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Las impurezas.
Los
sentidos del cuerpo son como ventanas por donde sale el buen olor de la
virtud y puertas que tienen que estar abiertas de forma hospitalaria para
todo compañero del camino de la verdad. Pero deben estar cerradas al mal. Es
fácil encontrar a personas, con el entendimiento claro y con los corazones
abiertos para amar, que no guardan para sí ninguno de los bellos regalos con
los que Dios les ha enriquecido. Derraman en el mercado el exquisito aroma
que guardado en el fondo de su interior y administrado adecuadamente podría
servir de ayuda y hacer mucho bien a la humanidad.
El diablo es un parásito que el ser humano lleva adherido. Éste lo alimenta
con sus equivocaciones y, por eso, el diablo le tienta con aquello que nos
parece más placentero. Habitualmente se piensa que si algo resulta agradable
debe ser bueno, pero muchas cosas pueden resultar atractivas y placenteras y
pueden incluso matar a una persona. De hecho, siempre que se cae en la
tentación se pierde algo precioso, se malgasta una parte importante de la
propia vida.
No es cierto que el corazón humano esté naturalmente inclinado al mal, ni
que haya en él un fondo de vileza o un profundo abismo de perversión. Pero
sí es verdad que el ser humano, falto de espiritualidad, se deja llevar por
el ego y por ello cometa las más horrendas atrocidades.
Hay que dar gracias a Dios por todo lo que nos ofrece, incluidos los egos,
impurezas o imperfecciones, porque es siendo conscientes de ellos y obrando
adecuadamente, montando sobre ellos y llevándolos donde creamos apropiado,
como abrimos el alma a la Luz.
Las emociones que produce el ego y que se experimentan en la intimidad no
son un error por sí mismos, sino una ocasión sin igual en la que la propia
virtud se pone a prueba. Si en un primer momento no se consienten, la
voluntad los resiste y se rechaza el objetivo del ego, se encuentra uno, en
principio, lejos de la culpa moral. El ser humano debe aprender a conducirse
entre el no permitir el mal, bajo ningún concepto, y el “consentirlo” para
verlo y comprenderlo. No nos podemos quedar en reprimir los impulsos
naturales o animales, debemos aprender a contemplarlos con toda claridad y
entenderlos, pues sólo así se encauzan las energías de manera adecuada y el
mal se disipa por la comprensión que otorga la consciencia.
Todo el mundo pasa por diferentes tipos de tentación, pero este no es el
problema. Lo que es necesario es estar atento y ser consciente de que uno
está siendo tentado, de que se entra en una prueba, y poder obrar
adecuadamente. Las impurezas que habitan en nuestro interior, nuestros
diferentes egos, son las que nos tientan. Son tendencias que nacen y se
alimentan de impulsos conscientes e inconscientes y que continuamente hacen
estragos en nosotros mismos y en todos aquellos que nos rodean.
No todos admiten que existen aspectos de ellos mismos que necesitan ser
limpiados y purificados y, normalmente, se justifican como pueden. Piensan
que tratan de divertirse o que si es así como lo sienten deben, por lo
tanto, necesitarlo. El diablo, el ego, con sus tentaciones, está siempre en
nuestro corazón, y como no lo reconocemos sucumbimos casi siempre en las
pruebas. Las tentaciones están siempre presentes, tratando constantemente de
que hagamos lo que nos resulta más cómodo y placentero. Pero es necesario
que aprendamos que ningún placer verdadero puede llegarnos a través de las
puertas de los sentidos, y que si alguna sensación llega no es verdadero
placer y siempre termina.
Constantemente estamos tentados con cometer el error de identificarnos con
nuestros egos, pues al llevarlos dentro de nosotros es difícil de
reconocerlos. Antes que nada es preciso que seamos conscientes de ellos,
tratarlos adecuadamente y, después, seguir viviendo espiritualmente, hasta
que al final no formen parte de nuestra naturaleza. El camino espiritual es
un camino de purificación y de liberación en el que transformamos nuestra
naturaleza interior. Una persona mundana deja seguir a su naturaleza
interior tal y como es, con todas sus tendencias e inclinaciones, por muy
nefastas que sean estas, pero una persona espiritual las transmuta. La
mayoría cree que las manchas únicamente pueden verse en la ropa o en el
cuerpo físico. Pero la suciedad del alma se puede ver igual, no con el ojo
físico sino con el ojo de la sabiduría. Con el ojo del conocimiento sabemos
cuando alguien está furioso, no hace falta que diga una sola palabra o, por
ejemplo, cuando alguien es egoísta, antes que sus acciones y sus palabras le
traicionen.
