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Muerte y renacimiento.
Las creencias, los ideales y las opiniones sirven para alejarnos de la
realidad, para evadirnos de lo que es. Y lejos de nuestra propia realidad
es imposible obrar adecuadamente. Entonces nos sumimos en el desorden y la
desdicha. Es importante averiguar lo que cada uno de nosotros entiende por
muerte y por reencarnación, la verdad de ello, no lo que nos gusta creer,
no lo que alguien nos ha dicho o lo que algún instructor nos ha enseñado
al respecto. Es la verdad la que libera, la que rompe las cadenas y los
condicionamientos que nos atan a la confusión, al desorden y al dolor. Es
la verdad la que nos hace libres, no la propia conclusión personal, la
propia opinión.
Deseamos que se nos asegure que no existe la muerte y que viviremos otra
Vida, pero en eso no hay felicidad ni sabiduría. La búsqueda de
inmortalidad por medio de la reencarnación es esencialmente egoísta; por
lo tanto, no es apropiada. Nuestra búsqueda de inmortalidad es sólo otra
forma de deseo de que continúen nuestras reacciones autodefensivas contra
la Vida, es simplemente un afán que va contra la inteligencia. Un anhelo
semejante sólo puede conducirnos a la ilusión. Lo que importa, pues, no es
si hay o no reencarnación, sino comprender la plenitud de realización en
el presente, si somos conscientes y obramos adecuadamente. Y eso sólo
puede uno hacerlo si su mente y su corazón ya no están protegiéndose
contra la Vida. La mente es astuta y sutil en su autodefensa, y debe
discernir por sí misma la naturaleza ilusoria de la autoprotección. Esto
significa que uno debe pensar y actuar de una manera completamente nueva.
Debe librarse de la red de valores falsos que el entorno le ha impuesto.
Tiene que haber una total desnudez interna. Entonces existe la
inmortalidad, lo desconocido, la realidad.
Para comprender la cuestión de la muerte y de la reencarnación debemos
liberarnos del miedo, el cual inventa las diversas teorías de la Vida
futura o de la inmortalidad o la reencarnación. Así se dice que existe la
reencarnación, que hay renacimiento, una renovación constante que continúa
y continúa: y lo que continúa es el alma, lo que llamamos alma.
Aunque no la hemos visto, nos gusta pensar que existe, porque ello da
placer, porque es algo que hemos colocado más allá del pensamiento, más
allá de las palabras, en el más allá. Concebimos el alma como algo eterno,
“espiritual”, que jamás puede morir, y entonces el pensamiento se aferra a
eso. Pero pocas personas saben con certeza si existe una cosa como el
alma, una cosa que esté más allá del tiempo y del pensamiento, algo no
inventado por el ser humano, algo que se encuentre más allá de la
naturaleza humana, que no haya sido elaborada por la mente astuta. Porque
la mente ve esa enorme incertidumbre, esta confusión, ve que en la Vida no
hay nada permanente, nada. La relación que tenemos con nuestra esposa,
nuestro marido, nuestros hijos, nuestro empleo, nada de eso es permanente.
Entonces la mente inventa algo que sea permanente, y lo llama alma. Pero,
dado que la mente piensa en ello, tal cosa sigue estando dentro del campo
del tiempo y del pensamiento. Es obvio. Si puedo pensar en algo, eso forma
parte de mi pensamiento. Y mi pensamiento es el resultado del tiempo, de
la experiencia, del conocimiento, y siempre es limitado. De modo que el
alma está aún dentro del campo del tiempo.
Así
pues, la idea de continuidad de un alma que renacerá una y otra vez no
tiene sentido, porque es la invención de una mente atemorizada, de una
mente que desea y busca una duración a través de la permanencia, que
anhela una certidumbre, porque en eso hay esperanza. Tememos a la muerte
porque no sabemos cómo vivir. Si supiéramos cómo vivir con plenitud no
tendríamos miedo a morir. Si amáramos los árboles, la puesta de sol, la
hoja que cae, si amáramos a los pájaros; si estuviéramos atentos a los
hombres y mujeres que lloran, a los pobres, si de veras sintiéramos amor
en nuestro corazón no temeríamos a la muerte.
No
vivimos con alegría, no somos felices, no somos vitalmente sensibles a las
cosas, y por eso nos preguntamos que nos va a ocurrir cuando muramos. La
Vida es para nosotros dolor, y por eso estamos mucho más interesados en la
muerte. Sentimos que tal vez habrá más felicidad después de la muerte.
Pero ése es un problema tremendo, y se necesita una enorme pasión para
investigarlo. Al fin y al cabo, en el fondo de todo esto está el miedo:
miedo de vivir, miedo de morir, miedo de sufrir. Si uno no puede
comprender qué es lo que da origen al miedo y al sufrimiento, pues así con
su comprensión se disipan, entonces no importa mucho si se está vivo o
muerto.
