El jesuita norteamericano Robert Graham, expone en
el mismo los resultados de su amplia investigación sobre las tramas de
espionaje -propias y ajenas- que se han tejido en torno a los secretos del
Vaticano, y en las que han participado no pocos religiosos. Lo que más me
llamó la atención del asunto era que pocas semanas antes, a mediados de
diciembre de 1990, una pequeña editorial había comenzado a distribuir el
primer libro -que yo sepa- en el que un sacerdote sustenta la tesis del
asesinato: Se pedirá cuenta.
En opinión de su autor, el español Jesús López
Sáez, licenciado en teología, filosofía y psicología, era necesario este
libro, ya que el de Cornwell no sólo «no contentó al Vaticano sino que
supera incluso la distorsión que ya se había hecho de la imagen de Albino
Lucíani, y es necesario hacerle justicia». «El problema de la muerte de Juan
Pablo I está ahí -explica- y se puede resolver, no encubriendo ni
reprimiendo el asunto, sino tratando de corazón comprenderlo. Abundan los
indicios que justificarían una investigación en cualquier Estado de Derecho.
Con ello no se ataca a la Iglesia; al contrario, se la defiende.
La clave evangélica es la purificación del templo,
que es casa de oración y no debe convertirse en un mercado ni en cueva de
bandidos. Evidentemente, lo que está en juego es muy grave: ¿Dónde ha habido
más negocios? ¿En el mercado vaticano o en el viejo templo denunciado por
Jesús? ¿No son demasiadas las muertes que han acompañado esos negocios? ¿Se
ha hurtado a la Iglesia y al mundo la causa de la muerte de Juan Pablo I?...
Si no se responde adecuadamente a estos interrogantes, la nueva
evangelización quedará desacreditada como vieja comedia, desgraciada y
estéril. Como dice el Señor en el Evangelio de Lucas: Se pedirá cuenta». Han
matado a mi padre Ha hecho caso omiso a las prudentes recomendaciones de que
no publicase su libro, consciente de que un artículo sobre el mismo tema,
publicado en la revista religiosa Vida Nueva, le costó el cese como
responsable de catequesis de adultos en el Secretariado Nacional.
Casualmente, aquel articulo salió a la calle el 4 de octubre de 1984,
aniversario del entierro del Papa, día en que -casualmente- en todas las
iglesias del mundo se leía un salmo que en la Comunidad cristiana de la que
ahora es responsable tenían especialmente asociado a la muerte de Juan Pablo
I: «Han entrega- do el cadáver de tus siervos por comida a los pájaros del
cielo, la carne de tus amigos a las bestias de la tierra... Que se conozca
entre las gentes». Hablando con él, resulta evidente que profesa una
admiración y un amor especial por la figura de Juan Pablo I. Cuando en la
Comisión Episcopal le explicaron que, aunque fuera verdad, no debería
decirse, añadiendo que, es como si tu padre fuera un criminal, debe quedar
en familia, él replicó: «ese no es el caso; el caso es que han matado a mi
padre y no tengo por qué callarlo».
Casualmente, el padre de Jesús López nació el mismo
día que el Papa Lucíani: el 17 de octubre de 1912... Si de algo se le puede
acusar es de exceso de amor y de celo, y no parecen ser estos motivos
suficientes para que la jerarquía pueda condenar su atrevimiento, sino -por
el contrario- para disculpar sus posibles excesos. Según nos explica, Jesús
López visitó, en 1989, a Pía, la sobrina de Lucíani que junto a su padre
Eduardo ha protagonizado las recientes declaraciones, y a la esposa de éste
último, Antonia, quien acabó confesándole: No sabemos de qué murió, y a
veces tenemos pensamientos extraños. Les entregó entonces copia de un
borrador de su libro, y en diciembre de 1990, les envió el libro impreso.
Resulta curioso que, tras doce años de silencio, precisamente ahora se
animen a expresar sus dudas, aunque sea tímidamente. ¿Puede haber sido este
sacerdote español el catalizador de esa reacción? Aunque así no fuese, hay
demasiada sincronicidad entre ambos hechos como para ignorar que resultan
significativos.