Muy pocas personas en este mundo disfrutan de situaciones que les parezcan
perfectas, casi todos tenemos algo en nuestras vidas que nos parece
inadecuado. O la casa es muy pequeña, o el salario es muy bajo, o la
educación no fue suficiente para el trabajo que uno quiere. Siempre nos
parece que hay algo inadecuado. No nos damos cuenta que, a través de todas
las situaciones que vivimos, la vida nos quiere enseñar algo que es
necesario que aprendamos y nos da la oportunidad de obrar adecuadamente.
Este plano de consciencia es un mundo perfecto para aprender a ser
conscientes y obrar adecuadamente. En él tenemos, por una parte, suficiente
sufrimiento y suficiente incomodidad como para impulsarnos a hacer algo y,
por otra, sentimos suficiente placer como para no deprimirnos totalmente por
nuestros sufrimientos. El error que cometemos es esperar cosas equivocadas,
como por ejemplo que nuestra situación cambie sin haber comprendido lo que
Dios, a través de las situaciones concretas, nos quiere enseñar y nos pide.
Todos tenemos una vaga intuición o sabemos que hay algo equivocado en
nuestras vidas, que hay algo que está mal, pero lo único que es equivocado y
que sobra en nuestras vidas es la forma como tratamos a las impurezas. Eso
es todo, no hay nada más que esté equivocado. Es necesario ser capaces de
hacer algo al respecto aquí mismo y ahora, y no en un futuro, porque el
futuro es pura fantasía. En realidad no se sabe lo que va a ocurrir mañana.
Ahora mismo no sabemos cuándo va a surgir alguna de nuestras imperfecciones.
Pero sí que las podemos ver cuando surjan, ser conscientes de ellas y obrar
adecuadamente. Sólo podemos trabajar, utilizar como nuestro campo de
trabajo, aquello de lo que somos conscientes.
Estamos llenos de imperfecciones que se necesitan manejar a la luz de la
consciencia. Esto puede parecer sencillo pero es un trabajo duro, y a no ser
que estemos dispuestos a hacer el trabajo no podremos seguir el camino de la
espiritualidad. Es un trabajo que tenemos que estar dispuestos a realizar
sin descanso, a jornada completa. Si dormimos cinco, seis o siete horas al
día, nos quedan alrededor de diecisiete horas para el trabajo, pero si lo
limitamos a unos minutos a lo largo del día nos será imposible avanzar. Si
tratamos de vivir espiritualmente sólo un espacio de tiempo a lo largo del
día y el resto del tiempo nos olvidamos de ello –lo que no es tan raro como
suena-, no seremos conscientes y no obraremos adecuadamente en nuestras
vidas, y esta se nos escapará entre los dedos como lo hace el agua.
Las personas con las que nos relacionamos pueden ser un factor muy
importante. Una ayuda excelente en el camino espiritual es tener una clase
muy especial de amigos con los que normalmente no se hablan de chismes, ni
del tiempo, ni de política, ni de otras personas, sino con los que se
conversa principalmente sobre el trabajo espiritual. Este tipo amistad nos
ayuda continuamente a ser conscientes, a observar y a obrar adecuadamente.
Nos ayuda relacionarnos con personas sabias y maduras, tener buenos amigos
con los que desarrollar y disfrutar de conversaciones espirituales. Lo que
equivale a decir que es necesario tener cuidado con la clase de amigos que
elegimos. No quiere decir que tengamos que acabar con todos nuestros viejos
amigos, pero siempre es bueno tener esa clase de amigos con los que poder
mantener conversaciones sabias y que inspiren mutuamente.
De la misma manera que no tomamos veneno y no queremos llenar nuestro cuerpo
de comida inmunda, no es algo bueno llenar nuestras mentes de conversaciones
inmundas. La mente debe estar en paz y atenta para desarrollar con nuestros
amigos del alma conversaciones sobre el camino espiritual. Conversaciones
llenas de virtud, que inspiren, ayuden, tranquilicen y curen el alma y que,
sobre todo, ayuden a encontrar y a seguir el camino para resolver
adecuadamente los problemas que se nos plantean.
