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Los
instrumentos de coerción
Hoy
en día, el desorden mundial es producto de las políticas llevadas a cabo por
instituciones que regulan las relaciones internacionales -Fondo Monetario
Internacional (FMI), Organización Mundial del Comercio (OMC), Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), etc. La OMC “regula”
las relaciones económicas internacionales y es el auxiliar por excelencia de
las multinacionales. Todo aquél que rechace sus normas se coloca al margen
de la sociedad internacional y de los intercambios mundiales. Es el único
marco institucional en el que los actores políticos mundiales se reúnen para
reglamentar sus relaciones mercantiles.
El fin de la
OMC consiste en lograr la progresiva subordinación de todos los recursos
materiales, sociales y humanos al Poder y al capital. Bajo sus políticas, se
propicia la libertad de movimientos de las grandes corporaciones y del gran
capital transnacional, los Estados fortalecen su función represiva y de
control social y se debilita su papel de garantizar los derechos y
libertades de sus ciudadanos. El nuevo imperialismo consiste en que todo el
mundo esté controlado y gobernado por las grandes corporaciones
transnacionales. Esto provoca las nocivas consecuencias de la globalización,
desastrosas para el ser humano y también para la naturaleza. El Poder está
desarrollando –a través de la Organización Mundial del Comercio- un sistema
económico maquiavélico que no respeta los derechos de nadie.
La OMC se
implanta como un mecanismo que se presenta como dialogante, democrático y
defensor del bienestar general. Recibe el nombre de Ronda -o ciclo- de
negociaciones multilaterales entre los 140 miembros de la OMC. Pero en
realidad, lo único que promueve es el intercambio desigual y la dependencia
de los países pobres respecto a los ricos
Debido a la
normativa internacional establecida por la OMC aumenta el “libre comercio”.
Esto significa un aumento de la independencia de los grandes negocios con
respecto a cualquier norma jurídica o ética. La moneda única es la
aplicación de esta estrategia a escala europea. El discurso de la OMC está
plagado de declaraciones en defensa del medio ambiente, el pleno empleo y la
soberanía de las instituciones democráticas. Pero la realidad es que todas
estas “preocupaciones no comerciales” les tiene, más o menos, sin cuidado.
Lo que verdaderamente les importa, y ponen todo su empeño en lograrlo, es la
libertad de movimiento de los capitales y que el ser humano se vea reducido
a simple consumidor, a existir en su dimensión animal, deseante y solitaria.
Sólo están interesados en producir beneficio y poder para ellos mismos,
siempre a costa de los más débiles.
Los Estados de
hoy en día se encuentran en un nuevo y desquiciado contexto. Están inmersos
en un proceso de globalización capitalista, presidida, tras el 11 de
septiembre, por guerras preventivas, ocupación de naciones, devastación y
muerte. Y por ello otorgan un nuevo significado a sus tradicionales
funciones de control, represión, legitimación y gobernabilidad.
Los efectos de
las políticas de la OMC, secundadas por la Unión Europea y por los gobiernos
nacionales, son evidentes: precariedad, privatizaciones, inseguridad
alimentaria, desnutrición, enfermedades y millones de muertes evitables,
represión, embrutecimiento cultural, degradación de la Democracia, genocidio
laboral, guerras por el control de las materias primas y de las zonas
geoestratégicas, destrucción de la legalidad, inseguridad jurídica, imperio
de la violencia, la mentira de Estado y la intimidación. El “libre comercio”
progresa, a escala internacional, impulsado por EEUU, merced a un terrorismo
de Estado legalizado por la fuerza y legitimado, precisamente, en nombre de
la lucha contra el terrorismo.
La
impotencia de la izquierda mayoritaria ante estos procesos se transforma en
complicidad. La izquierda se hace cómplice cuando regula los conflictos y
las resistencias que protagonizan las víctimas de la globalización. Pocas de
estas víctimas tienen alguna alternativa real para oponerse a esta dinámica.
No es una alternativa real votar a partidos que impulsan la globalización,
el militarismo, la OTAN y la guerra, aunque se opongan de palabra cuando les
conviene, sobre todo cuando están en la oposición y se aproximan las
elecciones. No es alternativo un movimiento que se opone a la OMC pero que
no se basa en fundamentos sólidos. Frente a este secuestro de la voluntad
popular todos desconfían, pero todos obedecen y cuando protestar no es
peligroso, protestan. Pero ese movimiento, desde el punto de vista de su
capacidad para impedir los desmanes de la OMC, no es real.
Aumenta el
descontento popular, pero también lo hace la represión que se abate sobre
él. A pesar de lo que puede parecer a simple vista, no existen cauces para
una expresión democrática no controlada por el Poder. Éste no ofrece la
posibilidad de que precarizados, inmigrantes, mujeres, consumidores y
ciudadanos se vean a sí mismos, en sus éxodos, huidas y mecanismos de
adaptación, como parte de un sujeto colectivo actuante, influyente,
existente frente a la inseguridad y la resignación, que son la oferta
cotidiana del capitalismo global.