Pero veamos cuáles son los hechos en que se fundamenta la polémica. ¿Por qué
no se hizo la autopsia? El 29 de septiembre de 1978, el Vaticano comunicaba
oficialmente que, hacia las 5.30 de esa mañana, «el secretario particular
del Papa, no habiéndole encontrado en la capilla, como de costumbre, le ha
encontrado muerto en la cama, con la luz encendida, como si aún leyera. El
médico, Dr. R. Buzonetti, que acudió inmediatamente, ha constatado su
muerte, acaecida probablemente hacia las 23 horas del día anterior a causa
de un infarto agudo de miocardio». Las evidencias acumuladas posteriormente
demostraron que fue la hermana Vincenza quien descubrió el cadáver, al
entrar en la habitación del Pontífice, desconcertada porque no obtuvo
respuesta a sus insistentes llamadas. Según varios testigos, estaba sentado
en la cama, con la luz encendida, las gafas puestas y unos papeles entre las
manos. La monja corrió entonces a despertar al secretario John Magee, quien
constató la muerte y llamó al cardenal Villot. Acompañado por el médico,
éste último examinó el cadáver y llamó a los embalsamadores. El problema es
que las declaraciones que éstos hicieron posteriormente no coinciden con las
realizadas por otros testigos. Dada la temperatura tibia que aún mantenía el
cuerpo y que fue también comprobada por sor Vincenza y por el secretario
Lorenzi, los embalsamadores estiman que el fallecimiento debió producirse
entre las 4 y las 5, y no a las 11, conclusión que les fue confirmada por
monseñor Noé. Pese a las protestas de algunos eclesiásticos, el cardenal
Oddi declaró que el Sacro Colegio Cardenalicio ni siquiera iba a considerar
la posibilidad de abrir investigación alguna sobre la muerte, ni aceptaría
el menor control por parte de nadie. Pero luego se supo que los cardenales
pidieron conocer las circunstancias precisas en que aquella se produjo, ante
los interrogantes que se planteaba la opinión pública, la ausencia de un
boletín médico y la negativa de la Santa Sede a realizar la autopsia del
cadáver que eliminase cualquier duda. El problema es que, sin autopsia,
resulta clínicamente imposible determinar que un deceso se produjo por
infarto de miocardio agudo e instantáneo y que el cuadro típico del mismo no
se corresponde con la disposición en la que se afirmó haber encontrado el
cadáver, ya que todo parecía indicar que no hubo lucha con la muerte. Por
otra parte, el sobrio estilo de vida del Papa y su tensión baja tampoco
hacían sospechar semejante desenlace, ni tampoco se corresponden con una
hemorragia cerebral o una embolia pulmonar, las otras posibilidades que han
citado fuentes vaticanas. Para colmo, los médicos Buzonetti y Fontana, que
firmaron el certificado de defunción, reconocieron no haber prestado nunca
sus servicios médicos a Lucíani, por lo que no sabían nada sobre el estado
de su salud ni sobre las medicinas que tomaba; tampoco se molestaron en
preguntar a quienes podían saberlo. Su muerte fue tan inesperada que el Dr.
Da Ros, médico personal de Juan Pablo I, a quien había encontrado el día
anterior con muy buena salud, no se lo podía creer. Una losa de silencio La
Secretaría de Estado impuso un voto de silencio a sor Vincenza, para
impedirle que contase lo que había visto, aunque finalmente lo rompió, ya
que -en su opinión- «el mundo debe conocer la verdad» sobre la muerte de
este Papa, al que ella admiraba profundamente. Como nos explica el padre
López Sáez, «parece que el Vaticano no quiere saber de qué murió el Papa, o
no quiere que se sepa, y su versión oficial ha falseado la situación,
dándose la ocultación y aún la represión de toda investigación sobre este
enigma». Según uno de los especialistas a los que ha pedido estudiase las
circunstancias en que se produjo la muerte, el Dr. Cabrera, «ésta podría
responder mejor a una muerte provocada por sustancia depresora y acaecida en
profundo sueño». Por otra parte, el tono rosáceo que aún tenía su rostro a
mediodía del 29 «aparece en algunas intoxicaciones, por ejemplo, de monóxido
de carbono y de cianuro». Llama la atención -continúa el sacerdote español-
la prisa de Villot por embalsamar el cadáver», procedimiento habitual cuando
muere un Papa. Y ello pese a que, en cualquier Estado de Derecho, sólo se
puede proceder al embalsamamiento cuando han transcurrido 24 horas desde el
fallecimiento, como ocurrió tras la muerte de Pablo VI. Contrariamente a lo
que se ha dicho, las normas de la Santa Sede ni prohíben ni ordenan la
autopsia de los pontífices, y mediante ésta -que Villot descartó
obstinadamente- podría haberse determinado si hubo infarto agudo o detectado
veneno de metales pesados, pero ésta quedaría seriamente dificultada tras el
embalsamamiento. Aún en 1989 los habitantes del pueblo natal de Lucíani
constituyeron un comité para pedir que se hiciese la autopsia que pese a los
años transcurridos aún podría despejar algunas dudas. Sin embargo, pese a
que se ha dicho que el cadáver fue embalsamado sin extraerle la sangre ni
las vísceras, Lorenzi asegura que los embalsamadores «retiraron partes del
cuerpo, posiblemente las vísceras». En tal caso, pudo realizarse algún tipo
de autopsia. Si así fue, ¿por qué no se ha dicho? El padre Gennari, asegura
que tal autopsia se hizo, confirmando que las preocupaciones y el estrés
llevaron al Papa a tomar inadvertidamente un vasodilatador, contraindicado
para su tensión baja. Pero, en tal caso, teniendo en cuenta que Lucíani era
muy cuidadoso con sus medicamentos y que estos eran controlados por la
enfermera sor Vincenza, cabe la posibilidad de un cambio criminal de las
medicinas. En cuanto a la lectura que tenía entre sus manos cuando falleció,
han circulado diversas versiones, sin que el Vaticano haya concretado de qué
se trataba, incomprensiblemente. Según Germano Pattaro, consejero teológico
del Pontífice, «eran unas notas sobre la conversación de dos horas que el
Papa habla mantenido la tarde anterior con el Secretario de Estado Villot».
Para entender los motivos por los que alguien podría estar interesado en
acabar con la vida de Juan Pablo I, es necesario recordar brevemente toda
una serie de turbias maniobras que salieron a la luz años después, que
afectaban directamente a las finanzas vaticanas y que Lucíani alcanzó a
conocer parcialmente.