Las impurezas provocan sufrimiento y malestar interior. Alguien puede darse
cuenta de ello y pensar que puede erradicar las impurezas que le limitan y
cultivar la virtud. Pero tal cosa no es posible. Si alguien ve con claridad
que las imperfecciones son cadenas que le atan a la oscuridad y a la
sinrazón, lo más adecuado que puede hacer es ser plenamente consciente y,
por medio de la luz de la misma consciencia, obrar apropiadamente y permitir
que se desintegre la imperfección.
Las impurezas no son únicamente aquellas inclinaciones fuertes y violentas
alimentadas siempre por el ego y que agitan el corazón, sino también
aquellos movimientos más suaves, más “espirituales”, por decirlo así,
porque, al parecer, están más cerca de las altas regiones del espíritu y
suelen llamarse sentimientos. Las impurezas son las mismas, sólo varían por
su forma o, más bien, por el grado de intensidad y por el modo de dirigirse
a su objeto. Son entonces más delicadas, pero no menos temibles, pues esa
misma delicadeza contribuye a seducirnos y a extraviarnos con más facilidad.
Cuando el ego se presenta en toda su deformidad y violencia, sacudiéndonos
brutalmente y empeñándose en arrastrarnos por los malos caminos, el espíritu
se prepara a batallar contra el adversario, resultando tal vez que la misma
impetuosidad del ataque provoca una heroica defensa. Pero si el ego o
impureza deja sus maneras violentas, si se despoja, por así decirlo, de sus
groseras vestiduras, se disfraza de razón, del conocimiento y de la
voluntad, entonces toma por traición una plaza que no hubiera tomado por
asalto.
Cuando el ser humano es poseído por el ego llega a engañarse a sí mismo.
Creyendo obrar a impulsos de un “buen deseo”, quizás a impulsos del mismo
amor, se halla sujeto a la fascinación de un monstruo a quien no ve y cuya
existencia ni siquiera sospecha. Entonces la envidia destroza las
reputaciones más puras, el rencor persigue inexorable y la venganza se goza
en el dolor de la desafortunada víctima. Con el engaño también pueden entrar
en juego los diferentes egos o impurezas que nos atenazan.
Jamás reflexionamos demasiado sobre los secretos del corazón, ni vigilamos
lo suficiente como para guardar las puertas por donde se introduce la
maldad, que siempre permanece al acecho. Las impurezas no son tan temibles
cuando se presentan como son en sí, dirigiéndose abiertamente a su objeto y
atropellado con impetuosidad cuanto se les pone por delante. En este caso,
por poco que se conserve en el espíritu el amor al bien, si la persona no ha
llegado todavía hasta el fondo de la corrupción o de la perversidad, tan
pronto como es consciente del vicio, con su aspecto característico, siente
levantarse en su alma un movimiento de indignación. Pero corre muchos
peligros si se cambian los nombres y las apariencias y se le presenta el
monstruo disfrazado, si sus ojos miran a través de engañosos prismas que
pintan con hermosos colores y apacibles formas la negrura y la
monstruosidad.
Los mayores peligros de un corazón espiritual no están en el brutal
aliciente de las impurezas groseras, sino en aquellos sentimientos que
encantan por su delicadeza y seducen con su ternura. El miedo no entra en
las almas nobles sino con el dictado de la prudencia; la codicia no se
introduce en los pechos generosos sino con el título de economía previsora;
el orgullo se cobija bajo la sombra del amor a la propia dignidad y del
respeto debido a la posición que se ocupa; la vanidad engaña al vanidoso
haciéndole sentir la urgente necesidad de conocer el juicio de los demás
para aprovecharse de la crítica; la ira se apellida santa indignación; la
pereza invoca en su auxilio la necesidad del descanso; y la roedora envidia
destroza reputaciones escudándose en el amor a la verdad.