La libertad de
las multinacionales y de los fondos de inversión es incompatible con los
derechos humanos, la Democracia y la justicia social. Sin límites políticos,
la globalización de la economía arrasa a la naturaleza y a la sociedad. Pero
la viabilidad de cualquier control político depende, en última instancia,
del control popular en nuestros propios modos de trabajo, cuidados,
alimentación, consumo, ocio y participación política. Es ahí donde la
globalización hoy va ganando la partida, pues ha incorporado los deseos de
las víctimas a su lógica, reduciendo a las personas a la categoría de meros
productores y consumidores de mercancías y haciendo retroceder la
participación social al nivel de participación de las mayorías silenciosas
de las dictaduras. La izquierda cómplice tiene una responsabilidad central
en este hecho.
La libertad
del comercio y la autodeterminación del capital es incompatible con la
libertad de las personas y la autodeterminación de los pueblos. Los acuerdos
de libre comercio son utópicos e irreales. La libertad de mercado sólo
existe para que los productos de las grandes potencias puedan entrar,
competir y desplazar a los autóctonos. Los subsidios a la agricultura en los
países poderosos permiten dicha competencia, mientras obligan a gobiernos
lacayos y vendepatrias a no subsidiar la agricultura en sus propios países.
El libre comercio sepulta al agricultor autóctono, mientras permite la
entrada de los productos extranjeros, muchos de ellos con transgenes en su
interior.
Tras el
principio de libre competencia se oculta en esta organización la relación de
desigualdad entre sus miembros. La OMC ha establecido una serie de medidas
que favorecen a los países más poderosos. Entre ellas destacan las medidas
antidumping, que son un conjunto de normas que frenan drásticamente la
importaciones que provienen de los países subdesarrollados. Asimismo, la
adopción de reglamentaciones sanitarias y de una serie de complejas normas
técnicas tienen el mismo objetivo: reducir la competencia de los países del
Sur. Finalmente, los países desarrollados esgrimen una temible arma, que es
el apoyo a la producción nacional.
En ese foro
internacional tendrían que estar representados las personas y los pueblos, y
no los gobiernos corruptos, cuyos intereses no son los de la humanidad. No
promueven más que una piratería desenfrenada. Desde su fundación, la
Organización Mundial del Comercio está concebida para despojar a las
personas de su soberanía, para dejarles indefensos y sin el poder de tomar
decisiones en cuestiones políticas que les afecten.
El FMI y el
banco mundial son complementos indispensables de la OMC para la construcción
y la continuación del Imperio mercantil. A través de ellos, los actores
económicos más poderosos disponen de un instrumento que sirve a la vez de
“zanahoria” y de “palo”: los países necesitados sólo reciben “préstamos” y
“ayuda” a cambio de la implantación de políticas económica acordes con los
deseos del Poder. Esas políticas son indiscutibles, ya que en el seno del
FMI el poder depende de la cuota-parte que cada Estado entrega al Fondo.
Estados Unidos posee así más del 17 % del total de los votos, y China e
India, que representan un tercio de la humanidad, tienen conjuntamente menos
poder que Holanda. El triángulo de poder económico EEUU/Japón/Europa
dispone, por su parte, de una mayoría muy cómoda. Debido a la desigualdad de
las relaciones de fuerza, el consejo director del Fondo no es en realidad
más que una sala de repetición de las decisiones tomadas por el Tesoro
estadounidense. Además, todas las decisiones tomadas por el FMI, así como el
contenido de los programas, son confidenciales, lo que elimina de entrada
cualquier discusión o crítica constructiva.
Otra
institución clave del Imperio es el G7/G8, que reúne a los países más ricos
del planeta y a Rusia. Constituye el órgano “político” y de “comunicación”
de este sistema de dominación mundial. Fija perversamente las grandes
orientaciones de las políticas económicas y sirve de tribuna a los ricos
para dotarse de buena consciencia. En él se anuncian buenas intenciones y
compromisos sociales que encubren políticas denominadas de “modernización”
–de gestión de los mercados de trabajo, de la deuda, de las relaciones de
cooperación, etc.- que no son sino políticas de liberalización. Se utilizan
otros términos, otros medios, para alcanzar idénticos objetivos: permitir a
los intereses económicos más poderosos definir y regular a su manera el
sistema-mundo imperial.
Las citas y
reuniones internacionales son los lugares de encuentro y de debate oficial
de las élites dirigentes de todos los países del planeta, por encima de las
múltiples relaciones bilaterales cotidianas. Allí se unen en torno a
intereses comunes. Pero el hecho es que la humanidad y la Tierra se
resienten de sus actos y siempre son las capas sociales más vulnerables las
que pagan.

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