EL NOMBRAR
Es imprescindible que uno se de cuenta de una emoción sin darle
nombre o sin clasificarla. Le ponemos nombres a las cosas, le ponemos
rótulos
a una flor, a una persona, a un sentimiento. ¿Por qué nombramos?
Si percibo un sentimiento, parece que sé lo
que ese sentimiento es, casi inmediatamente después que surge, si le pongo
un nombre. Uno nombra para comunicar el propio
sentimiento, para describir la flor, y así sucesivamente, o para
identificarse con ese sentimiento. Yo nombro algo, un sentimiento, para
comunicarlo. “Estoy enojado”. O me identifico con ese sentimiento, para
fortalecerlo, para disolverlo o para hacer algo a su respecto. Le damos
nombre a algo, a una rosa, para comunicarlo a otros; o al darle un nombre
creemos que la hemos comprendido. Decimos “eso es una rosa”, la miramos
rápidamente y continuamos nuestro camino. Al darle un nombre creemos
haberla comprendido; la hemos clasificado y creemos que por eso hemos
comprendido el contenido total y la belleza de esa flor.
Al darle un nombre a alguna cosa, la hemos
puesto simplemente en una categoría, y creemos haberla comprendido; no la
miramos más de cerca. Pero si no le damos un nombre, nos vemos obligados a
mirarla. Es decir, nos acercamos a la flor, o a lo que fuere, en actitud
nueva, con una nueva cualidad de examen; la miramos como si nunca la
hubiésemos visto antes. El poner nombre es un medio muy cómodo de
deshacerse de las cosas y de la gente, diciendo que se trata de españoles,
de japoneses, de americanos, de hindúes. Les ponemos un rótulo y
destruimos el rótulo. Pero si no le ponemos un rótulo a las personas, nos
vemos obligados a observarlas, y entonces resulta mucho más difícil matar
a alguien. Podemos destruir el rótulo, con una bomba, y sentir que obramos
con rectitud. Pero si no le ponemos un rótulo, y, por lo tanto, tenemos
que mirar la cosa individualmente ‑ya sea un ser humano o una flor, un
incidente o una emoción-, entonces nos vemos forzados a considerar nuestra
relación con la cosa y la acción que de ahí resulte. De suerte que nombrar
o poner un rótulo es un modo muy cómodo de deshacerse de tal o cual cosa,
de negarla, condenarla o justificarla. Ese es un aspecto de la cuestión.
Es necesario conocer
cuál
es el centro desde el cual nombramos, cuál es el centro que siempre está
nombrando, escogiendo, clasificando.
Todos sentimos que hay un
centro, un núcleo, desde el cual actuamos, juzgamos y denominamos,
¿Qué es ese centro, ese núcleo? A algunos les gustaría pensar que
es una esencia espiritual, Dios o lo que nos plazca. Por lo tanto,
descubramos qué es ese núcleo, ese centro que nombra, define, juzga. Ese
centro, por cierto, es la memoria. Una serie de sensaciones identificadas
y conservadas; el pasado, vivificado a través del presente. Ese núcleo,
ese centro, se alimenta del presente al nombrar, al clasificar, al
recordar.
Pronto veremos, según vamos poniéndolo de
manifiesto, que mientras exista ese núcleo, ese centro, no puede haber
comprensión. Sólo con la disipación de ese núcleo surge la comprensión.
Porque, al fin y al cabo, ese núcleo es memoria, recuerdo de diversas
experiencias a las que se ha dado nombres, rótulos, identificaciones. Con
esas experiencias nombradas y rotuladas, desde ese centro, se acepta y se
rechaza, se toma la determinación de ser o de no ser, conforme a las
sensaciones, placeres y penas del recuerdo de la experiencia. Ese centro
es, pues, la palabra. Si no le
damos nombre a ese centro, ¿hay acaso un centro? Esto es, si no
pensamos con palabras, si no empleamos palabras, no podemos pensar. El
pensar surge mediante la verbalización; o bien la verbalización empieza a
responder al pensar. De suerte que el centro, el núcleo, es el recuerdo de
innumerables experiencias de placer y dolor, expresado por medio de
palabras. Observémoslo en nosotros mismos y veremos que las palabras, los
nombres, se han vuelto mucho más importantes que la substancia; y vivimos
de palabras.