El ser humano emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo quizás más
veces que para engañar a los demás. Raras veces conoce el auténtico móvil de
sus acciones y, por esto, aún en sus virtudes más puras, hay siempre algo de
escoria. La virtud íntegramente pura sólo surge de una consciencia y de un
obrar perfectos, y esto se suele encontrar bien lejos de la humanidad
actual. Llevamos en nuestro corazón un germen maligno que mata u oscurece
las acciones virtuosas, y no es poco si llegamos a evitar que ese germen se
desarrolle y nos pierda. Pero, a pesar de esta debilidad tan grande, no deja
de brillar en el fondo de nuestra alma una luz inextinguible, encendida por
Dios, que nos hace distinguir el bien del mal. Esta luz nos sirve de guía en
nuestro camino y de remordimiento en nuestras equivocaciones.
Nos engañamos a nosotros mismos para no ponernos en contradicción con lo que
nuestra consciencia nos dice. Nos tapamos los oídos para no oírla, cerramos
los ojos para no ver lo que nos muestra e intentamos hacernos la ilusión de
que nos es imposible aplicar aquello que nos aconseja. Y es así como actúan
las impurezas, nuestros diferentes egos, sugiriéndonos pensamientos
engañosos. Le cuesta mucho al ser humano parecer malo, aunque sólo sea para
sus propios ojos. Le falta valor y por ello se vuelve hipócrita.
Las impurezas toman un carácter particular en cada uno de los seres humanos.
Cada persona tiene algo así como un resorte que conviene conocer, saber
tratar y no perder nunca de vista. Necesitamos conocer qué resorte es el que
tienen las demás personas para acertar en el trato con ellas. Pero más
importante y necesario es que cada uno de nosotros descubra qué clase
resorte tiene en sí mismo, porque allí suele estar el secreto de las grandes
cosas, tanto las buenas como las malas. Este resorte no es más que un fuerte
apego que llega a dominar a las demás preferencias y esclaviza a la persona
hacia un objetivo. De esta impureza dominante se resiente toda la presencia
de la persona, tiñe todos los actos de la vida y constituye lo que se llama
carácter.
Como tenemos la inclinación de huir de nosotros mismos y nos cuesta tanto
estar atentos a nuestro interior nos es difícil descubrir cuál es la
impureza que en nosotros predomina. Desgraciadamente, de nadie huimos tanto
como de nosotros mismos y nada estudiamos menos que lo que tenemos más cerca
y más nos interesa. La mayoría de los seres humanos se van de esta Tierra no
sólo sin haberse conocido a sí mismos, sino también sin haberlo intentado.
Se debe prestar constantemente atención sobre el propio corazón para poder
penetrar en sus secretos, conocer sus inclinaciones, refrenar sus arrebatos,
corregir sus vicios y evitar sus extravíos. Se debe vivir con esa vida
íntima en la que el ser humano se da cuenta de sus pensamientos y de sus
apegos y no actúa sin haber consultado a su discernimiento y dado a su
voluntad la dirección conveniente. Pero esto no se hace, al contrario; los
seres humanos se abalanzan y se pegan a los objetos que les incitan y viven
tan sólo con esa vida exterior que no les deja tiempo ni espacio para entrar
en sí mismos.
Cuando se reflexiona sobre las propias inclinaciones o impurezas y se
aprende a distinguir el carácter y la intensidad de cada una de ellas,
aunque lleguen a arrastrar alguna que otra vez al propio espíritu, no lo
obligarán sin que éste oponga resistencia. Quizás pueda parecer a simple
vista que llegan a cegar el entendimiento, pero la luz de la consciencia
jamás se apaga en nuestro interior si esa es nuestra voluntad, y por ello
nos damos cuenta de lo que sucede cuando intentan dominarnos.
Pero si no se fija nunca la mirada en el propio interior y se obra según
impulsan los diferentes egos, sin preocuparse de averiguar de dónde nace el
impulso, llegan a ser una misma cosa el dictado del ego y la voluntad, el
instinto inferior y el consejo del entendimiento. De esta forma, el
entendimiento no es dueño del alma, sino esclavo. En vez de dirigir, moderar
y corregir con su discernimiento y voluntad las inclinaciones de los egos,
el ser humano se ve reducido a vil instrumento de ellos y obligado a emplear
todos recursos de su sagacidad para proporcionarles los goces que les
satisfacen y alimentan.
