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LA INTELIGENCIA
En
otro espacio hemos hecho el elogio de la fuerza de la voluntad y hemos
insistido en la idea de que el hombre puede trazarse a sí mismo una
dirección y laborar conscientemente sobre su propia felicidad. Para ello
basta querer. Pero ¿qué es lo que debe querer y cómo debe querer? ¿Cuál es
el camino que debe elegir? A esta pregunta esencial responde el
Conocimiento, la Inteligencia, fruto sublime y eterno del árbol de la
humanidad, madurado a la bienhechora luz de la razón. Extraviada entre sus
ensueños, la imaginación corre desbocada locamente, y si la razón no acude
presurosa a socorrerla, la voluntad se abisma en un fondo vacío y sin
límites.
La tarea más elevada,
sin duda, de la higiene mental, es explicar el poder, la educación sobre
las fuerzas obscuras de la naturaleza física, y mostrar la saludable
influencia que en la salud del individuo y de las multitudes ejerce la
cultura intelectual.
Para el filósofo que
se ocupa en investigar la ciencia íntima del hombre, seguramente no
hallará otro fenómeno tan notable como el poder que tiene la idea
abstracta de obrar sobre el organismo físico por medio de lo que puede
llamarse “sentimiento intelectual”. Es una prerrogativa distintiva del
hombre el que en él las ideas puedan hacer nacer sentimientos, y el que,
por medio de estos sentimientos intelectuales, el espíritu influye sobre
el cuerpo, así como el cuerpo influye sobre el espíritu por medio de los
sentimientos materiales propiamente dichos. Los seres inferiores al hombre
no piensan lo que sienten; las inteligencias puras piensan y no sienten.
Sólo en el hombre existe entre el cuerpo y el alma una conexión que se
expresa por medio del sentimiento intelectual. El que una vez ha dado a su
espíritu esta saludable dirección, siente la influencia de la idea en todo
su ser.
Quien en sus
investigaciones psicológicas se haya acostumbrado a considerar el hombre
como un ser indivisible, comprenderá fácilmente nuestro modo de ver. Pero
no así el que mire el espíritu y el cuerpo como dos fuerzas antagónicas,
ni el que admita la opinión, bastante generalizada, de que todo goce de la
naturaleza física es un atentado a la naturaleza superior, y de que no se
puede cultivar el espíritu sin detrimento del cuerpo. Verdaderamente es
ésta una opinión bien triste y desconsoladora, que no deja a los pobres
mortales más que la angustiosa opción entre dos sacrificios inevitables.
Al parecer, esa opinión, la justifica el ver tantos sabios desmedrados y
tantos ignorantes rollizos, tantos hombres del campo sanos y robustos, y
tantos hombres de ciudad débiles y enfermizos.
Es preciso, por lo tanto, poner en claro lo que se entiende por cultura
intelectual. Tal sabio, tal erudito, ha dedicado quizá la mitad o más de
su vida al estudio de la geometría, pero, entregado por entero a esta
ciencia, ha olvidado la ciencia del vivir; tal otro se ha abismado en las
profundidades de la historia, y no se ha preocupado del mundo actual o de
su historia propia. Ambos han obrado imperfectamente. La sana cultura del
espíritu es el desarrollo armónico de nuestras fuerzas, y esta cultura es
la única que puede hacernos buenos, felices y sanos. Ella nos enseña cómo
debe obrar cada cual según sus aptitudes; ella nos enseña a conocer
nuestras fuerzas y debilidades, ejercitándolas o corrigiéndolas, y ella,
fatalmente, nos hace subordinar, sin destruirlas, la imaginación de la
infancia y la voluntad de la juventud a la inteligencia y el
discernimiento de la edad madura. Esta es, pues, en higiene mental, la
parte que directamente habla con la sólida madurez en la edad viril.
La voluntad y el
sentimiento, y, por consiguiente, la alegría y la tristeza, dependen del
punto de vista desde el cual contemplamos el mundo y nos contemplamos a
nosotros mismos. Este punto de vista se determina por la cultura de
nuestro espíritu. Cada cual encuentra en sí mismo o consuelo o desaliento;
cada cual lleva consigo o el paraíso o el infierno. Si nuestra mente está
límpida, límpido se nos aparecerá cuanto nos rodea. Nuestras ideas
influyen soberanamente sobre nuestro humor, e igualmente obran sobre
nuestro bienestar.