Las palabras tales como verdad, Dios, o los
sentimientos que esas palabras representan, han adquirido para nosotros
gran importancia. Cuando decimos la palabra “americano”, “cristiano”,
“musulmán”, o la palabra “ira”, somos la palabra que representa el
sentimiento. Pero no sabemos qué es ese sentimiento, porque lo que se ha
vuelto importante es la palabra. Cuando decimos que somos budistas,
cristianos, debemos comprender qué
significa la palabra, qué
sentido hay detrás de esa palabra que nunca hemos examinado. ¿Qué hay? Nuestro centro, el núcleo, es la palabra, el rótulo. Si
el nombre no hace al caso, si lo que importa es aquello que está detrás
del nombre, entonces podemos inquirir; pero si estamos identificados con
el nombre y confundidos con él, no podemos proseguir. Y nosotros estamos
identificados con el nombre: la casa; la forma, el nombre, el mobiliario,
la cuenta bancaria, nuestras opiniones, nuestros estimulantes, y así
sucesivamente. Somos todas esas cosas; y esas cosas están representadas
por un nombre. Las cosas han llegado a ser importantes, los nombres, los
rótulos; y, por lo tanto, el centro, el núcleo, es la palabra.
Si no hay palabra ni rótulo, no hay centro. Hay disolución, hay un vacío, no el vacío del miedo, lo cual
es una cosa enteramente distinta. Hay una sensación de ser como la nada; y
puesto que hemos eliminado todos los rótulos, o más bien, habiendo
comprendido por qué les ponemos rótulo a los sentimientos y a las ideas,
somos completamente nuevos. No hay centro desde el cual actuemos.
El centro, que es la palabra, ha sido disuelto. El rótulo ha sido
eliminado, ¿y dónde estamos nosotros como centros? Estamos ahí, pero ha
habido una transformación. Y esa transformación nos asusta un poco; por
eso no queremos proseguir con lo que continúa implícito en ella; y
empezamos a juzgarla, a decidir si nos gusta o no nos gusta. No proseguimos
con la comprensión de lo que va a surgir, sino que ya estamos juzgando; lo
cual significa que tenemos un centro desde el cual actuamos. Por lo tanto,
nos quedamos estancados tan pronto juzgamos; las palabras “me gusta” y “no
me gusta” se vuelven importantes.
Cuando no nombramos captamos más directamente la emoción, la sensación, y, por lo tanto, nos
relacionamos con ella de manera muy distinta, igual que con una flor
cuando no le damos nombre. Nos vemos forzados a mirarla de un
modo nuevo. Cuando no damos nombre a un grupo de personas, nos vemos
obligados a mirar cada rostro individual y no a tratarlos a todos ellos
como “masa”. Estamos, por lo tanto, mucho más alertas, mucho más atentos,
somos más comprensivos, tenemos un sentido de piedad, de amor, más
profundo; mas si a todos los tratamos como “masa”, se acabó.
Si no le ponemos nombre, tenemos que
considerar cada sentimiento a medida que surge. Cuando nombramos, el
sentimiento de a mano con el nombre, es el nombre: el nombre despierta el
sentimiento.
Por favor, pensémoslo bien. Cuando le asignamos un nombre, casi todos
nosotros intensificamos el sentimiento. El sentimiento, y el darle un
nombre, son instantáneos. Si hubiera un intervalo entre el sentimiento y
el nombrar, podríais descubrir si el sentimiento es diferente del nombre,
y entonces podríais habéroslas con el sentimiento, sin ponerle nombre.
