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LA INTOLERANCIA. REFLEXIONES
Desde que empecé a viajar siento que el
mundo es mi casa, que habiendo nacido en un sitio, podría haber
nacido en cualquier otro y ser uno más de aquellos que en el país
visitado me rodean y con los que, siempre que puedo, me mezclo y me
confundo.
El viajero que recorre los países con la lejanía y la superioridad
que teóricamente les otorga el poder del
dinero, no hace otra cosa más, que ver una estampas o unas postales que bien
podría obtener en su mismo lugar de residencia. En concreto, no hace otra
cosa, que vivir lo que nuestra sociedad actual nos impone como una máxima. La
soledad incluso estando rodeado de una multitud de personas.
Soy gente y me entiendo con la gente. En contadas ocasiones viajo en
grupo, pero en algunas circunstancias
–imposiciones del país, o bien cuestiones de seguridad- cuando debo hacerlo, para las
personas que integran ese grupo, en especial en los más jóvenes, constituyo un
descubrimiento. Más allá de las grandes edificaciones o ruinas, o bien,
espléndidos palacios y templos, lo que les llama la atención es el encuentro que
ven que se puede realizar con esos pueblos acogedores y amables, que pueden
vestir chilabas, túnicas y rezar en mezquitas o iglesias, que tienen otras
costumbres, pero que en lo demás, en lo que de verdad importa, nada se diferencia
de ellos.
Cuando vayan a otros países, que estoy
seguro que lo harán, porque un viaje despierta el hambre de viajar y conocer,
comprobarán que sucede lo mismo, que, al margen de imanes o dictadores
paranoicos y de fanáticos con el cerebro encogido, la inmensa mayoría de
los que poblamos este mundo somos buena gente o, cuando menos, gente
normal, abierta a comprenderse y más dada a ayudar al extraño que a
desconfiar de él. Si nos dejan, el entendimiento surge espontáneo, como un
impulso natural. Lo triste es que con frecuencia no nos dejan.
Peones de un juego -en el que difícilmente
sin un cambio radical del pensamiento humano- seremos ganadores, los
de arriba condicionan nuestros afectos con estereotipos repetidos una y
otra vez desde los medios de comunicación o, lo que es aún más
despreciable, desde la misma escuela, cuando no hay defensa posible para la
manipulación. Sin remontarme a otros tiempos o a tras latitudes, llevo años
asistiendo perplejo al sucio juego de algunos partidos nacionalistas. Quiero
aclarar, que esos partidos pueden ser de las más diversas índoles, y tan poco
pulcros son los que airean la teórica constitucionalidad de lo ya establecido
sin ser posible variar por una falta grave de intolerancia y de dialogo lo que
siempre es mejorable, como los que quieren derribar lo que ya se ha
comprobado que es válido y se puede mejorar.
He visto como lenta y tenazmente han hecho
nacer torvos sentimientos donde antes no los había. He visto como
arrancaban de un pasado que, salvo a los historiadores, a nadie debería ya
importarle, argumentos para trasnochadas reivindicaciones, las más de la veces
inventadas, que sólo a ellos y a su afán de poder benefician. He visto como esos
líderes demagogos y trapaceros han levantado un muro ideológico entre “los de
dentro” y “los de fuera”. He visto como, tomando tomando al pueblo llano, al
rebaño por ignorante, le han inculcado que su individualidad, su
condición de personas, va unida a las sacrosantas “señas de identidad” que le
corresponde por ser miembros de una etnia, de un grupo, del rebaño marcado en
el lomo por su dueño. Y, lo peor de todo, he visto que parte de ese pueblo
llano es, en efecto, ignorante y ha hecho suyo lo que, lejos de engrandecerle,
le empequeñece humanamente y le hace más manejable, que, en el fondo,
es de lo que se trata.
Y, entonces, recuerdos a esos pueblos
humildes, rudimentarios, los que la sociedad moderna considera paradigma de la
ignorancia. Recuerdo como me sonreían y yo les sonreía, en un lenguaje
básico, constituido con palabras de varios idiomas y mil gestos universales,
intercambiábamos comprensión y afecto, nos hacíamos cómplices de nuestra
condición de seres humanos, y más de una vez la despedida era con un
abrazo, conscientes de que lo más probable es que jamás nos volveríamos a
encontrar. Por encima de raza, religión y costumbres –meras
circunstancias, sin otro valor que el anecdóticoéramos personas sin más, miembros de una misma
especie que se reconocían entre sí por compartir idénticos
sentimientos e inquietudes, complacidos por saberse iguales en lo que es sustancial,
en lo que hermana.
El futuro del mundo no pasa por reducirnos
a castas, etnias o colores. La proximidad, la empatía con nuestros
semejantes es el único camino. Pese a quien pese.
¿Qué es la intolerancia?
La intolerancia es el marco mental, la raíz
de donde
brotan actitudes sociales, políticas, económicas o culturales, y
conductas que
perjudican a grupos o personas, dificultando las relaciones humanas.
Se
podría, en consecuencia, definir como todo comportamiento, forma de
expresión o actitud que viola o denigra los derechos del prójimo, o
invita a
violarlos o negarlos.
La intolerancia es el gran desafío que la humanidad debe hacer
frente en este
siglo XXI. En su avance se muestra arrogante y exhibe su realidad
poliédrica
con aristas verdaderamente dramáticas. Las manifestaciones de
racismo y
xenofobia, de sexismo y homofobia, de antisemitismo e integrismo,
son
algunas de las caras de este poliedro que junto al ultranacionalismo
excluyente y el totalitarismo, salpican diariamente con noticias
trágicas los
medios de comunicación, y cuya esencia revela la violación de la
dignidad
humana y la vulneración de los derechos fundamentales, quebrando la
doble
condición de persona y ciudadano que universalmente a todos nos
acoge.
El fenómeno del resurgimiento del racismo, la xenofobia y la
intolerancia en
Europa y otras partes del mundo muestra las importantes
contradicciones
políticas, económicas y sociales que están sucediendo en nuestra
actual
sociedad.
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