Una convicción fuerte
y razonada por el discernimiento se convierte en el individuo que la
posee, como una parte integrante de su persona. Para el hombre fatigado es
un apoyo; un sedante para el que sufre, y un escudo para el que se
encuentra satisfecho. Representaos al mundo en su conjunto y en su
encadenamiento, y os tranquilizaréis; no perdáis de vista el objetivo
final, y los males pasajeros os parecerán más leves y soportables. No
solicitéis los aplausos de los hombres, y os será fácil prescindir de
ellos.
El egoísta es más
sensible que nadie a los ataques de la adversidad, porque permanece
encerrado en un círculo estrechísimo, su egoísmo es su propio verdugo. Es
necesario, pues, ensanchar el círculo de nuestros sentimientos y de
nuestras ideas, entrever horizontes más dilatados. Es preciso comprender
que la vida no es un regalo de los dioses, sino más bien una misión que
hemos de desempeñar, y que si nos confiere derechos, también nos impone
deberes.
Puesto que la causa
principal de un estado enfermizo es la atención exagerada que se presta a
todo lo concerniente al cuerpo, resulta que el mejor remedio que se puede
oponer a ese mal consiste en las altas concepciones del espíritu, que le
apartan de las preocupaciones materiales. Da lástima ver a esos hombres
que se ocupan de una manera minuciosa e incesante de su existencia física,
sin darse cuenta de que la minan lentamente con su continua inquietud.
Esas gentes se mueren por demasiadas ganas de vivir. Y ¿por qué? Pues
porque les falta la cultura del espíritu, que es la única capaz de hacer
que el hombre domine esa debilidad, dando libre carrera a la mejor parte
de su ser, y confiándole un poder real sobre la materia.
No hablemos ya de los
memorables ejemplos que nos suministra el estoicismo, pues en ellos vemos
más bien el efecto de la voluntad del individuo que de la doctrina. Y
¿quién ha colmado la medida de la existencia otorgada al hombre sobre la
tierra, sino los espíritus elevados, consagrados con ardor a las ideas más
sublimes, desde Pitágoras hasta Goethe? Contemplar serenamente el conjunto
de las cosas es una condición necesaria de la salud, y sólo la
inteligencia de la mano del discernimiento puede dar al hombre esta
serenidad indispensable. El gran pensador que más profundamente ha
penetrado en el fondo del alma, y que por su contemplación serena ha
sabido prolongar su vida, ha dicho lo siguiente: “La serenidad no puede
pecar por exceso, porque siempre está del lado del bien; la tristeza, al
contrario, puede pecar por exceso, porque está del lado del mal.”
La felicidad no es más
que una idea y, por lo mismo, no puede residir sino en el espíritu. Y
creed que esto no es un sencillo juego de palabras, sino una verdad (de
las muchas que hay y debemos encontrar en el camino) profundamente
meditada. Y lo confirman todos los que han podido comparar el sentimiento
de un bienestar puramente material con los goces inefables del
discernimiento.
El resultado más
importante de una acertada cultura intelectual es el CONOCIMIENTO DE SÍ
MISMO. Tal es el sentido de la célebre inscripción del templo de Delfos.
Todo ser humano posee una suma determinada de fuerzas que se mueven en un
círculo trazado de antemano, en un estadio entrevidas físicas. La salud,
la tranquilidad y el bienestar consisten en el justo equilibrio de esas
fuerzas.
El egoísmo es un
agente destructor del equilibrio de esas fuerzas bienhechoras. El egoísta
podrá, por su inteligencia o su audacia, realizar con éxito sus
especulaciones mercantiles, amasar una fortuna, pero no conseguirá esa paz
interior, esa satisfacción saludable y ese placer que sólo pueden
proporcionar una conciencia límpida y una mente iluminada por la luz de
una idealidad elevada y generosa.
Siempre estamos a
tiempo de abrir el espíritu a las ideas nobles y generosas, de quitarnos
las vendas que cubren nuestros ojos, de rasgar el velo que amortaja
nuestro corazón; en una palabra, de iluminar el espíritu.
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