Si
alguien dice: “yo renaceré”, tiene que saber qué es el “yo”. Cuando
hablamos de una entidad espiritual entendemos con ello algo que no está
dentro del campo de la mente. Ahora bien, el “yo” no es ninguna entidad
espiritual. Si fuera una entidad espiritual estaría más allá de todo el
tiempo y, por lo tanto, no podría renacer ni continuar. El pensamiento no
puede pensar sobre ninguna entidad espiritual, porque el pensamiento se
encuentra dentro de la medida del tiempo, el pensamiento proviene del
ayer, de la memoria, es un movimiento continuo, la respuesta del pasado.
Así pues, el pensamiento es, en esencia, un producto del tiempo. Si el
pensamiento puede pensar acerca del “yo”, éste forma parte del tiempo; en
consecuencia, el “yo” no está libre del tiempo y, por ende, no es
espiritual, lo cual resulta evidente. De modo que el “yo” es tan sólo un
proceso del pensamiento; y queremos saber si ese proceso del pensamiento,
continuando aparte del cuerpo físico, nace nuevamente, se reencarna en una
forma física.
Aquello que continua no puede descubrir, en modo alguno, lo real, lo que
está más allá del tiempo y de la medida. Ese “yo”, esa entidad que es un
proceso de pensamiento, no puede ser nuevo. Si no puede ser fresco, nuevo,
entonces tiene que haber una terminación para el pensamiento. Toda cosa
que continúa es inherentemente destructiva, y aquello que tiene
continuidad jamás puede renovarse. En tanto el pensamiento continúe a
través de la memoria, del deseo, de la experiencia, jamás podrá renovarse;
por consiguiente, lo que es continuo no puede conocer lo real. Uno podrá
renacer mil veces, pero jamás podrá conocer lo real, porque sólo aquello
que muere, que llega a su fin, puede encontrarse con lo desconocido y
renovarse.
En
el morir hay renovación. Sólo en la muerte algo nuevo surge a la
existencia. Con este conocimiento no estamos brindando consuelo, esto no
es algo en lo que podamos creer o pensar, o que podamos examinar y aceptar
intelectualmente, porque entonces lo convertiríamos en otro consuelo, tal
como ahora creemos en la reencarnación o en la continuidad en el más allá,
etc. Pero la verdad es que, para aquello que continúa, no hay
renacimiento, no hay renovación. Por lo tanto, la renovación, el
renacimiento está en morir de cada día, de instante en instante. Eso es la
inmortalidad. En la muerte está la inmoralidad; no en esa muerte que nos
asusta y tememos, sino en la muerte de las conclusiones previas, de los
recuerdos, de las experiencias, en la muerte de todo lo que nos hemos
identificado como el “yo”. En el morir del “yo” a cada instante hay
eternidad, hay inmortalidad, hay algo que se debe vivenciar; no es para
que se especule o se diserte al respecto, como hacemos con la
reencarnación y todas estas clases de cosas.
Cuando uno ya no tiene miedo, porque hay un morir a cada instante y, por
lo tanto, una renovación, entonces se halla abierto a lo desconocido. La
realidad es lo desconocido. La muerte es también lo desconocido. Pero
decir que la muerte es bella, maravillosa, porque continuaremos en el más
allá y toda esa insensatez, carece de realidad. Lo adecuado es ver la
muerte tal como es: un final, un final en el que hay renovación,
renacimiento, no una continuidad. Porque aquello que continúa se
deteriora, y lo que tiene el poder de renovarse a sí mismo es eterno.
Consideramos la muerte algo distinto de la Vida. Creamos una frontera
entre la Vida y la muerte y, sin comprender la Vida, tenemos miedo de la
muerte. Pero, en realidad, no existe división alguna entre la Vida y la
muerte –salvo en la ilusión de la propia mente.
Cuando hablamos de la Vida, entendemos el vivir como un proceso de
continuidad en el que hay identificación. Yo y mi casa, yo y mi esposa, yo
y mi cuenta bancaria, yo y mis experiencias bancarias... eso es lo que
entendemos por Vida. El vivir es para casi todos nosotros un proceso de
continuidad en la memoria, tanto consciente como inconsciente, con sus
diversas luchas, reyertas, incidentes, experiencias, etc. Todo eso es lo
que llamamos Vida; y en oposición a todo eso está la muerte, que pone fin
a todo. Una vez que hemos creado el opuesto a la Vida, la muerte, y como
la tememos, nos ponemos a buscar la relación que existe entre ella y la
Vida; intentamos llenar ese vacío con alguna explicación, con una creencia
en la continuidad, en el más allá, y así nos quedamos satisfechos. Creemos
en la reencarnación o en alguna otra forma de continuidad del pensamiento
para luego tratar de establecer una relación entre lo conocido y lo
desconocido. Procuramos tender un puente entre lo conocido y lo
desconocido, intentado hallar la relación entre el pasado y el futuro. Eso
es lo que hacemos cuando investigamos si existe alguna relación entre la
Vida y la muerte. Deseamos saber cómo conectar el vivir y el morir. Ése es
nuestro deseo básico.