El problema es éste: cómo librarnos de un
sentimiento que nombramos, tal como la ira. No se trata de subyugarlo, de
sublimarlo, de reprimirlo, todo lo cual es idiota y falto de madurez; se
trata de cómo librarse realmente de él. Y para estar realmente libres de
él, tenemos que descubrir si la palabra es más importante que el
sentimiento. La palabra “ira” tiene más significación que el sentimiento
mismo. Y, para descubrir eso, en realidad, tiene que haber un intervalo
entre el sentimiento y el nombrar. Esa es una parte.
Si no nombro un sentimiento, es decir, si
el pensamiento no funciona solamente a causa de las palabras, o si no
pienso en términos de palabras, imágenes o símbolos, lo que casi todos
hacemos, entonces la mente no es
simplemente el observador. Esto es, cuando la mente no piensa en términos
de palabras, símbolos, imágenes, no hay pensador separado del pensamiento,
el cual es la palabra. Entonces la mente está serena, quieta.
No está aquietada sino quieta. Y cuando la mente está realmente quieta, es
posible habérnoslas instantáneamente con los sentimientos que surgen. Es
tan sólo cuando les damos nombres a los sentimientos y con ello los
fortalecemos, que los sentimientos tienen continuidad; se acumulan en el
centro desde el cual seguimos poniéndoles nombres, ya sea para
fortalecerlos o para comunicarlos.
Cuando la mente ya no es, en calidad de
pensador, el centro hecho de palabra, de experiencias pasadas -todas las
cuales son recuerdos, nombres, acumulados y ordenados en categorías, en
casillas-, cuando no hace ninguna de esas cosas, entonces es obvio que la
mente está quieta. Ya no está atada, ya no hay un centro como el “yo”
-‑“mi” casa, “mi” logro, “mi” trabajo-, que siguen siendo palabras, las
cuales dan ímpetu al sentimiento y con ello fortalecen la memoria. Cuando
ninguna de esas cosas ocurre, la mente está muy serena, quieta. Ese estado
no es negación. Por el contrario, para llegar a ese punto tenemos que
pasar por todo eso, lo cual es una empresa enorme. Ello no consiste
simplemente en aprender unas cuantas series de palabras y repetirlas como
lo haría un escolar: no nombrar, no nombrar. Seguir a fondo todo lo que
ello implica, vivenciarlo, ver cómo la mente funciona y así llegar al
punto en que ya no ponemos nombres ‑lo cual significa que ya no hay un
centro distinto del pensamiento-. Todo este proceso, sin duda, es
verdadera meditación.
Cuando la mente está de veras tranquila,
entonces es posible que se manifieste aquello que es inconmensurable.
Cualquier otro proceso, cualquiera otra búsqueda de la realidad, es mera
autoproyección, cosa de nuestra propia hechura, y, por tanto, ilusoria.
Pero este proceso es arduo, y él significa que la mente tiene en todo
instante que darse cuenta do todo lo que internamente le ocurre. Para
llegar a ese punto, no puede haber condenación ni justificación desde el
principio hasta el fin, sin que esto sea un fin. No existe un fin, porque
hay algo extraordinario que aún continúa. Esto no es una promesa.
A nosotros nos toca experimentar, penetrar de más en más profundamente en
nosotros mismos, de suerte que todas la innumerables capas del centro sean
disueltas; y eso lo podemos hacer rápida o perezosamente. Pero es en
extremo interesante observar el proceso de la mente, cómo depende de las
palabras, cómo las palabras estimulan la memoria, resucitan la experiencia
muerta y le infunden vida. Y en ese proceso la mente vive en el futuro o
en el pasado. Por tanto, las palabras tienen un enorme significado, tanto
neurológico como psicológico. Pero todo esto no debemos aprenderlo de este
espacio o de cualquier otro libro. No podemos aprenderlo de otra persona ni hallarlo en un
libro. Lo que aprendamos o encontremos en un libro no será lo real. Pero
podemos experimentarlo, podemos observarnos en la acción, observarnos al
pensar, ver cómo pensamos, cuán rápidamente le damos nombre al sentimiento
a medida que surge; y la observación de todo este proceso librará a la
mente de su centro. Entonces la mente, estando quieta, puede recibir
aquello que es eterno.