la vida. Para el verdadero
maestro, la enseñanza no es una técnica, es una forma de vida; como un gran
artista, primero se moriría de hambre antes de abandonar su trabajo creador.
A menos que uno tenga este ardiente deseo de enseñar, no debe ser maestro.
Es de suprema importancia descubrir por sí mismo si se tiene ese don, y no
meramente flotar a la deriva en esta profesión porque es un medio de ganarse
la vida.
Mientras la enseñanza sea una simple profesión, un medio de vida, y no una
vocación consagrada, tendrá que haber un abismo entre le mundo y nosotros;
nuestra vida hogareña y nuestra labor permanecerán distintas y separadas.
Mientras la educación sea un empleo como otro cualquiera, son inevitables el
conflicto y la enemistad, entre los individuos y entre las varias clases
sociales; habrá más competencia, despiadada ambición personal, y divisiones
raciales y nacionales que crean antagonismos y guerras interminables.
Pero si nosotros nos dedicamos a ser verdaderos educadores, no creamos
barreras entre la vida del hogar y la de la escuela, porque en todas partes
nos preocupan la libertad y la inteligencia. Consideramos igualmente a los
hijos de los ricos y a los de los pobres; respetamos a cada niño como un
individuo con su temperamento particular, su herencia, sus ambiciones, etc.
Nos sentimos interesados, no en una clase determinada, no en los poderosos o
en los débiles, sino en la libertad y la integración del individuo.
La dedicación ala verdadera educación debe ser completamente voluntaria. No
debe ser resultado de ninguna clase de persuasión ni de esperanza de
recompensa personal; y debe estar libre de los temores que nacen del anhelo
de tener éxito y logros en la vida. Nuestra identificación con el éxito o
fracaso de una escuela está todavía dentro del campo de los motivos
personales. Si enseñar es nuestra vocación, si creemos que la verdadera
educación es una necesidad vital del individuo, entonces no permitiremos que
nuestras ambiciones o las de otros nos obstaculicen o nos desvíen;
encontraremos tiempo y oportunidad para este trabajo y nos dedicaremos a él
sin esperar recompensa, honores o fama. Todas las otras cosas de la vida, la
familia, la seguridad personal y la comodidad, serán de importancia
secundaria.
Si pensamos con seriedad en ser verdaderos maestros, nos sentiremos
totalmente satisfechos, no con un sistema educativo determinado, sino con
todos los sistemas, porque sabemos que ningún método educativo puede
libertad al individuo. Un método o sistema puede condicionarlo a una serie
diferente de valores, pero no podrá hacerlo libre.
Tenemos que estar muy alertas para evitar caer en nuestro propio sistema
particular que la mente está siempre edificando. Tener una norma de
conducta, de acción, es un procedimiento conveniente y seguro y es por eso
que la mente se refugia en sus formulismos. El estar constantemente en
actitud alerta nos exige y nos incomoda, más el desarrollar y seguir un
método o sistema no demanda reflexión.
La repetición y el hábito estimulan la mente a la pereza; se necesita un
choque emocional para despertarla, que es lo que entonces llamamos problema.
Tratamos de resolver este problema de acuerdo con nuestras gastadas
explicaciones, justificaciones y reprobaciones, todo lo cual hace que la
mente se eche a dormir otra vez. La mente se deja atrapar constantemente en
este estado de pereza, y el verdadero educador no sólo le pone fin a esto en
su fuero íntimo, sino que ayuda a sus alumnos para que se den cuenta de
ello.
Algunos pueden preguntar: ¿Cómo se convierte uno en verdadero educador? Con
toda seguridad, el preguntar como indica no una mente libre, sino timorata
que busca una ventaja, un resultado. La esperanza y el esfuerzo de ser algo
en la vida hacen que la mente se ajuste al fin deseado; mientras que la
mente libre está siempre ojo avizor, aprendiendo, y por lo tanto, se abre
paso por entre los obstáculos proyectados por sí misma.
La libertad está al principio, no es algo que ha de alcanzarse al final.
Desde el momento que uno pregunta “cómo”, se tropieza con dificultades
insuperables y el maestro que está ansioso de dedicar su vida a la
educación, nunca hará esta pregunta, porque sabe que no hay método por el
cual puede uno convertirse en verdadero educador. Cuando uno está realmente
interesado no pide un método que le asegure el resultado deseado.
¿Puede algún método hacernos inteligentes? Podemos pasar por toda la
complejidad de un sistema, ganar títulos y así sucesivamente; pero, ¿seremos
entonces educadores, o meramente la personificación de un sistema? Buscar
recompensas, querer que se nos llame educadores prominentes, es tener ansias
de reconocimiento y de elogio; y aunque en ocasiones es agradable ser
apreciado y estimulado, si uno depende de ello para mantener su interés,
estos estímulos se convierten en un soporífero del que pronto nos hastiamos.
Esperar reconocimiento y estímulo revela inmadurez.
Si se ha de crear algo nuevo, debe haber comprensión y energía, no
quisquillas y disputas. Si uno se siente frustrado en su trabajo,
seguramente se cansará y se aburrirá. Si uno no siente interés,
evidentemente no debe seguir enseñando.
¿Por qué hay con frecuencia falta de interés vital entre los maestros? ¿Qué
es lo que los hace sentir frustrados? La frustración no es el resultado de
verse obligado por las circunstancias a hacer esto o aquello; surge cuando
no sabemos por nosotros mismos qué es lo que realmente deseamos hacer.
Estando confundidos, se nos empuja de un lado para otro y caemos finalmente
en algo que no nos ofrece atractivo.
Si enseñar es nuestra verdadera vocación. Tal vez nos sintamos temporalmente
frustrados porque no hemos visto un medio de salir de la actual confusión
educativa; pero tan pronto como vemos y entendemos las implicaciones de la
verdadera clase de educación, tendremos de nuevo el empuje y el entusiasmo
necesarios. No es un asunto de voluntad o solución, sino de percepción y de
entendimiento.
Si enseñar es nuestra vocación y si percibimos la gran importancia de la
verdadera educación, no podremos evitar ser verdaderos educadores. Entonces
no hay necesidad de seguir ningún método. El acto en sí de comprender que la
verdadera educación es indispensable; si hemos de lograr la libertad y la
integración del individuo, ocasiona un cambio fundamental en nosotros
mismos. Si comprendemos que sólo puede haber paz y felicidad para el ser
humano mediante la verdadera educación, naturalmente que entonces le
dedicaremos toda nuestra vida y todo nuestro interés.
Uno enseña porque quiere que el niño sea rico interiormente para que sepa
dar a las posesiones materiales su verdadero valor. Sin la riqueza interna,
las cosas del mundo adquieren una importancia extravagante, que conduce a
varias formas de destrucción y miseria. Uno enseña para estimular al alumno
a encontrar su verdadera vocación, y a evitar las ocupaciones que provocan
el antagonismo entre los hombres. Uno enseña para ayudar a los jóvenes a que
se conozcan a sí mismos, sin lo cual no puede haber paz ni felicidad
duraderas. Nuestra enseñanza no es nuestra propia realización, sino nuestra
propia abnegación.
Sin la verdadera clase de enseñanza, se confunde la ilusión con la realidad
y entonces el individuo está siempre en conflicto consigo mismo, y como
consecuencia, hay conflicto en sus relaciones con los demás, o sea con la
sociedad. Uno enseña porque ve que sólo el autoconocimiento y no los dogmas
y ritos de las religiones organizadas, puede traer la tranquilidad de la
mente; y que la creación, la verdad, Dios, se manifiestan sólo cuando
trascendemos el “mi” y lo “mío”.
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