La espiritualidad lleva a la observación y al estudio de las propias
inclinaciones y le descubre a uno un profundo conocimiento del propio
corazón. Lo que le falta al ser humano para obrar bien no es conocimiento
especulativo ni erudito, sino conocimiento práctico que pueda aplicar a los
actos concretos de su vida. Todos sabemos y repetimos mil veces que las
impurezas nos extravían y nos pierden. La dificultad no está en esto, sino
en saber cuál es la que predomina en nuestras acciones, bajo qué forma, bajo
qué disfraz se presenta a nuestro espíritu, y de qué modo tenemos que actuar
ante sus ataques o estar precavidos ante sus estratagemas. Debemos conocer
nuestra impureza o ego predominante con un conocimiento claro para obrar
adecuadamente en nuestra vida.
La diferencia entre un ser humano que forma parte del rebaño y otro
desarrollado consiste en que éste posee un conocimiento de la realidad claro
y exacto, y aquél sólo ve la verdad de una forma inexacta, confusa y oscura.
No consiste la diferencia en la cantidad de conocimiento o de información,
sino en la calidad. Sobre un determinado objeto los dos tipos de personas
pueden tener conocimiento, ambos pueden mirar el mismo objeto, lo que ocurre
que la visión de uno es mucho más perfecta que la del otro. Lo mismo sucede
en lo relativo a la puesta en práctica de este conocimiento. Seres inmorales
hablarán de la moral y conocerán sus reglas, pero este conocimiento será
superficial, mental, no lo habrán intentado aplicar, no estarán al corriente
de los obstáculos que impiden llevarlo a la práctica en las diferentes
ocasiones y no sabrán cuándo ni cómo deben hacer uso de los mismos egos e
inclinaciones inferiores. Son individuos completamente poseídos por los egos
y se alejan del conocimiento y de la Luz.
Por el contrario, cuando una persona es espiritual todos sus pensamientos,
sus sentimientos y sus acciones van acompañados de conocimiento y de
discernimiento. Por la espiritualidad nos ponemos en guardia al menor
peligro, reflexionamos antes de actuar y, al obrar de forma adecuada,
hacemos florecer y fortalecemos la virtud.
Poco basta para extraviar a una persona, pero tampoco se necesita mucho para
corregirle de sus defectos. Somos más débiles que malos, nos alejamos mucho
de aquella terquedad satánica que no se aparta jamás del mal. Por el
contrario, tanto el bien como el mal nos abrazan y nos abandonan con
bastante facilidad. Somos niños hasta la vejez. Nos presentamos a los demás
con toda la seriedad posible, pero en el fondo nos encontramos a nosotros
mismos inmaduros en muchas cosas y nos avergonzamos. Se ha dicho que nadie
le parece grande a su ayuda de cámara, y esto encierra mucha verdad. Y es
que vistos de cerca se descubren las pequeñeces que nos rebajan. Pero más
cosas sabe uno mismo que su ayuda de cámara, por eso somos todavía menos
grandes a nuestros propios ojos. Aun en nuestros mejores años necesitamos
cubrir con un velo la inmadurez que se abriga en nuestros corazones. Los
niños ahora juegan y después lloran, inconscientemente, automáticamente, sin
saber muchas veces por qué. Cambiando las circunstancias externas cambian su
estado interior, y no se acuerdan del momento anterior ni piensan en el
venidero. Sorprendente esto es lo que hace continuamente la persona más
seria, grave y sesuda.
Uno mismo sufre las consecuencias de sus propios defectos, pero también, al
sucumbir a las propias imperfecciones, hace que toda la humanidad se
resienta. Las diferentes imperfecciones o egos absorben una delicada energía
vital que la humanidad necesita para poder resolver sus graves problemas de
una manera creativa y definitiva. El ser humano común no posee una unidad
psicológica que gobierne y dirija convenientemente su vida, sino que
multitud de creaciones psicológicas viven en su interior, como si éste fuera
un gallinero en el que estas entidades se empujan y luchan por poseer el
control de sus centros -físicos, emocionales y mentales- y así obtener
energía y vida. Todos estos egos -lujuria, gula, ira, codicia, envidia,...-
esclavizan a las personas y son fuente de sufrimiento, pues absorben y
embotellan la consciencia y la energía y son un obstáculo para obrar
adecuadamente. Es urgente que el ser humano sea consciente de sus egos y
obre apropiadamente. La consciencia necesita el mayor nivel de energía que
se pueda disponer, por lo que se tiene que incrementar y purificar la
energía todo lo que sea posible.