El
vivir, tal como es ahora, implica tortura, continuo desorden,
contradicción; por lo tanto, nuestra vida es conflicto, confusión y
desdicha. El diario ir al trabajo, la repetición del placer, con sus penas
y su ansiedad, el andar a tientas, la incertidumbre, eso es lo que
llamamos el vivir. A ese tipo de vivir nos hemos acostumbrado. Lo
aceptamos, envejecemos con él y morimos.
Para descubrir qué es el vivir, así como para descubrir qué es el morir,
uno debe entrar en contacto con la muerte. Esto es, uno debe terminar cada
día con todo lo que ha conocido. Debe terminar con la imagen que ha
elaborado respecto de sí mismo, de su familia, de sus relaciones, la
imagen que ha formado a causa del placer, su relación con la sociedad, con
todo. Eso es lo que va a suceder cuando la muerte ocurra.
Podemos conocer el final, que es la muerte, mientras vivimos. Si podemos
conocer qué es la muerte mientras estamos con vida, no habrá ningún
problema para nosotros. Como no podemos experimentar lo desconocido
mientras vivimos, le tenemos miedo. Somos el resultado de lo conocido y
nuestra lucha consiste en establecer una relación con lo desconocido, a lo
que llamamos muerte. Mas no puede haber una relación entre el pasado y
algo que la mente no puede concebir, que llamamos muerte.
Separamos amabas cosas porque nuestra mente sólo puede funcionar en la
esfera de lo conocido, de lo continuo. Uno se conoce a sí mismo tan solo
como pensador, como actor con ciertos recuerdos de desdicha, de placer, de
amor, de afecto, de diversas clases de experiencia. Uno se conoce a sí
mismo únicamente como un ente continuo, pues de otro modo no tendría
recuerdo de sí mismo, no tendría ningún recuerdo de ser algo. Ahora bien,
cuando ese algo llega a su término, lo que denominamos muerte, surge el
temor a lo desconocido. Queremos, pues, para vencer esa angustia, ese
temor a la muerte, atraer lo desconocido hacia lo conocido, y todo nuestro
esfuerzo consiste en dar continuidad a lo desconocido. Es decir, no
queremos conocer la Vida, que incluye a la muerte, sino que queremos saber
cómo continuar y no llegar al fin. No deseamos saber de la Vida y de la
muerte, sino tan solo cómo continuar sin finalizar.
Lo
que continúa no conoce la renovación. Nada nuevo, nada creador puede haber
en aquello que tiene continuación. Tan solo cuando termina la continuidad
existe una posibilidad de que aquello que es siempre nuevo se manifieste,
que surja a nuestra consciencia. Pero es ésa terminación lo que nos
infunde pavor, y no vemos que sólo en el terminar puede estar la
renovación, lo creador, lo desconocido, no en guardar de un día para el
otro nuestras experiencias, nuestros recuerdos e infortunios. Únicamente
cuando morimos cada día para lo viejo, para lo pasado, es cuando puede
surgir lo nuevo. Lo nuevo no puede estar donde hay continuidad, pues lo
nuevo es lo creador, lo desconocido, lo eterno, Dios o como lo queramos
llamar. La persona, la entidad continuadora, que busca lo real, lo eterno,
jamás lo encontrará, porque sólo puede encontrar lo que ella proyecta a sí
misma, y eso no es lo real. Sólo terminando, muriendo, puede conocerse lo
nuevo. El ser humano que procura ver la relación entre la Vida y la
muerte, tender un puente entre lo continuo y lo que él cree que hay más
allá, vive en un mundo ficticio e irreal que es una proyección de sí
mismo, de su propia mente.
Ahora bien, podemos morir en Vida, es decir, terminar, ser como la nada.
Vivimos en un mundo donde todo está en proceso de cambio, donde todo es
arribismo y lucha por lo superficial y el éxito rápido, y en semejante
mundo debemos conocer la muerte. Tenemos que terminar con todos lo
recuerdos, no con el recuerdo de los hechos, del camino a casa, de cómo
reparar una máquina, etc. Sino con el apego interno a la seguridad
psicológica mediante la memoria, terminar con los recuerdos que uno ha
acumulado, almacenado, y en los que busca seguridad, placer y felicidad.
Podemos poner fin a todo eso, es decir, morir cada día para que mañana
pueda haber renovación. Sólo entonces conoceremos la muerte en Vida, y
sólo en ese morir, en ese terminar, en ese poner fin a la continuidad,
está la renovación, esa creación que es eterna.
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