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La naturaleza de los Pactos.
Volvamos por unos
momentos a un axioma que se hace constante a lo largo de nuestra vida
terrenal: todo tiene su precio... nadie da algo por nada.
El pacto con
el diablo es siempre, por tanto, un trueque. Un trueque en el que el diablo
da algo, pero exige también algo a cambio. Generalmente el alma del
operador.
Pero también
hemos de saber que la magia es una ciencia completamente irracional, que
para ella no son válidas las racionales leyes científicas que gobiernan
nuestro mundo. La magia perentoria de los egipcios, por ejemplo, exigía
a sus dioses y espíritus que atendieran sus peticiones, bajo la amenaza de
privarles de sus ofrendas o arrojar sus estatuas al Nilo. Y, a cambio de
estos favores, no les entregaban nada... salvo seguir manteniéndolos en su
lugar. La magia, por lo tanto, prescinde de la ley de la compensación.
Por esto hay
que distinguir entre las evocaciones (que realiza el mago para atraer
a las fuerzas astrales y someterlas a su voluntad, sin la promesa de nada a
cambio, sino solamente con la fuerza de su poder), y los pactos, en
los que la atracción del diablo se realiza no por el poder de la voluntad
del mago, sino por la promesa de una recompensa a cambio del pacto. Así,
pues, los pactos, sin ser la sumisión del hombre al diablo que representaban
las ceremonias satánicas clásicas, tampoco son el acto mágico por excelencia
de la magia negra... aunque sí sean lo más aproximado que existe a ello.
Como dice muy bien Eliphas Levi, muchos de los pactos que conoce la historia
son algo más que meras supercherías. "Suponiendo -nos dice Levi,
planteándonos con ello un interesante axioma mágico de interés general- el
hecho de que los que evocan al diablo lo hacen porque creen
firmemente en él, es lógico que lo verán en mayor o menor grado, al igual
que quien cree escuchar el pitido de un tren termina siempre escuchándolo
realmente, aunque este tren no exista." "Dentro del círculo de su acción
-señala Levi- todo verbo crea lo que afirma." O, dicho más llanamente, toda
palabra proferida perentoriamente tiene la virtud, dentro de su círculo de
acción, de crear lo que ha afirmado.
La
consecuencia directa de este axioma es, pues, lógica y sencilla: aquel que
afirma al diablo crea al diablo. Su diablo, naturalmente. Nos alejamos aquí
ya de las largas retahílas de huestes infernales, aunque muchas veces se
sigan usando algunos de sus nombres por tradición. Es por ello -podríamos
añadir ahora nosotros, debido a que cada hombre tiene la facultad de crear
su propio diablo según se lo dicta su subconsciente- que el gran enemigo ha
presentado a lo largo de todos los tiempos tantas, tan variadas e incluso
tan monstruosas apariencias, ya que así eran las imaginaciones de quienes lo
creaban. Y es por ello que el diablo ha experimentado en los últimos tiempos
una tan profunda evolución, puesto que el hombre se ha despojado al fin de
todo su lastre de terrores y opresiones ancestrales... para sustituirlos por
otros terrores y opresiones que, por ejemplo, han hecho imaginar a muchos
hombres al demonio como un hombre cualquiera vestido con una bata blanca de
laboratorio.
Pero nos
estamos apartando del tema: volvamos al inicio de nuestra disquisición.
Aceptando el hecho de que cualquiera puede crear su propio diablo, el tema
de los pactos entra ya dentro del dominio de la magia. Vamos, pues, a
examinarlo con mayor atención.

La
evocación de las fuerzas malignas es el primer paso que conducirá al pacto
diabólico.
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