No hay falta sin castigo, aunque desde nuestra humana perspectiva no
comprendamos qué es realmente este “castigo”. En verdad, el “castigo” no es
más que un regalo inteligente y amoroso de Dios que tiene la finalidad de
despertarnos y enseñarnos. El Universo está sujeto a una ley de armonía y
quien la perturba sufre. El mal cometido por una persona no puede serle
totalmente imputado, pero no deja de ser un mal y un desorden. Por lo tanto,
es preciso corregir su consciencia moral de sus errores. Todas las obras
inadecuadas que se cometen ocurren siempre por el mal uso que hacemos de la
energía divina que nos es entregada. Acumulamos, pues, grandes deudas con
Dios porque desperdiciamos su energía, a veces en ataques de ira y de
violencia y otras sucumbiendo a los placeres sensuales. Si somos conscientes
de ello y le pedimos perdón a nuestro Padre el daño se minimiza y el
“castigo” no se materializa de la misma manera que si no fuéramos
conscientes. Equivocación reconocida es equivocación “perdonada”, aunque Él
siempre nos ha perdonado ya.
Al abuso de las facultades físicas le sucede el dolor, y a los extravíos del
espíritu les siguen el pesar y el remordimiento. Quien busca con excesivo
afán la gloria se atrae la burla; quien intenta exaltarse sobre los demás
con un orgullo destemplado provoca en contra suya la indignación y la
humillación. El perezoso goza en su inacción, pero bien pronto su desidia
disminuye sus recursos, y la necesidad de atender a sus necesidades le
obliga a un exceso de actividad. El derrochador disipa sus riquezas en los
placeres y en la ostentación, pero no tarda en encontrar un vengador de sus
desvaríos en la pobreza andrajosa y hambrienta que le impone, en vez de
goce, privaciones y, en vez de lujosa ostentación, escasez vergonzosa. El
avaro acumula tesoros temiendo la pobreza, y en medio de sus riquezas sufre
los rigores de esa misma pobreza que tanto le espanta, el mismo se condena.
El excesivo deseo de agradar produce desagrado; el afán por ofrecer cosas
demasiado exquisitas fastidia. Lo ridículo se encuentra junto a lo sublime,
lo delicado no está lejos de lo empalagoso. El ansia de ofrecer cuadros
simétricos suele conducir a contrastes disparatados.
Dios no ha dejado indefensas a sus leyes que rigen el Universo. A todas las
ha protegido con el justo castigo para quien las transgrede. Castigo que,
por lo común, se experimenta ya en esta vida. Ni la sociedad ni las personas
en particular pueden olvidar impunemente los eternos principios de la
espiritualidad. Cuando lo intentan, aguijoneados por deseo y el interés
propio, tarde o temprano se pierden y perecen en el mundo que ellos mismos
se crean. El deseo que prometía placer los convierte en víctimas.
El ego forma una unidad que está compuesta de muchas y variadas partes. Por
eso se le llama ego o, también, egos. Alimentar a un ego significa alimentar
a todos los demás, es como tirar migas de pan a los pececillos de un
estanque que luego serán comidos por otros peces mucho más grandes. Si no se
pone remedio, estos monstruos se hacen cada vez más grandes y poderosos y
resulta más difícil tratarlos. Si viviendo espiritualmente se desintegra
alguno de nuestros egos, automáticamente se debilitan o atenúan algunos más.
Al ego no se le debe ver como un enemigo, sino como el soporte en el que nos
debemos apoyar para vivir espiritualmente. Todos tenemos egos en mayor o
menor medida y a todos nos tientan. Todos los seres humanos los sufrimos en
alguna medida y, por ese motivo, cada uno necesita ver la propia confusión y
cuál de ellos es el que predomina en uno mismo. Todos están en el propio
interior, esperando una oportunidad para aparecer en escena y alimentarse,
pero normalmente sólo son uno o dos de ellos los que aparecen violentamente
a la más mínima provocación y, a menudo, nos anulan. Éstos son los egos que,
en un principio, es preciso trabajar con preferencia. |
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